Pensemos en el caso de John Muhammad y su pequeño amigo Malvo, los «francotiradores» asesinos en serie que actuaron en el área de Washington D.C., en el otoño de 2002. Millones de ciudadanos, literalmente, en varios estados, alteraron su comportamiento diario porque el «francotirador del Beltway»1 aún no había sido detenido. Muchos automovilistas dejaron de repostar en gasolineras de autoservicio y sólo iban a las que tenían dependientes para no tener que salir de su vehículo. Los consumidores corrían literalmente desde sus vehículos a las puertas de las tiendas y, tras efectuar las compras, corrían de vuelta. Los acontecimientos deportivos infantiles fueron restringidos, así como un sinfín de actividades cotidianas. Esto no era un comportamiento racional, sino un miedo irracional e incontrolable; una fobia.
Posiblemente estemos viviendo la época más violenta en tiempos de paz. El índice de homicidios no se dispara gracias a la tecnología médica, pero el índice de agresiones con arma blanca o de fuego, el indicador de la frecuencia con la que intentamos matarnos o lesionarnos de forma grave los unos a los otros, puede que esté en su nivel más alto en tiempos de paz. Esto es cierto respecto de todas las principales naciones industrializadas del mundo y, sin embargo, la violencia es increíblemente poco frecuente. El índice de agresiones con arma blanca o de fuego en los Estados Unidos es de sólo cuatro por mil al año. Eso significa que 996 de cada 1.000 estadounidenses pasará un año sin que nadie intente infligirle algún daño físico serio. Cada día, trescientos millones de estadounidenses se topan los unos con los otros, pero el estadounidense medio vivirá toda su vida sin que nadie intente cometer una agresión criminal contra su persona.
Cuando sufrimos la violencia en nuestras carnes, el efecto es devastador. Nos hace añicos. La mayoría de nosotros esperamos que cualquier perro desconocido que nos encontremos muerda. Igualmente, la mayoría de nosotros esperamos que las serpientes nos ataquen. Es lo que se supone que hacen. Pero no esperamos que uno de los millones de ciudadanos con los que interactuamos a lo largo de una vida corriente nos intente matar. Simplemente, no podemos vivir una vida con la expectativa de que cada ser humano con el que nos encontramos pueda intentar matarnos.
Así que, cuando alguien realmente intenta matarnos, simplemente es algo que no es correcto y, si no vamos con cuidado, puede destruirnos. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (dsm por sus siglas en inglés), la «Biblia» de la psiquiatría y psicología, señala específicamente que, todas las veces que el factor causal de un estresor es de naturaleza humana, el nivel de trauma normalmente resulta más agudo y duradero. Por el contrario, el dsm señala que el trastorno por estrés postraumático no es frecuente y, de darse, resulta leve si es en respuesta a un desastre natural o a un accidente de tráfico. Es decir, cuando el que causa nuestro miedo, dolor y sufrimiento es otro ser humano, nos hace añicos y nos destruye por completo.
Sin control alguno, el estrés extremo es un carnívoro emocional y físico. Mastica con hambre a tantos de nuestros agentes de policía con sus colmillos afilados como cuchillas y lo hace de forma subrepticia y silenciosa en todas las parcelas de sus vidas. Afecta a su rendimiento en el trabajo, a sus relaciones personales y, a la postre, a su salud. Durante la primera y segunda guerra mundial y en la guerra de Corea, el número de soldados retirados de primera línea por causas psiquiátricas fue mayor que el número de muertes en combate.
El estrés del combate debilita a más guerreros que el número de los que mueren en combate. Es en este entorno tóxico, corrosivo y destructivo de la fobia humana universal en donde pedimos a nuestros soldados y policías que vivan, y que mueran. Es el terreno del combate.
Moviéndose ante el sonido de las armas
No hay que temer a la muerte. La muerte, con el tiempo, nos llega a todos. Y todos los hombres están asustados en su primera acción. Y si uno lo niega, es que es un maldito mentiroso. Algunos hombres son cobardes, sin duda, pero luchan igual o, de no hacerlo, les cae la de Dios es Cristo.
