Traducir la identidad
hace algunos años en París, en un pequeño teatro cercano a la Ópera, asistí a una representación de El sueño de d’Alembert de Diderot que me dejó desconcertado. La adaptación teatral la había realizado Jacques Kraemer en colaboración con Jean Deloche. Había leído por primera vez, a los dieciocho años, este diálogo del philosophe en su traducción japonesa. Más adelante, a los veinte años, leí el texto original. Desde entonces, lo he releído varias veces. Ahora bien, qué sorpresa descubrir de pronto a los cincuenta y tres años que siempre me había engañado en lo tocante al sentido que había que dar al texto. A pesar de mis repetidas lecturas de la obra de Diderot, el casillero conceptual que me había formado inconscientemente en la lectura de la traducción japonesa había continuado censurando mis impresiones.
Estaba desconcertado pero al mismo tiempo entusiasmado por este descubrimiento. En la pequeña sala del teatro se veía en el escenario el piso de Mademoiselle de Lespinasse. Allí se encuentran el célebre matemático d’Alembert, enfermo y dormitando, el ama de casa en la cabecera de la cama, y el doctor Bordeu, al que ella ha hecho llamar para que examine a d’Alembert. Mademoiselle de Lespinasse está sorprendida y a la vez inquieta por las extravagantes frases que su amigo pronuncia en su delirio; las escribe y después da cuenta de sus anotaciones al médico. Primero, el enfermo ha soñado que un enjambre de abejas se transformaba en un único animal por la fusión de sus patas, merced a la cual las abejas se mantienen unidas las unas a las otras. Después una tela de araña con un pequeño insecto atrapado mutaba, a causa del
delirio, en un sistema nervioso coordinado con el cerebro de un ser humano.
Mientras explica el primer sueño del matemático al doctor, la joven tiende su mano con los dedos separados. El hombre joven le toma la mano, imbricando sus dedos con los suyos. Los dos personajes se acercan hasta el punto de que sus labios están a punto de rozarse, pero la mujer joven se separa del doctor como si quisiera impacientarlo. Unos instantes más tarde, volviendo a la historia de la araña que arrastra hacia ella el insecto prisionero en la tela, Mademoiselle de Lespinasse atrae el brazo de Bordeu. Él, mirándola con intensidad, se inclina hacia ella.
Así, la acción sucede en dos niveles. En el plano del discurso se presentan, en función de analogías, un nuevo modelo de ser vivo y un nuevo modelo de sistema nervioso del hombre: dos modelos que d’Alembert propone en su sueño. En el plano gestual, se desarrolla una escena de seducción mutua o flirteo.
Al haber interpretado siempre El sueño de d’Alembert a través del casillero deformado de la traducción japonesa, nunca pude acceder al segundo nivel de lectura. No es que la traducción japonesa fuese mala, en absoluto. Según los criterios japoneses, se consideraba una muy buena traducción. Aun así, era una trampa en la que difícilmente hubiese podido evitar caer. En francés, las personas, siendo cada una un sujeto independiente y atomístico, evolucionan dentro de una especie de espacio newtoniano, a saber, en un espacio absoluto y vacío. De ahí, esa identidad abstracta de todos los sujetos, que trasciende la situación.
En cambio, en japonés esta identidad no puede existir por el mero hecho de que el espacio, por así decir, no es sino la red social sutilmente jerarquizada de todas las personas. Sin esta red, no hay japoneses. En la traducción japonesa de El sueño de d’Alembert todos los personajes están situados en una red social estrictamente determinada. Esta red es el resultado
de una elección tanto instintiva como fruto de la reflexión del traductor, pero una vez hecha la elección, pesa sobre toda la traducción. Por ello, el lector de la traducción japonesa percibe al doctor Bordeu como un hombre de cincuenta y cinco a sesenta años, y la señorita de Lespinasse como una joven de veinticinco a treinta y cinco años, cuando en el texto original no hay nada que indique su edad. Al doctor se le presenta como un anciano amable, sin interés por las mujeres y aún menos como un libertino. En cuanto a la joven, aparece llena de curiosidad intelectual, aunque ingenua y comedida.
