La invención y el olvido. Uriel Quesada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Uriel Quesada
Издательство: Bookwire
Серия: Sulayom
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789930595022
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molesto? –dijiste a bocajarro.

      —Es muy tarde en la noche y me estás llamando, fantasma. ¿No debería sorprenderme?

      —¿Estás con alguien?

      Yo no me había despertado por completo. Estiré el brazo para palpar el otro lado de la cama, luego contesté que sí, pero que no importaba. Vos te disculpaste, pero no ofreciste colgar ni volver a llamarme a horas más normales.

      —Estoy otra vez en West Virginia, en las montañas.

      —De ahí nunca te fuiste, querido. Has estado cantando por años con esa experiencia en la cabeza. ¿Para eso me estás buscando? ¿O vas a decirme cuánto me extrañás? No te lo creería de todas formas, hace ya mucho tiempo que vos no sabés de mí. Yo sí me entero por tu página de Facebook, por Twitter, aunque supongo que vos no les escribís a tus fanáticos.

      —Uriel, escúchame, no me des sermones. Volví acá sin anunciarme, no sé, pensando en el mito del hogar perdido pero siempre de puertas abiertas, a la espera de mi regreso. Algo ha pasado, por eso te llamo. Cuando hace treinta años el dinamitero hizo lo que hizo en el primero que pensé fue en ti, ¿te acuerdas? Busqué un teléfono, te pedí consejo pero al final no lo seguí.

      —Le hiciste caso al miedo y no te quedaste con quienes llamabas “tu gente”, y más bien desapareciste en medio de la confusión que creó la muerte del dinamitero. Sí me acuerdo. Decidiste perdernos a todos: A Jacinto Vaca, a la tal Dolores, a mí…

      —Yo no decidí nada, las cosas pasaron por sí mismas. ¿Uno decide a los veintitantos? Hoy he regresado y lo primero que encuentro es un trailer donde se ha cometido un suicidio. En la casa de Jacinto solo estamos él y yo, la gente del pueblo ha desaparecido.

      —Sos un cabrón con suerte, querido. Los generosos dioses te están dando la oportunidad de cerrar un círculo, de reivindicarte. Vas a poder retomar lo que quedó incompleto hace treinta años, hacer lo debido, recuperar la paz. ¿No me hablaste una vez en un mensaje de esos deseos?

      Creo que susurraste un “sí, estoy de acuerdo”, y colgaste antes de que yo pudiera preguntarte nada de tu vida o que me dieras permiso de hablar de mí. Seguías siendo un adorable hijueputa, pensé, ni siquiera me habías preguntado cómo estaba. Y aunque pretendí dormir no lo pude hacer. Y preferí aguantarme las ganas y no llamar para preguntarte qué hiciste al final. Supuse que fuiste a recoger tu mochila y tus muchos estuches, caminando de puntillas para que Jacinto Vaca no se diera cuenta de que te marchabas otra vez, ahora para siempre. Si te recuerdo bien, la ingenuidad probablemente te jugó una mala pasada y no escuchaste al viejo decir tu nombre y agradecerte el haber venido a visitarlo en circunstancias tan tristes.

      En esos lugares vacíos de alegría, quien camine por las calles de madrugada producirá a la vez un gran ruido y un terrible silencio. El ruido lo oirán quienes están a la espera de algo: un regreso, un recuerdo, un temor… el silencio acunará a la resignación o al cansancio sin esperanza. Vas a irte, pero dando un rodeo, confiando que nada ha de pasarte durante el largo descenso hasta el pueblo al pie de la montaña, donde en cualquier momento pasará el autobús que te ha de liberar del presente, no así del pasado. Sin proponértelo, vas a llegar al cruce de trenes donde el dinamitero, hace casi treinta años, decidió que todo estaba hecho, pues Jacinto tenía sus canciones y Dolores te tenía a vos. Sobre todo le angustiaba la posibilidad de que su hija continuara atrapada en el círculo de los mineros, pero con vos ahí, el rebelde citadino, tarde o temprano emigraría a un lugar definitivamente mejor. Llegó al cruce y dejó pasar el convoy. ¿Cuántos vagones? El ojo común y corriente nunca lo sabe, cuenta la distancia en tiempo, y esa noche fueron casi cuarenta minutos. Luego acomodó la camioneta justo en medio de las vías e hizo explotar la dinamita.

