Había una niña pequeña que siempre aparecía de la mano de Emily. Sus padres no venían nunca. Y en una de las visitas, ya no estaba.
—La han cambiado al pabellón de las rosas —chilló Emily a modo de explicación—, aquí no les gusta que nadie se quiera.
Nos escribía una vez por semana, con su esforzada letra de niña de siete años: «Estoy bien. ¿Cómo está el bebé? Si escrivo bien la carta me darán una estrella. Un beso». Nunca le dieron ninguna. Siempre le respondíamos a vuelta de correo, cartas que nunca le dejaron abrir ni quedarse, solo escuchar cómo se las leían una sola vez.
—Es muy sencillo, no tenemos espacio para que los niños guarden sus efectos personales —nos explicaron pacientemente cuando aprovechamos un domingo de chillidos a coro para suplicar lo mucho que a Emily le gustaría conservar sus cartas y postales, ella que tanto disfrutaba guardando las cosas.
A cada visita parecía más débil.
—No come —nos decían.
—Para desayunar daban huevos pasados por agua o papilla con grumos —me contó Emily después—. Yo me llenaba la boca y no tragaba. No había nada que me gustara, solo cuando daban pollo.
Nos llevó ocho meses liberarla de allí para traerla de vuelta a casa, y lo único que convenció al asistente social fue que recuperó alguno de los tres kilos que había perdido.
Tras su regreso, yo intentaba abrazarla y quererla, pero su cuerpo continuaba rígido y, al cabo de un momento, me apartaba. Comía poco. La comida le daba asco, y creo que muchas otras cosas de la vida, también. Ay, era ligera y brillaba, centelleaba sobre unos patines, saltaba a la comba brincando arriba y abajo, arriba y abajo, como una pelota, subía la colina apenas rozándola… pero aquello duraba solo unos instantes.
Se preocupaba por su aspecto. Era delgada y morena, con pinta de extranjera en una época en la que todas las niñas aspiraban, o pensaban que debían aspirar, a convertirse en una rubia y regordeta réplica de Shirley Temple. A veces el timbre sonaba para ella, pero nadie parecía venir a casa a jugar o ser su mejor amiga. Quizá porque nos mudábamos continuamente.
Hubo un chico del que se enamoró dolorosamente durante un curso escolar. Meses después me dijo que me había sisado unas monedas de la cartera para comprarle caramelos.
—Los de regaliz eran sus preferidos y todos los días le llevaba unos pocos, pero, aun así, Jennifer le gustaba más que yo. ¿Por qué, mamá? —La clase de pregunta para la que no existe respuesta.
La escuela era un problema para ella. No era rápida ni elocuente en un mundo en el que la rapidez y la elocuencia se confundían fácilmente con la capacidad de aprendizaje. Para sus profesores, estresados y frustrados, era una niña «lenta» y quisquillosa que se esforzaba por seguir las clases, pero se ausentaba demasiado a menudo.
Yo le permitía esas ausencias, aunque a veces la enfermedad era imaginaria. Con las faltas de asistencia de los otros, en cambio, fui muy estricta. Pero entonces no trabajaba. Teníamos otro bebé y, de todos modos, yo estaba en casa. Cuando Susan se hizo mayor, a veces me quedaba con las dos, para que estuviéramos juntas.
Emily tenía frecuentes ataques de asma, y su respiración, áspera y dificultosa, llenaba la casa de un murmullo curiosamente apacible. Yo le llevaba a la cama los antiguos espejos del tocador y las cajas donde guardaba sus colecciones. Ella escogía abalorios y pendientes sueltos, tapones de botella y conchas, flores secas y guijarros, retales y postales viejas, toda clase de retazos. Entonces, Susan y ella jugaban a reyes y reinas, armaban paisajes y decorados y los llenaban de historias.
Esos fueron los únicos momentos de plácida compañía entre las dos. Con el tiempo, he ido olvidando aquel sentimiento venenoso que había entre ellas, ese terrible equilibrio de sufrimientos y necesidades con el que tuve que lidiar. Qué mal lo hice esos primeros años.
