—Tu confianza en esa gente es excesiva, lo único que hacen es usarte de conejillo de Indias.
—No olvides que yo también soy científico. Soy uno de los interesados en los resultados del experimento.
—No eres científico, estás loco.
—Estoy loco, pero no tanto como para arrastrarte conmigo.
—No, amor ya está decidido.
—No lo creo. Sabes, vengo observándote desde hace unos días y no has tenido ningún déjà vu.
—¿Es indispensable?
—No lo sé con total certeza, pero tal vez indique que no has vuelto conmigo. Tienes muchas dudas todavía, eso quiere decir que te voy a convencer de no venir.
—A veces pienso en los días posteriores al viaje. En toda esa cantidad de cosas que podrían ocurrir. ¿Alguna vez lo pensaste como una huida de la incertidumbre? Ya sabes de antemano todo lo que va a pasar. No hay riesgo.
—Sí, hay riesgo. ¿Qué tal si la máquina te desintegra en el proceso? Nunca volverías a ningún lado.
—Siempre me gustaron las películas con final feliz.
—Tal vez tu felicidad no coincida con el viaje…
—No, ¿ves? Esto es lo que quería evitar, que pasáramos este tiempo despidiéndonos.
—¿Me ibas a mentir para alegrarme estos días? ¿Eso estabas tratando de hacer?
—No… No sé, no estoy muy segura de qué quiero.
—Yo nunca te propuse venir. Sabes eso.
—Lo sé. Yo soy la que quiere hacerlo.
La ópera fue tremendamente escalofriante. La sola idea de quedar atrapada en la cripta aseguraba la agonía de la sed y el hambre. ¿Habría un equivalente de la sed y el hambre en su viaje? ¿Se sentiría esa pérdida de libertad? ¿Sería solo volver a ser y a hacer lo mismo sin consciencia de nada más? Por las dudas seguiría siendo feliz.
—Tengo que hablar con usted, comandante Nott.
—Dígame, la recibí de inmediato en cuanto supe que era la mujer de Esteban.
—Necesito que usted me asigne al programa de traslado temporal.
—Eso ya lo he hablado con Esteban. No es posible que la incorporemos con tan poco tiempo de preparación. No sabemos si es apta física y emocionalmente para el experimento.
—No importa. Yo lo que necesito es que le haga creer a Esteban que lo voy a acompañar.
—No me puede pedir semejante cosa. Para que él lo creyera tendríamos que hacer todo el procedimiento.
—¿Qué pensaría usted si yo le dijera que estoy experimentando los déjà vu?
—¿Lo sabe él?
—No se lo he dicho.
—Déjeme arreglar todo. Mañana comenzaremos las pruebas.
Al dejar a la mujer de Esteban, Nott se dirigió al laboratorio.
—Seguimos con los imprevistos, Doctor Clemente. Esta mañana tuve una reunión con la mujer del individuo.
—¿Qué pasó ahora?
—Me dice que está teniendo déjà vu.
—Puede estar mintiendo.
—Justamente. Por eso quiero que la entreviste y me diga si es cierto. No podemos complicar todo.
—Entiendo. Mándemela esta misma tarde. Comenzaré con los tests de rigor y entre ellos incluiré pruebas de veracidad.
—De acuerdo.
Al recibir la llamada del centro experimental, Sofía sabía que la convocarían. Estaba segura; además, tenía el presentimiento de que algo bueno saldría de eso.
—Siéntese –le indicó Dreyfus–, yo le voy a mostrar escenas que tienen alguna relación y usted tendrá que ordenarlas como le parezca que hayan sucedido en el tiempo y armar una historia que las contenga a todas.
La sesión se inició con toda una batería de tests y luego pasaron a una máquina.
—Ahora le voy a hacer algunas preguntas a las que usted deberá responder por sí o por no. ¿Me comprende?
—Sí.
—¿Le queda alguna duda?
—No.
—Bien, comenzamos. ¿Su nombre es Sofía Delacanal?
—Sí.
—¿Usted es la mujer de Esteban Quirós?
—Sí.
—¿Tiene treinta y cuatro años?
—No.
—¿Tuvo alguna vez sarampión?
—Sí.
Y así siguieron las preguntas…
—¿Usted tuvo algún déjà vu en estas dos últimas semanas?
—Sí.
Momentos después, en la oficina del responsable de experimentación se comentaban los resultados de los estudios.
—Comandante Nott, tengo malas noticias.
—No me diga nada.
—O la máquina falla, o ella viajó.
—Tendremos que capacitarla.
—Podríamos rechazarla y ver qué pasa…
—Tenemos que estar preparados para todo y eso incluye que viaje. Prepárela y mientras tanto, nos reservamos la decisión final.
—De acuerdo.
Sofía regresó al departamento presa de una sensación extraña. Sentía como si su cuerpo fuera tomando menor peso, sus pies la conducían como por un camino acolchado y su mente vagaba por recuerdos que se sucedían en orden distinto al que se habían producido.
—Hoy tuve mi primer control. ¿Sabes qué tengo ganas de hacer ahora?
—No sé, ni lo imagino…
—Quisiera que fuésemos a un parque de diversiones.
—Como dije, no podría haberlo imaginado –rio Esteban.
—Tengo ganas de ir a esas salas de espejos que te cambian el color del pelo y los ojos y todos los rasgos.
—Te gustaría ser otra por un momento. Yo no sé nada de psicología, pero eso suena a que quieres dejar de ser tu misma, sigues dudando.
—No, solo quiero ver cómo podría ser yo si cambiara algo de nuestro pasado.
—No es posible cambiar el pasado. Eso es lo que dicen nuestras pruebas…
—Ya lo sé, pero nadie dice que no pueda imaginarlo.
—Eso es cierto, la imaginación puede con todas las barreras…
En el parque no había mucha gente. El calor había espantado a los usuales visitantes: grupos de jóvenes, padres con niños pequeños, enamorados. Esteban y Sofía andaban dando vueltas, tratando de caminar por las pocas sombras que proyectaban los pequeños edificios de los juegos. De la mano y con una sonrisa de adolescentes, iban hacia el cuarto de los espejos.
—Mira, tienes los pies más largos y te salió papada… ¿Serás así de viejo?
—Yo no soy ese, estás equivocada. Soy este, alto y delgado, con grandes mandíbulas y ojos celestes.