      En ese cruce de trenes no había vestigios de ninguna tragedia, pero sentiste que todo te reclamaba, desde la vieja barrera de aguja hasta los arbustos jóvenes y sus sombras. Dejaste pasar un convoy invisible, te detuviste en mitad de la vía y la noche te permitió imaginar al joven que desde el porche de los Vaca oyó una explosión mientras se preguntaba qué hacer con su vida. Lo viste con todas sus dudas, al borde de encontrar en la tragedia del dinamitero la oportunidad para marcharse en busca de sí mismo. Tu recuerdo lo dejó en el porche: dulce muchacho, ingenuo y egoísta.

      Pocos minutos después, decidido a no pensar más, tomaste camino hacia la salida del pueblo. Inevitablemente había que cruzar frente al lote de trailers. Le diste una rápida mirada al lugar donde la vieja se había quejado con vos de la desconsideración de los suicidas. La cinta amarilla colocada en la tarde por la policía estaba rota, como indicando que el camino estaba libre para quien quisiera tomar posesión de aquellos restos.

      La máquina de la memoria

       Dreams allow me to question this place where I am,

       this sheet of paper I see, this hand I hold out.

       Michel Foucault,

      Jueves 6 de julio de 1994, 7:08 a.m.

      Primero me dijo que hoy era su cumpleaños. “Las seis de la mañana del día más importante del año para cualquier individuo, y aquí me tiene pidiéndole ayuda”. Yo hice lo posible por tranquilizarlo. No había nada malo en ello, le contesté, y el estar aquí a esta hora y en este día es una casualidad, ¿no le parece? “Solamente puedo verlo camino al trabajo”, pareció disculparse, aunque yo sospechaba que no era cierto. Muchos de mis pacientes preferían sus citas a deshoras simplemente porque les daba vergüenza. Aunque el ventanal del consultorio solamente me identifica como médico general, todos en Cartago –en el país entero, diría más bien– sabían que los pacientes venían por la hipnosis, el último recurso en ciertos casos. Pues bien, le dije, feliz cumpleaños. Pero él llevaba tiempo sin ser feliz y nadie sabía qué hacer. “Imagínese, doctor, a los 32 años tengo ya una carrera exitosa, suficiente dinero para viajar o incluso darme gustos como venir a verlo a usted a las seis de las mañana. No me faltan amigos ni aventuras sentimentales, quizás no tengo familia simplemente porque no he encontrado a esa persona especial. Muy egoísta, ¿no? Y estoy mal… como si fuera culpable de algo que no ha ocurrido”. Yo le respondí que estaba bien, evidentemente en todo ese esquema algunas cosas no eran tan perfectas. “A pesar de todo, soy una buena persona”. Le pregunté si tenía motivos para dudarlo. “Por eso estoy aquí a esta hora, porque lo dudo. ¿Es posible que alguien haya cometido un crimen sin saberlo? ¿Se puede olvidar un crimen, por ejemplo?”. Entonces, dije yo, quiere explorar si su pasado está relacionado con ese sentimiento de culpa. Y él me dijo que sí, que le ayudara a descubrirlo. También me pidió que no escribiera nada, como lo acostumbraba hacer. ¿Cómo lo supo?, dije sorprendido. Se encogió de hombros como lo hacen los niños. Le expliqué que eso era imposible. Yo recibía a muchísimas personas todos los días, y necesitaba mis notas para orientarme. Me resulta más fácil recordar situaciones, me expliqué, los nombres se me escapan. “No me gusta el nivel de detalle de sus escritos. Tampoco que lo haga como un cuento en lugar de apuntes esquemáticos o un reporte tipo, ‘Paciente X, edad Y, síntomas…” Le pregunté cómo sabía esas cosas si mis cuadernos de apuntes eran completamente confidenciales. Los guardaba en una caja fuerte a la cual nadie, excepto yo, tenía acceso. “Yo lo sé todo, doctor. No sobre usted sino sobre alguien muy parecido a usted. Creo que ese es uno de mis problemas”.

      Jueves 13 de julio de 1994, 7:15 a.m.

      Para algunos pacientes, la terapia de hipnosis es un gozo. Se dejan ir, son dóciles, nos abren todas las puertas a los hipnotistas. Por esos pacientes también, el establishment médico desconfía e incluso nos detesta. Muchas personas me han contado que sus doctores les recomiendan nunca hacer hipnosis. Afirman que no hay resultados científicamente probados, pero de inmediato advierten del peligro de que los hipnotistas podamos meterles ideas a los pacientes. Lo que se presenta como un dilema ético es, a final de cuentas, un asunto de poder. ¿Quién dice que un psiquiatra o un psicólogo no impone sus ideas en la mente (y el corazón) de quien lo visita? Cuando alguien viene a verme usualmente ya ha pasado por muchas sesiones de terapia regular sin haber logrado el menor alivio. Somos personas como yo quienes les permitimos a quienes sufren llegar