—¡Eh, tú –gritó uno–, échale el perrazo para que se lo coma! Hice como que no escuchaba y continué paseando a Caín.
Llamaron al rancho de la tarde. Marché a hacer la fila para recibir la galleta y mi porción de guiso, que desde que llegamos aquí viene con carne o pescado. Mi carácter siempre fue más bien torvo y no soy de hacer amigos, pero el viaje en la carraca y el trabajo con los canes habían generado cierta camaradería que nos mantenía juntos. Con el tiempo noté que tanto los indios como los otros soldados nos miraban con recelo y se apartaban para no pasar cerca de nosotros: los perrazos metían miedo. Nos sentamos a tragar la pitanza y holgazanear un rato. Al caer la noche, el calor aflojó y nos acomodamos lo mejor que pudimos en la choza. Pronto nos venció el sueño.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
Juan, que no es Juan, que tal vez sea Maulicao o Turcupillán, piensa mientras camina por el arenal. Sabe que su labor es solitaria. Es una trabajosa lucha contra un enemigo que borró los vestigios de la infamia. Debe enfrentar imágenes, palabras, arquetipos; la madre patria, la conquista, la colonización, las misiones, la santa iglesia católica.
Lleva tres años dedicado a estudiar derecho para defender a su pueblo con las leyes de los blancos. Cuanto más estudia, más vacila. La justicia no es más que otra forma de dominio.
Arrasaron un mundo y ahora brillan los bronces de las estatuas, las plazas llevan sus nombres. Más de doscientos mil kilos de oro y diecisiete millones de kilos de plata en el primer siglo y medio; a cambio, muerte y desolación.
Pero eso no es lo que importa; Juan sabe que lo que arrebataron es más valioso que esas toneladas de metal, más valioso que la vida misma. Habla un idioma, canta un himno, reza a un dios y jura una bandera que no son los suyos. Piensa en los sesenta millones de muertos. En el despojo y en el lento exterminio que continúa a manos de los hijos de la España ladrona, depredadora y asesina. La “madre patria”.
NOMBRE DE DIOS – 1570
El Moro nos despertó al alba y mandó que buscáramos nuestra ración de pan. Mientras esperaba mi turno miré hacia el círculo de palos donde habían amarrado al salvaje la noche anterior y vi que había dos más que parecían haber sido tratados con igual dureza. A cierta distancia delante de ellos habían dispuesto cantidad de leña en varias pilas a las que estaban dando fuego.
Pronto aprendí que este era el trato que tocaba a los retobados. La fogata se encendía a una buena distancia para que se cocieran despacio. Al principio, por un par de horas permanecían callados o gemían y se retorcían. Después, gritaban un día entero hasta que se desmayaban. Luego se ponían cada vez más oscuros, se resumían y se les iba resecando el cuero hasta que reventaban. El Moro prefería otro modo: los colgaba de pies y manos entre dos palos y les hacía debajo un fuego lento como cuando se cuece un cerdo. Siempre me ubicaba a barlovento de las fogatas para no sentir el olor dulzón de la carne quemada que causaba náuseas.
El tañido de una campana llamó a misa. Después del oficio comenzaron con las prácticas del tercio. Éramos la ralea de los ejércitos del reino y ni sostener la pica podíamos. Casi todos éramos buenos para la navaja en tabernas y callejones, pero poco más; esto era otra cosa. El Moro nos hacía trabajar horas enteras con la espada y el puñal y luego, por la tarde, cada uno con su arma de regla, allá los piqueros, sobre el borde de la selva los arcabuceros, y nosotros en la cancha de barro.
Pasamos días así. Callar y obedecer… y huir de la mirada de El Moro. Cualquier india que anduviera suelta podía ser tomada por uno o por diez pero había que cuidarse de algunas que eran las preferidas de los jefes. Las reconocíamos porque llevaban vestidos y no hacían trabajos brutos. A un tal Ponce lo encontraron pasándose de listo con una que era de un capitán y ahí nomás los colgaron a ambos por el pescuezo hasta que quedaron duros.