Oh, claro que también hay conflictos entre los otros: todos son humanos y necesitan, exigen, hieren y toman, pero solo entre Emily y Susan, no, solo de Emily hacia Susan, hubo un resentimiento tan corrosivo. A primera vista parece evidente y, sin embargo, no lo es. Susan, la segunda; Susan, regordeta y rubia con el pelo rizado, rápida, elocuente y segura; todo en ella tenía la apariencia y las maneras que a Emily le faltaban. Susan, incapaz de resistirse a los preciados tesoros de Emily, los perdía o rompía de la manera más torpe; Susan contando chistes o adivinanzas para llevarse un aplauso mientras Emily se quedaba sentada en silencio (y luego me decía: «Esa era mi adivinanza, mamá, yo se la dije a Susan»); Susan que, pese a llevarse cinco años con Emily, en desarrollo físico iba solo uno por detrás.
Me alegro de que ese desarrollo físico fuera tan lento y ensanchara la diferencia entre ella y los de su edad, a pesar de lo mucho que sufrió por ello. Era demasiado vulnerable para ese mundo terrible de competitividad juvenil, de pavoneo y exhibición, de evaluación constante de uno mismo frente a todos los demás, de envidia. «Si tuviera ese pelo cobrizo…» o «Si tuviera esa piel…». Bastante atormentada estaba ya por no ser igual que el resto, bastantes inseguridades tenía ya: pensarse muy bien cada palabra antes de decirla, mantenerse en vilo por el qué dirán —«¿Qué estarán pensando de mí?»—, bastante había ya como para magnificarlo todo con los despiadados cambios del físico.
Ronnie me llama. Está mojado y lo cambio. Ahora ya son raros los llantos de este tipo. Esa época de la maternidad ha quedado ya casi atrás, esa época en que no tenemos oído propio porque debemos estar siempre pendientes, carcomidas por el llanto y la llamada de los hijos. Nos sentamos un rato los dos juntos y lo sostengo en brazos mientras contemplo la vista de la ciudad, que se extiende entre el humo y los claros de luz.
—Chuchili —susurra, y se enrosca aún más fuerte. Lo llevo de vuelta a la cama, dormido. Chuchili. Una palabra graciosa, familiar, heredada de Emily, que la inventó para decir a gusto.
«Nos va dejando su huella en esa y otras cosas» me digo en voz alta. Y acto seguido, me sobresalto. «¿Qué estoy diciendo? ¿Qué hago recogiendo los pedazos, tratando de componer algo coherente?» Yo estuve en esos años terribles en los que creció. Los años de la guerra. No los recuerdo bien. Estaba trabajando, había cuatro pequeños más, no quedaba tiempo para ella, que tenía que ayudarme a ser madre y ama de casa, ir a la compra. Tenía que aportar su granito de arena. Las mañanas de crisis rayando la histeria, intentando preparar almuerzos, hacer peinados, encontrar abrigos y zapatos, que todos llegaran puntuales a la escuela o a la guardería, en el caso del bebé de turno colocarlo en su correspondiente carrito. Y siempre las hojas garabateadas por alguno de los pequeños, el libro que Susan había hojeado y luego extraviado, los deberes sin hacer. Salíamos corriendo hacia esa enorme escuela donde ella estaba sola, estaba perdida, era apenas nada, y sufría por su falta de preparación, tartamudeando e insegura en clase.
Por las noches, después de acostar a los niños, quedaba tan poco tiempo… Ella se esforzaba con los libros, siempre con algo de comida a mano (en esos años desarrolló un enorme apetito que se hizo legendario en la familia) y yo me ponía a planchar, o a preparar la comida del día siguiente, o a escribir a Bill, que estaba en el frente, o a atender al bebé. Y a veces, para hacerme reír, o para aliviar su propia desesperación, ella improvisaba actuaciones o imitaba a alguien de la escuela.
Creo que una vez le pregunté:
—¿Por qué no haces algo así en el concurso de teatro de la escuela?
Una mañana me llamó por teléfono al trabajo, casi no la entendía entre sollozos:
—Mamá, lo he conseguido. He ganado, he ganado el primer premio. No paraban de aplaudirme, no dejaban que me fuera.
Ahora, de repente, era alguien, tan encerrada en su diferencia como antes en su anonimato.
Empezaron a llamarla para actuar en otros institutos, incluso en universidades, y luego