Cosas que pasan. Federico Caeiro. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Federico Caeiro
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878646091
Скачать книгу
es tan fuerte. Se sintió en la obligación de transmitir a los demás lo que aprendía, en hacerles el bien diciéndoles qué les convenía y qué no.

      Así, una mañana le dijo al piletero que una acumulación excesiva de lípidos en la sangre puede contribuir a obstruir las arterias, por eso es necesario reducir en nuestra dieta el consumo de grasas saturadas y analizar los niveles de colesterol y triglicéridos –que no superen los 150 mg/dL–. Se considera que hay un nivel demasiado alto (hipercolesterolemia) cuando el nivel total de colesterol supera los 200 mg/dL. Cuando quiso empezar a hablarle del LDL, el colesterol malo, se dio cuenta de que estaba hablando sola –conocía muy bien esa situación–; el piletero estaba pasando el limpiafondo en la otra punta de la pileta.

      Una noche invitó a una prima a comer; la dieta mediterránea fue el único tema:

      –Según los últimos estudios, es la mejor para proteger nuestro corazón, ya que es pobre en grasas y rica en alimentos como las legumbres, el pescado o el aceite de oliva, todos ellos beneficiosos para el corazón. Además, el consumo de frutas y verduras disminuye el riesgo cardiovascular, mientras que una ingesta continuada de grasas trans y saturadas incrementa las posibilidades de padecer una enfermedad cardíaca. Su prima siguió simulando interés mientras devoraba un helado de dulce de leche y chocolate.

      –Hay que hacer ejercicio intenso con regularidad; mejora la circulación, favorece el buen funcionamiento del músculo cardíaco, contribuye a disminuir la presencia de glucemia y colesterol LDL y revierte el proceso inflamatorio de las arterias –le dijo a la hermana mayor de su segundo ex marido, que se había fastidiado un poco creyendo que se lo decía por los kilos de más que tenía.

      Comprendió que hacer visible su enfermedad ayudaría a los demás. Imbuida de una profunda generosidad, decidió masificar su saber; conocimientos que se agigantaban con el pasar de los días. En su Facebook subió frases como la Guanábana o la fruta del árbol de Graviola es el anticancerígeno más poderoso del planeta. Es un producto milagroso diez mil veces más fuerte que una quimioterapia y no quieren que lo sepamos porque si no las grandes cadenas de medicamentos dejarían de vender sus macabros productos… o Gracias por hacerme acordar cuáles son las tres peores cosas para las arterias y el corazón: sal, pan y manteca, las pondré como protector de pantalla.

      Se volvió un poco cursi, pero lo cierto es que cuanto más variado es el arco iris de alimentos en el plato, más son los nutrientes que se incorporan. Verdades de perogrullo, como los lácteos son para el lactante, la vaca no come leche, come pasto crudo, se convirtieron en muletillas que usaba y abusaba. Empezó a hablar de superalimentos desconocidos para el vulgo –spirulina, maca, goyi, gomasio, algarroba– ¡Y se los comía!

      Le llenaron los posts de likes. La gente necesita que la cuiden. Y quién mejor que ella para hacerlo.

      Empezó a transformarse. Utilizaba purgantes naturales. Se obligaba a largos rituales de lavado hirviendo previamente el agua. Ayunaba tres veces por semana para eliminar toxinas y depurar el hígado. Aprendió cuál era la hora exacta para evitar que la comida engorde. Un café descafeinado con leche deslactosada, poca margarina de canola y algún arroz integral los jueves, eran los máximos placeres que se permitía. Dejó de comer carne picada, el síndrome urémico hemolítico se daba en niños y ella seguía sintiendo una niña en el fondo de su corazón. Empezó a tomar dosis industriales de calcio y vitamina D, tenía terror a la osteoporosis.

      Se tomaba el pulso y la temperatura varias veces al día.

      Los blísteres de los muchos remedios que tomaba produjeron en Esculapia Agripina un efecto compulsivo. No los de dos capas de aluminio superpuestas, esos que vacíos parecen un profiláctico usado; a esos los doblaba sobre sí mismos hasta que era imposible un nuevo pliegue y los tiraba a la basura. Las finas láminas de aluminio abiertas, desgajadas, sufriendo por el comprimido que se fue, la ponían mal.

