Cosas que pasan. Federico Caeiro. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Federico Caeiro
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878646091
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prepararme comidas saludables–; –ya estoy demasiado grande y me aburre hacer gimnasia–.

      Fue el último en subir al avión. Mostró su pasaje de clase ejecutiva a la azafata y se dirigió a su asiento. Había elegido uno de la última fila, no quería volver a pasar por la experiencia de pasar golpeando con sus adiposidades bamboleantes a los demás pasajeros ya sentados.

      Se sentó pesadamente: su cuerpo encajó a presión en el amplio asiento. ¿Achicaron también los asientos de business?, qué miserables, ya no saben qué hacer para ganar más guita.

      Sacó del bolsillo unas toallas húmedas perfumadas. A partir del momento en que había engordado se había vuelto un obsesivo de los olores. Se las pasó por la frente… y desabrochándose dos botones de la camisa, por los sobacos y por debajo de las tetillas.

      Llamó a la azafata.

      –¿Me podría dar un alargue para el cinturón de seguridad?

      El alargue que le llevaron le quedó corto.

      –¿Dónde guardaste el cinturón especial? –preguntó la azafata a una compañera a viva voz. Todo el pasaje se enteró de la cuestión.

      Luego de unos minutos la segunda azafata apareció con el cinturón, que con el largo suficiente se perdió entre sus adiposidades.

      El avión estaba por despegar. Otra azafata pasó a su lado.

      –¿Tiene el cinturón ajustado?

      –Sí –le contestó con sequedad.

      –No lo veo, por favor póngase el cinturón –le pidió con amabilidad.

      –Acá está –dijo, levantándose el abdomen.

      –Perdón señor –dijo la azafata, sonrojándose y ahogando la risa al mismo tiempo.

      –¿El señor va a comer pollo, carne o pescado?

      –Todo.

      –Debe elegir uno solo menú.

      –Pagué business para comer lo que quiera, así que por favor tráigame los tres platos. Y una botella de vino tinto.

      Nunca tuvo empacho en dar rienda suelta a actitudes patológicas frente a la comida. Comía de forma compulsiva –devoro cuando estoy angustiado, no puedo parar de comer–.

      Con el postre tomó una pastilla fosforescente. Pidió dos frazadas y se tapó, pero no alcanzaron. Pidió una tercera. Todo tapado, se durmió casi al instante.

      Se despertó cuando estaban sirviendo el desayuno.

      –¿Jugo o café? ¿tostadas o medialunas?

      –Jugo y café. Tostadas y medialunas.

      Esta vez la azafata no comentó nada.

      Apenas terminó de desayunar tomó una pastilla rayada.

      Intentó levantarse, pero no pudo. Estaba encajado en el asiento. Las horas y el sudor habían hecho una suerte de efecto succión que lo adhirió al asiento.

      Llamó a la azafata que le extendió la mano. La agarró y quiso impulsarse, pero lo único que logró fue atraer a la azafata que cayó sobre él.

      –¿Por qué no utiliza el respaldo del asiento de adelante que está vacío para ayudarse?

      La azafata pasó su brazo bajo la sudorosa axila e intentó levantarlo, al tiempo que el obeso hizo palanca con el codo en el apoyabrazos y se apoyó en el respaldo del asiento delantero. Un sonoro ruido hizo que varios pasajeros miraran sobresaltados y vieran cómo el respaldo del asiento caía al piso.

      Logró incorporarse.

      Se dirigió al baño. Cada ida era un enorme esfuerzo. Sincronizaba sus deposiciones con un poderoso y casi instantáneo laxante. No fuera a ser que le vinieran las ganas en algún lugar no apto.

      Empujó la puerta tijera y quiso entrar, pero no pudo. Sus rollos lo trabaron en el marco de la puerta.

      –¿Me ayuda por favor? –le dijo a un señor fornido sentado en la primera fila de económica.

      –¿Cómo va a salir después?

      –Todo lo que entra sale, así que no se haga problema.

      El pasajero le dio un empujón y el obeso entró. Se apoyó en la esquina y cerró la puerta.

      Cinco minutos después una azafata golpeó la puerta.

      –Estamos descendiendo, vuelva a su asiento.

      –Ya voy.

      Trabajosamente se limpió. Odiaba el esfuerzo supremo que debía hacer por no tener un potente bidet como el que tenía en su casa que le aseguraba el acceso a los lugares más recónditos. Apoyándose en la mesada del baño se incorporó. La panza impidió que la puerta tijera se abriera.

      Llamó a la azafata.

      –No puedo salir… –dijo susurrando.

      La azafata intentó plegar la puerta, pero no pudo. Pidió ayuda al señor fornido de la primera fila.

      –Es un gordo boludo, le dije que no iba a poder salir –dijo, refunfuñando.

      Los intentos de ambos fueron infructuosos, la enorme panza que impedía que la puerta tijera se abriera se convirtió en un obstáculo insalvable.

      –Ya estamos por llegar, va a tener que aterrizar en el baño –le dijo la azafata, que fue a sentarse junto a una compañera.

      –Vamos a tener que bajar con el gordo en el baño, no lo pude sacar.

      –¿Y si le pasa algo?

      –¿Qué le va pasar? Entró a presión… todo el baño es su cinturón de seguridad.

      Una vez que el avión aterrizó y los pasajeros bajaron, ingresaron dos empleados de la aerolínea.

      Desarmar el marco de la puerta les llevó tres minutos, sacar a El gordo, unos quince.

      Llegó a su casa pasadas las once de la noche. Había sido un día agotador. Necesito una buena ducha de agua caliente, pensó.

      Fue al baño. Todo estaba hecho a su medida, sus rollos no rozaban con nada y, junto al inodoro reforzado y el bidet de alta presión, manijas fuertemente amuradas a la pared le servían para incorporarse. Abrió la puerta de la mampara y se metió en la ducha.

      Prendió el agua caliente y levantándose uno por uno los pliegues, dejó que esta recorriera cada uno de sus recovecos.

      ¡Ahh, qué bueno, esto es vida!

      Se quedó largo rato retozando bajo el agua caliente.

      Empezó a masturbarse pensando en la azafata –la ataba con el cinturón especial a una cama redonda–, con indiferencia, sin fantasías ni expectativas.

      No se preocupó una vez más por no poder acabar, más tarde contrataría a una profesional. Unos minutos por semana en compañía de una mujer solícita le bastarían para sentirse feliz, a él, que alguna vez creyó necesitar una esposa, un matrimonio, un hogar.

      Cerró las canillas, y sin secarse se puso una bata de fino algodón robada en algún hotel cinco estrellas. Pasó por la heladera donde siempre había un kilo de helado de banana split esperándolo y fue a su cuarto. Se desplomó en la cama King reforzada, se acomodó entre los mullidos almohadones y encendió la tele en el canal de deportes.

      Por ese palpitar

      Imagina que estás enfermo del estómago, con unas nauseas realmente intensas… ahora, imagina que es todo tu cuerpo el que se siente así, imagina que todas las células de tu cuerpo, se siente así de mal, enfermo, intolerablemente enfermo. Sin oportunidad de vomitar sin aliviar la sensación… es en donde te das cuenta que la cosa mala eres tú… tú mismo eres la enfermedad… ahora te das cuenta de ello.