—¿Cómo voy a razonar? Me estás diciendo que lo nuestro tiene un punto final, el momento en que entres a esa máquina.
—Debemos aprovechar bien estos momentos que nos quedan, esperaba que quisieras irte de vacaciones conmigo, antes de que parta.
—¿Cómo me voy a ir de vacaciones, si estoy de luto? ¿Pensaste que podría entender que decidiste dejarme?
—Es cierto, es muy difícil de entender. Yo no sé en qué estaba pensando, pero la alternativa era no decirte nada hasta el minuto final, y pensé que debías saberlo.
—Lo agradezco, pero no te entiendo. Tú mismo me has dicho montones de veces que aún no está comprobado que haya una forma de volver.
—Sabes que nuestros cálculos son aproximados, pero con errores muy cercanos al cero.
—Muchas veces he visto las fórmulas que escribes en tu pizarra. Muchos cálculos divididos por infinitos. Pero lo que yo sé es que si divides algo por infinito no llegas al cero, solo tiendes a él.
—Siento como si ya hubieras dicho estas palabras. Es un déjà vu.
—Seguramente, en algún lugar de tu mente ya sabías lo que diría.
Al salir del teatro, se dirigieron a una confitería para intercambiar comentarios con sus amigos más cercanos.
—Debemos pedir a las autoridades del teatro que repongan más seguido las óperas de Verdi. Nada las iguala a otros espectáculos; sobre todo, nada conjuga tan bellamente la suma de artes que se manifiestan en escena –comentó Juan.
—Yo prefiero el cine, lo saben, pero reconozco que el espectáculo fue magnífico –repuso Sofía.
—El cine, por su lejanía, no me hace creer lo que muestra –volvió a intervenir Juan.
—A mí me pasa exactamente lo mismo con el teatro; no logro conmoverme con los actores que están casi gritando para que la platea escuche –opinó Sofía de mal talante.
—Amigos, les propongo un brindis: por Verdi, por los actores y por la vida –intercedió Esteban.
—Brindemos.
De regreso al departamento, Sofía intentó no tocar el tema del viaje. Sabía que no había más que un argumento y ya lo había usado. ¿Qué sentía ese hombre por ella?
—¿Me amas?
—Sabes que te amo desde que te pintaste la cara con el bolígrafo roto que te presté.
—Sabías que mordía los extremos de los bolígrafos; así y todo, me lo diste.
—¡No sabía que estaba roto!
—Te gustó mi cara de payaso. Nunca te conté que, cuando niña me disfracé de payaso para animar una fiesta.
—Sí, me lo contaste.
—No, amor, nunca te lo había contado.
—Alguna vez lo mencionaste.
—No, nunca, es una de las cosas que guardo con más cuidado para que nadie pida una foto.
—Juraría que me lo habías contado.
—No, cariño, estoy segura de que no. Es más, no sé por qué decidí contártelo ahora, será que…
Ella se acomodó en el sillón, contra su pecho, y lloró las lágrimas que venía conteniendo desde hacía unos días.
Al día siguiente, Sofía se levantó temprano, lo suficiente para preparar un buen desayuno con café, tostadas, jamón, queso y mermelada. Era un desayuno de los que ella llamaba “para despertar dormilones”. De pronto, escuchó en la habitación un ruido extraño. Se acercó despacio pensando que Esteban aún dormía.
—¿Qué es esto? –preguntó en medio de risas.
—Anoche soñé con estos autos y apenas me desperté no pude dejar de buscarlos.
—¿Dónde estaban?
—En la caja de cartón a cuadros.
—Cuéntame tu sueño...
—Estaba realizando un experimento, no sé bien qué, pero en ese experimento aparecía uno de mis autos de colección. Tomaba la velocidad con un cronómetro de ultraprecisión. Lo curioso es que el cronómetro no se movía. Yo pensaba que se había descompuesto. Entonces entraba mi madre con un juego de Legos y me decía que los ladrillos estaban diseñados con una precisión de un nanómetro. Pero yo discutía con ella, porque no podía ser que los juguetes fueran tan precisos.
—Entonces el sueño no terminó siendo muy feliz.
—No.
—Y, ¿qué querías hacer con estos autos?
—Nada, tal vez, asegurarme de que habían existido.
—Dime, ¿ya fijaron el momento de reingreso?
—No, todavía están discutiendo sobre eso. Lo más probable es que sea en un pasado no muy distante.
—Claro, entonces conviene que todo lo que pase de ahora en más sea lo más agradable posible.
—Has entendido.
—Sí, entiendo muchas cosas, aunque no todas. Preparé un buen desayuno, ¿vienes?
—Sí, amor.
El zapatero que tenía su local a pocos metros de la entrada del edificio había cambiado la lona del toldo corredizo. La panadera de la esquina seguía sacando en una ensaladera restos de pan para las palomas. El oficial de la garita de seguridad comía un sándwich, seguramente de salame, tratando de no perder de vista a los transeúntes que se acercaban a la zona vigilada. Las hijas de la vecina caminaban hacia la escuela empujándose una a la otra y a la más baja se le caían los libros. Los árboles perdían las flores de verano haciendo que las veredas quedaran alfombradas. El cielo estaba azul, sin nubes. Hacía calor, cada vez sería más agobiante el día. Poca gente caminaba por la vereda, solo pasaba un auto, y esa sensación de que estaba obligada a guardar en su memoria cada detalle de lo que observaba la estaba molestando tremendamente. ¿Por qué no podía solo vivir con esa indolente inconsciencia de siempre, cuando las cosas pasan, no importa cuán importante sean para otros, con la importancia que uno les asigna de costumbre? ¿Me importa si el zapatero cambió su toldo? ¿Por qué ha de ser un hito en mi vida un sándwich de salame? ¿Por qué he de vivir estos próximos días pensando que si dejo escapar algo estaré perdiendo parte de lo que resta de su vida? ¡Por qué tiene que ser tan egoísta!
Llegó a la oficina con los nervios de punta, se dirigió a su escritorio, pero olvidó marcar el ingreso en el lector de huellas.
—Hoy no viniste –le dijo Clara, su compañera.
—¿Qué?
—Que hoy no viniste, no marcaste.
—Claro… no es la primera vez que me ocurre en esta semana.
—¿Qué te pasa?
—Nada, no importa. ¿Trajeron los expedientes?
—Sí, pero no todos, siempre falta algo. La Colorada es la única que tiene todo ordenado, pero se fue de vacaciones. Los otros zánganos no pierden la cabeza porque la tienen puesta.
Esteban ingresó en el laboratorio. No dejaba de pensar en su sueño. ¿Por qué lo angustiaba la lectura del cronómetro? Si no se movía, eso significaba que la velocidad alcanzada por el auto era superior a la velocidad de la luz. ¡Qué ridículo! De ser así, el auto debía haber desaparecido. Pero seguía allí. Entonces lo supo: el experimento que habían realizado con materia no había llegado a todas las conclusiones posibles. ¿Podía ser que la materia se trasladase, pero dejara en su lugar un espacio que se cubría instantáneamente por antimateria? Eso no parecía muy probable, dado que, si hubiera antimateria lo suficientemente cercana, se habría anulado en