      Los blísteres ocupaban mucho lugar, a medida que los iba usando, cortaba los espacios inútiles. Al principio, lo hacía cuando había consumido la mitad de los comprimidos. Después, empezó a cortarlos apenas sacaba uno. Más bien recortarlos. Los agujeros vacíos imploraban por un corte perfecto. No soportaba que quedaran puntas lacerantes. Era como hacerles la manicura, ¿o se llamará blistericura? Y debía hacerlo apenas sacaba el comprimido. El blíster no podía esperar.

      El hábito la tomó de la mano y la llevó, sin que tuviera conciencia alguna, dónde él quiso.

      Al principio, la cuestión pasaba por cómo sacaba los comprimidos. Ponía el blíster vertical, con los comprimidos mirándola. En el reverso, el nombre del producto debía leerse de abajo hacia arriba. Empezaba consumiendo el comprimido de arriba a la izquierda, seguía con el de la derecha, después bajaba al de la izquierda de la segunda fila y así zigzagueaba en prolijo descenso hasta que el blíster estuviera vacío, momento en el que iba a parar a una vieja lata de galletitas Lincoln, que por años no les había encontrado utilidad. Tenía varias en su casa, latas sarcófagos llenos de blísteres enteros. Y no es por una cuestión ecológica que no las tirara, no era de separar ni de reciclar. Antes de que esos blísteres llegaran a su morada final jugaba horas con ellos. Sacaba los restos de las tapitas y después hundía y levantaba las cavidades vacías, hasta que el plástico, ajado, perdía su consistencia.

      Los trozos de los blísteres recortados también descansaban en latas, pero de galletitas Manon. La ventana circular del frente de las latas le permitía constatar que descansaban en paz.

      Le costó encontrar la tijera ideal para cortar las finas láminas de aluminio y plástico termosellados. En una vieja ferretería industrial compró una de hojalatero, pequeña, de color rojo, que trozaba el material en sentido curvo hacia la izquierda, ideal para los despuntes. Intentó hacer figuras, pero su destreza manual sólo le permitió incursionar en el mundo de las letras; así, cortando huecos vacíos, el blíster adquiría la forma de la C, la E, la F, la J, la L, o una P medio trucha. A la anodina I nunca la intentó, su confección no suponía ningún desafío. Que la mayoría de los blísteres tuvieran sólo dos hileras de pastillas no le permitía incursionar en letras más seductoras, como la M o la T.

      Había llegado a comprar remedios que no iba a tomar pero que venían en blísteres de tres o más filas. Su imaginación volaba mientras el bolsillo adelgazaba. Varias veces, al ir recortando, se encontró con que el nombre del medicamento había desaparecido. Así, el Tamoxifeno no le curaba la gripe ni el Ibuevanol le sacaba la acidez.

      Antes usaba cualquier tijera común. Terminó desafilándolas a todas. La de hojalatero que compró tiene cuchillas de acero al carbono que no se desafilan y corta rápido, sin hacer sufrir el blíster. Además, no hacía ruido al cerrarse, ya que el tornillo axial tenía una silicona especial.

      Un día, un dolor punzante en el metatarso, cerca del 2º o 3º espacio interdigital, la llevó al médico. Se ilusionó cuando mediante la maniobra de Mulder le descubrieron un neuroma de Morton. No sabía qué era, pero lo de neuroma la excitaba.

      Excitación que se desvaneció cuando el médico le explicó que técnicamente la denominación más correcta es neuritis de Morton, ya que es impropio llamarlo neuroma porque no es un tumor. Su decepción fue total cuando le dijeron que con dos días de antiinflamatorios ya no tendría más dolor.

      Vivía pendiente de todas las señales que su cuerpo le daba. Se pasaba horas frente al espejo estudiándose, buscando descubrir cualquier modificación apenas esta apareciera. Su esperanza se centraba en la posibilidad de descubrir nuevas dolencias. Tenía miedo de que eso que sentía fueran sólo síntomas. Deseaba que el médico de turno le confirmara que tenía algo, no importaba qué.

      Comenzó a centrar su atención en las funciones biológicas y fisiológicas básicas, pensando en ellas como fuentes de seguras enfermedades. ¿Qué otras enfermedades estarían ocultas, acechándola detrás de los signos corporales más ínfimos?, ¿cuál sería su enfermedad? Así, un día se despertó con la impresión colesterosa de que su aorta se había convertido en un caño de acero obstruido por el óxido. Cuatro estudios, en distintos centros de imágenes, fueron necesarios para demostrarle que no era nada.

      Contrató una segunda medicina prepaga