Benedicto XVI ha definido la conversión como “la llegada de la gracia que nos transforma”, y ha advertido sobre la imposibilidad de silenciar la llamada a hacer penitencia: “Nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar” (15.IV.2010).
La penitencia interior, la conversión del corazón, impulsa a expresar, a hacer concreta esta actitud en obras de ayuno, de oración, de limosna. Como enseña el Catecismo: “La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho, por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia” (Catecismo 1435).
También la penitencia es, como el desierto, una etapa de tránsito. Su finalidad última es recibir a Cristo, el renuevo de Jesé, el Esperado de las naciones, y ser dignos de Él. Mientras tanto, debemos mantener la esperanza “mediante nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras” (Rm 15,4). Vivimos aún en el desierto y en la penitencia, pero Cristo provee, con sus sacramentos, el alimento y la bebida. En el sacramento de la confesión, perfecciona nuestra penitencia y nos abre misericordiosamente las puertas de su Reino.
3. Él viene en persona
El anuncio del profeta: “Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará” (cf Is 35,1-6.10), se cumple con la llegada de Jesucristo. Las obras que el Señor realiza testimonian su condición mesiánica: “Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt 11,5).
Enviando a sus discípulos a encontrarse con Jesús, Juan Bautista, el Precursor, busca confirmarlos en la fe: “Miró, pues, en esto Juan, no a su propia ignorancia, sino a la de sus discípulos y los envía a ver sus obras y sus milagros, a fin de que comprendan que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras” (san Hilario).
La cercanía del Señor, su proximidad inaudita, engendra en el corazón del cristiano la alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca” (Flp 4,4.5). San Pablo, que da este mandato, no careció en su vida de sufrimientos y de tribulaciones. No obstante, vivió y mandó vivir la alegría. Como comenta Benedicto XVI: “Si el amado, el amor, el mayor don de mi vida, está cerca de mí, incluso en las situaciones de tribulación, en lo hondo del corazón reina una alegría que es mayor que todos los sufrimientos” (3-X-2005).
Caminar hacia el encuentro de Cristo que viene equivale a descubrir su presencia cerca de nosotros, en medio de nosotros, para ver “la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios”. Su presencia es oculta, pero real, y sus obras siguen hablando en favor de Él. También hoy los ciegos dejan de serlo cuando descubren la Luz. También hoy los paralizados por el miedo son capaces de andar. También hoy los estigmatizados por el mal quedan limpios y los muertos por el pecado resucitan a la vida de la gracia. También hoy el Evangelio es anunciado a los pobres.
“El Señor está cerca”. Nos visita cada día con la fuerza de su palabra, con el vigor de sus sacramentos, con la potencia regeneradora de la vida cristiana. Necesitamos, como recomienda el apóstol Santiago (cf St 5,7-10), paciencia y firmeza, no sólo para aguardar su última venida, sino para tomar conciencia de su venida cotidiana. Paciencia para esperar que la semilla del Evangelio fructifique de verdad en nuestras vidas, sin desalentarnos por no poder cosechar ya lo que todavía necesita ser regado por la lluvia, y firmeza para no dejarnos abatir por lo que, en apariencia, desmiente la cercanía de nuestro Dios: el dolor, la enfermedad y el sufrimiento.
La salvación es Dios y Cristo nos trae a Dios. De esta certeza mana la alegría que debemos compartir con los demás: “La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón […] . En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo” (Benedicto XVI, 18-XII-2005).
La Virgen es la “Causa de nuestra alegría”: “Junto a Cristo, Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia”, escribía Pablo VI. Que Ella nos ayude a hallar en todas las circunstancias la presencia de Jesús.
4. La Virgen está encinta
Una bella antífona invoca a María como Alma Redemptoris Mater, Santa Madre del Redentor, y dirigiéndose a Nuestra Señora dice: “Tú, que ante el asombro de la naturaleza, engendraste a tu Santo Creador, virgen antes y después de haber recibido de la boca de Gabriel aquel ‘Ave’, ten piedad de los pecadores”.
María es la mujer elegida por Dios para realizar el misterio de la Encarnación. En Ella se cumple el vaticinio de Isaías: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel” (cf Is 7,14). “En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad” (Catecismo 495).
San Cirilo de Alejandría compara la Encarnación del Hijo de Dios con nuestro propio nacimiento. Cada uno de nosotros ha nacido de una mujer, en cuyo seno se ha ido formando nuestro cuerpo, al que Dios infundió un alma racional. Pero no decimos que nuestra madre sea la madre de nuestro cuerpo, sino que decimos que es nuestra madre en sentido pleno; madre de todo lo que somos.
De modo semejante, María es Madre de Dios, porque en su seno virginal el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, asumió la naturaleza humana, uniéndose a un cuerpo animado por un alma racional: “El Verbo de Dios nace en la eternidad de la sustancia del Padre; mas, porque tomó carne y la hizo propia, es preciso confesar que nació de una mujer según la carne. Y como a la vez es verdadero Dios, ¿quién tendrá reparo en llamar a la Santa Virgen “Madre de Dios”?”, concluye San Cirilo.
El vínculo que une a un hijo con su madre unió, de un modo peculiar, a Jesús con María. En su seno, el Corazón de Jesús comenzó a latir, haciendo humano su amor divino por nosotros. María fue el sagrario que custodió ese amor para que, incluso antes del nacimiento, inundase a toda la humanidad. En su seno Jesús es ya el Emmanuel, el “Dios con nosotros”.
Su maternidad no distrajo en absoluto su total consagración a Dios. Su virginidad se hizo fecunda por el poder creador del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida. Su Hijo era el Hijo de Dios. Dedicándose por entero a Él, se convierte también en Madre nuestra en el orden de la gracia, ya que “viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compartió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres” (Benedicto XVI).
De María debemos aprender a tratar a Jesús, recibiéndolo en nuestra vida por la fe, contemplándolo con delicadeza y con respeto, identificándonos con su Pasión y con su Cruz y alegrándonos con la gloria de su Resurrección. El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra las entrañas de la Virgen Madre, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor.
Adorar a Cristo en la Eucaristía es, siempre, hacer memoria de su Encarnación redentora: “Ave verum Corpus natum de Maria Virgine”; “Salve, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen”. En la Eucaristía encontraremos inspiración y alimento, consuelo e impulso para testimoniar con nuestras vidas el realismo de la salvación.
5. Una digna morada
Para que el Verbo eterno habitase entre nosotros haciéndose hombre, Dios preparó