También nos enseñaban a avanzar manteniendo el orden. A la cabeza iban seis jinetes con sus picas, seguíamos nosotros con los perros, más atrás el estandarte, luego la tropa de piqueros que sumaba hasta doscientos hombres flanqueados por los arcabuceros y, a la retaguardia, otros treinta de a caballo. Ejercitábamos durante horas por el Camino Real, con sol y con lluvia. La noche nos tomaba esperando el guiso y la hogaza y, cuando el capitán estaba de buenas, cosa rara, un medio cuartillo de vino.
NUESTRA SEÑORA DE LA ASUNCIÓN
DE PANAMÁ – 1570
Todos habíamos oído hablar del Mar del Sur. Sabíamos que debíamos llegar a sus costas y embarcar hacia El Callao y Valparaíso. Mientras seguía nuestra preparación para la guerra veíamos cómo cargaban unos carretones con bastimento y armas en grandes cantidades. Alguien dijo que estábamos a punto de partir para el puerto en el otro Poniente.
Una mañana partimos dos tercios completos, una veintena de carretas y gran cantidad de jinetes, unos setenta entre capitanes, alféreces con sus estandartes y cuatro clérigos. Que donde va la espada no puede faltar la cruz.
El Camino Real era una picada practicada en la selva. No sentí pena alguna al dejar Nombre de Dios, lugar horrendo, tenebroso, que reaparece en mis noches de malos sueños.
Cruzamos en diez días la tierra hasta llegar a Panamá. El puerto era un poblado igual o peor. Al día siguiente fue celebrada una misa. Luego nos dejaron en paz para que nos repusiéramos. Algunos nos hicimos de una india para darnos un revolcón, la mayoría se echó a descansar bajo la sombra. Después volvió la rutina.
Nos tenían todo el día a aquí para allá, respirando aquel aire caliente, aunque hacíamos una siesta larga hasta la media tarde, metidos en la selva para buscar el frescor, porque era imposible andar bajo ese sol. Prendíamos fuego con boñigas de caballo para ahuyentar los mosquitos y, tratando de no hacer caso a moscas y tábanos, que eran nubes, quedábamos quietos a la espera de que levantara una ventisca.
Así pasaron esos días, unos quince, tiempo durante el que estuvimos aprontándonos para partir. El embarcadero, como todos, hervía de marinos, soldados, clérigos, aborígenes y negros. Unos aserraban troncos para sacar tablas, otros derretían brea en grandes calderos mientras desde los barcos llegaba el ruido de los golpes de mil martillos, y fuera donde fuese, lo que encontraba era gente en pleno trajín.
Un buen día dieron la orden y abordamos un galeón de tres palos. Éramos ciento cincuenta soldados y otro tanto más entre marineros, artilleros y esclavos, hombres y mujeres. Al resto del tercio le tocó en suerte uno más grande que estaba amarrado detrás del nuestro.
A poco de zarpar, apenas nos habíamos apartado unas millas de la costa, nos tomó un viento Sur arrachado que hizo que deriváramos mar adentro con poca vela. Se mantuvo ese rumbo hasta el mediodía y luego la flota entera, más de treinta navíos, comenzó a soltar rizos y a orzar buscando ceñir lo más posible en busca de nuestra primera escala: Trujillo. Así seguimos, siempre con viento de proa, cambiando la amura ora a babor, ora a estribor, para mantener la derrota.
Una tarde, mientras daba mi vuelta reglamentaria con Caín sobre la cubierta quiso mi suerte que pasara junto a uno que limpiaba un vómito con trapo y balde. Al ver al perro cerca se asustó tanto que dio un salto hacia atrás agitando los brazos. Caín reaccionó a la movida brusca y se le fue encima. Lo dejé ir pensando que sólo lo iba a voltear de un empujón, pero en un santiamén le había arrancado medio cuello de una sola mordida. La sangre saltaba a chorros del tarascón mientras caía al piso. Trataba de llevar las manos a la garganta pero ya había perdido el control de su cuerpo y se retorcía y pataleaba para negarse a la muerte. Algunos marineros gritaron. Llamé a Caín, que obedeció y vino a mi lado terminando de engullir el bocado. Atraído por el alboroto, un alférez se asomó sobre la baranda del castillo de popa y al ver lo que ocurría gritó: –¡Matadlo! ¡Matad