El héroe de verdad es aquel que lucha a pesar de estar asustado. Bajo fuego, algunos se sobreponen a su miedo en un minuto; a otros les lleva una hora; para algunos es cuestión de días; pero un hombre de verdad nunca dejará que el miedo a la muerte domine su sentido del honor, su sentido del deber, a su patria y a su hombría.
General George Patton
Dado que los policías y los soldados se adentran en la fobia humana universal, moviéndose intencionadamente en este terreno en el que otros seres humanos intentarán hacerles daño o matarlos, resulta vital que entiendan la naturaleza del terreno y que entiendan el combate.
Cualquier otra criatura racional y en su juicio sobre la faz de la tierra huiría ante el sonido de la armas. Unos pocos valientes se arrastran para atender a los heridos y puede ser que unos pocos enajenados se arrastren para tomar fotos. Pero, en general, cuando hay disparos y los cuerpos caen, cualquier otra criatura racional en su sano juicio sale corriendo por patas. Los conejos y los estudiantes, los profesores y las gacelas, y los abogados y las cucarachas, todos se esfuman.
Ahora bien, el bombero, el paramédico e incluso el periodista puede ser que se adentren ante el sonido de las armas, pero no tienen ninguna intención de enfrentarse con el ser humano que está provocando el estruendo. Solo hay un individuo que hace eso: el guerrero. Mientras cualquier otra criatura huye, el guerrero va a doscientos por hora para llegar a un tiroteo.
Loren Christensen cuenta que respondió a un incidente en el que un hombre, armado con una escopeta, estaba en el piso doce de un edificio de oficinas. El parte señalaba que ya había matado a una persona y ahora estaba acechando en el pasillo. Tras sufrir los empujones de la masa histérica que huía, Christensen, dos agentes y tres paramédicos entraron en un ascensor del vestíbulo. Mientras ascendían al horror que les aguardaba, los agentes decidieron un plan rápido para salir del ascensor y adentrarse en el pasillo. Los paramédicos no hicieron ningún plan, sino que se mantuvieron pegados contra la pared del ascensor con una expresión que indicaba que hubieran deseado haberse quedado esperando en el vestíbulo. Cuando las puertas se abrieron de pronto, los paramédicos decidieron sabiamente quedarse atrás, apoyados con más fuerza contra la pared. Los policías, por el contrario, salieron de inmediato del ascensor en busca del asesino.
¿Hay algo que no funciona con esta gente? No, hay algo gloriosamente correcto en ellos. Porque, si no tuviéramos guerreros, hombres y mujeres dispuestos a avanzar en dirección al sonido de las armas y dispuestos a enfrentarse al mal, en el intervalo de una generación muestra civilización dejaría de existir.
Es una cuestión personal
Todo el infierno se desatará por esto.
Shakespeare
Enrique V
Para entender por qué la agresión humana interpersonal es tan tóxica, permíteme primero que te pida que consideres dos escenarios. En el primer escenario, un tornado arranca tu casa y te envía a ti y a tu familia al hospital. En el segundo escenario, una banda entra en medio de la noche, os propina una paliza a ti y a tu familia tan brutal que termináis en el hospital y además os queman la casa hasta los cimientos. En ambos casos, el resultado último es idéntico: te has quedado sin casa y tú y tu familia estáis en el hospital. Entonces, ¿cuál es la diferencia?
Cada vez que hago esta pregunta en presentaciones por todo el mundo, el público contesta lo mismo: el tornado es un acto de la naturaleza; pero cuando es obra de una banda, es una cuestión personal. «¡Es una cuestión personal! Voy a darles caza y matarlos como a perros.» ¿Alguna vez has oído a alguien responder así sobre un tornado?
El ataque de la banda convierte el acto en personal, con el énfasis en la palabra «persona», en el sentido de humano. Procesamos la agresión humana interpersonal de una forma completamente diferente. No es el miedo a la muerte. Todos sabemos que moriremos,