La colección Emaús ofrece libros de lectura
asequible para ayudar a vivir el camino cristiano en el momento actual.
Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia la que se dirigían dos discípulos desesperanzados cuando se encontraron con Jesús,
que se puso a caminar junto a ellos,
y les hizo entender y vivir
la novedad de su Evangelio.
Guillermo Juan Morado
La cercanía de DiosReflexiones al hilo del año litúrgico
Colección Emaús 97
Centre de Pastoral Litúrgica
CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA
Calle Nápoles 346,1. 08025 Barcelona
Portada: Mercè Solé
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Primera edición: FEBRERO DE 2020
ISBN: 978-84-9165-301-1
Presentación
En la homilía pronunciada en la compostelana plaza del Obradoiro, el 6 de noviembre de 2010, Benedicto XVI se hacía eco de “lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención”.
En la profundidad del hombre puede ser captada la presencia de Dios. La aportación específica y fundamental de la Iglesia a nuestro mundo, añadía el papa, “se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre”.
Podríamos, quizá, pensar que Dios está muy lejos. Pero no es así. Sin dejar de ser Dios, Él se ha acercado a cada uno de nosotros. Se ha manifestado en Cristo de un modo concreto e histórico.
Esta manifestación de Dios en Cristo no ha quedado relegada a un momento del pasado. En la liturgia de la Iglesia, la obra de Cristo se hace presente y actual por el poder del Espíritu Santo.
A lo largo del año litúrgico se desarrollan “los diversos aspectos del único misterio pascual” (Catecismo 1171) para que hoy llegue a los hombres la acción salvífica y santificadora de Cristo: “Cuando la Iglesia celebra el Misterio de Cristo, hay una palabra que jalona su oración: ¡Hoy!, como eco de la oración que le enseñó su Señor y de la llamada del Espíritu Santo” (Catecismo 1165).
En cada celebración, la Palabra de Dios en anunciada, suscitando de este modo una respuesta de fe. La finalidad de este pequeño libro es ayudar a que esta respuesta sea cada vez más consciente y más libre. Dios no está lejos. Dios nos sale al encuentro, cada día, en la Persona de Cristo, el Esperado de las naciones, el Emmanuel, el Maestro.
Podemos escuchar a Cristo, cuya voz resuena en la voz de la Iglesia. Podemos unirnos a su itinerario que conduce a la Pascua, donde la muerte es vencida por la Vida. Para el Resucitado la vida es una acción permanente que no tendrá fin. Si creemos en Él, también nosotros tendremos vida en su nombre (cf Jn 20, 31).
Guillermo Juan Morado
Parroquia de San Pablo.
Vigo, 1 de mayo de 2011
(Día de la beatificación del papa Juan Pablo II)
I. El Esperado
1. Estad en vela
El Señor, hablando de su segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a estar en vela, a estar preparados (cf Mt 24,37-44). Comentando este pasaje evangélico, san Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.
Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).
El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una ‘visita’, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.
Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía, nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.
“Vela el que observa en sus obras lo que cree”. En cierto sentido, somos lo que hacemos. En nuestras acciones se plasma de forma concreta nuestro querer, nuestro hacer y nuestro ser. No podemos ser generosos si no hacemos real en nuestras actuaciones la generosidad. No podemos, coherentemente, salir al encuentro de Cristo si en nuestras obras rechazamos a Cristo olvidándonos de los hermanos (cf Mt 25,45). La vigilancia nos exige, pues, coherencia, armonía entre la fe y la vida: “Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rm 13,13).
“Vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”. La indolencia es la pereza, la insensibilidad, la indiferencia. Es todo lo contrario del dinamismo que pide el caminar al encuentro del Señor: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob”, exhorta Isaías (Is 2,1-5). Sin dar un paso, inmovilizados por nuestra desgana, no podemos marchar por las sendas de la salvación.
También la ignorancia nos mantiene en las tinieblas, en la ausencia de luz, en la lejanía de Dios. En el desconocimiento de Dios, que es la mayor de las ignorancias, se halla el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1,18-32). Ahuyentar la ignorancia implica reconocer a Dios y orientar hacia Él nuestras vidas.
El Señor viene, está presente y nos visita. Él disipa las sombras y nos permite contemplar las cosas de un modo nuevo; su gracia nos empuja con suavidad y firmeza para que caminemos guiados por su luz.
2. La penitencia y el desierto
La figura profética de Juan Bautista se presenta en el desierto de Judea (cf Mt 3,1). El desierto no es la meta definitiva, sino una etapa de tránsito, un territorio que hay que atravesar para vivir en la tierra prometida. Igualmente es un escenario que, por sí mismo, invita a la conversión, a recordar que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf Mt 4,4). Desde esta perspectiva, el desierto es un marco adecuado para escuchar a Dios.
Los afanes de este mundo pueden constituir un obstáculo que nos impida salir al encuentro de Cristo. La ascética persona del Bautista testimonia la necesidad de un distanciamiento interior, de un desapego de lo accidental para concentrarse en lo esencial. San Máximo de Turín comenta que Juan escogió el lugar “donde su predicación no estuviese expuesta a la murmuración de una multitud insolente o a las sonrisas de un público impío, sino donde únicamente pudieran oírle los que buscaban la palabra de Dios por ella misma”.
Alejado de una multitud propicia al descaro y a la burla de lo religioso, Juan alza la voz para predicar la penitencia, la conversión que