En el texto francés, en cambio, los personajes no están sujetos a esta determinación japonesa. Por ejemplo, escuchemos a Mademoiselle de Lespinasse dando su opinión sobre el estado del enfermo: «Entonces se le iluminó el rostro. Quise tomarle el pulso, pero no sé dónde había escondido la mano. Parecía experimentar una convulsión. Su boca estaba entreabierta; su aliento apresurado; lanzó un suspiro profundo y después otro más débil y más profundo; volvió su cabeza sobre la almohada y se quedó dormido». Aquí vemos a d’Alembert entregándose a un acto sexual solitario. A continuación, el matemático, todavía dormitando, murmura una visión que revela tecnología punta, se podría decir la inseminación artificial, discurso muy revelador a la luz de su reciente actividad. La señorita de Lespinasse dice con candidez: «Confié en que el resto de la noche fuera tranquila», y Bordeu responde: «Normalmente ése es el efecto que eso produce».
Ahora bien, el traductor japonés, aunque afrancesado concienzudo, ha caído en la trampa de la lengua japonesa, porque no podía entender la importancia de la palabra «eso». Como ya apunté, en japonés se da por hecho una relación social estrictamente definida entre personajes que, en nuestro caso, consiste en la edad de Mademoiselle de Lespinasse y del doctor Bordeu, los caracteres dados a estos dos personajes y la distancia que separa a un viejo médico cuya profesión tiene un valor de respetabilidad sagrada de una joven dama que le observa con el debido respeto, condiciones éstas que impiden imaginar toda alusión sexual en su discurso o en sus gestos.
La escena a la que asistía en la sala del teatro parisino era totalmente distinta a la que había imaginado mientras leía la traducción japonesa, que oculta la relación erótica de los dos personajes. Mi reflexión me llevó a descubrir de
golpe el tema no dicho, casi obsesivo, de El
sueño de d’Alembert. En un artículo que titulé «El tema no dicho de la trilogía de El sueño de d’Alembert»,1 señalo cómo he releído la obra desde el punto de vista de este tema, que es el de la procreación. Las carencias de la traducción me permitieron una lectura que traspasa la escena de teatro y alcanza la universalidad. Así, en el contexto lingüístico de dos culturas distintas siempre se da este tipo de equívoco, puesto que es necesario, inevitablemente, deformar el contexto de una lengua para transponerlo en un sistema lingüístico completamente distinto. Ahora bien, desde el momento en que se toma conciencia de esta deformación, uno es conducido a un descubrimiento que abre nuevos horizontes. Horizontes que tal vez resulten desconocidos a los lectores cuya lengua materna es la del texto original y que no disponen del espejo de las traducciones, espejo que, gracias a sus deformaciones, refleja una nueva lectura.
1. Le siècle de Voltaire. Hommage à René Pomeau, The Voltaire Foundation, 1987, vol. ii, pp. 693-700.
Lococentrismo
para los europeos, el «yo» es una entidad a priori que trasciende todas las circunstancias: todo empieza por «yo», incluso si, como dice Pascal, «el yo es odioso». No es así en japonés, y esto es lo que lleva a Augustin Berque a escribir sobre el tema en Vivre l’espace au Japon (Vivir el espacio en Japón): «La primera persona, es decir, el sujeto existencial, no existe en sí misma, pero sí como elemento de relación contingente que se instaura en una escena en particular».
Para explicarme con un poco más de concreción plantearé el siguiente ejemplo. Supongamos que un niño se siente aterrorizado ante un perro enorme. A fin de calmarlo, me acercaré para decirle: «No tengas miedo, no llores, yo estoy contigo». Pero, en japonés, le diré, si traduzco literalmente: «No tengas miedo, no llores, tu papaíto está contigo», calificándome esta vez como tu papaíto (ojisan, en japonés). El «yo» se define en función de la circunstancia por su relación con el otro: su validez es ocasional, al contrario de lo que ocurre en las lenguas europeas, donde la identidad se afirma con independencia de la situación.
Precisando, Augustin Berque cita una fórmula del lingüista japonés Takao Suzuki: «El yo