Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramiro A. Salazar Wade
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079884864
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segundos, hasta que vieron a una señora con los cabellos revueltos. Llevaba de la mano una niña. En seguida, el viento aumentó. El polvo que acarreaba imposibilitaba la visión. Todos querían saber quiénes eran, pero la dama siguió el camino sin detenerse por ellos o el viento.

      2

      Helga volvió a la lectura. No quería saber nada del mundo exterior. Seguían con Noticias desde el Imperio. Aun así, no podía concentrarse. El encontrarse con la chica de sus sueños le erizaba la piel. Era muy tarde: el reloj marcaba las doce de la noche. Las luces de la casa estaban apagadas. Solo su habitación se mantenía encendida. El silencio flotaba hasta que escuchó fuertes golpes en la puerta principal, golpes interminables que despertaron a todos. Cuando Helga llego a la puerta, Harina y Sal acompañaban a Saladino, quien esperaba a su ama para recibir órdenes.

      —No abran —dijo su ama—. Fuera hay algo maligno.

      Helga se acercó a la puerta, la cual retumbaba una y otra vez. Hizo contacto con la palma de sus manos. En seguida, sus ojos se volvieron blancos. Murmuró palabras antiguas. Sus ojos volvieron a ser aquellos que conquistaban hombres. Rio a carcajadas. Se separó de la puerta seis pasos. Con un movimiento de cabeza ordenó a Saladino que abriera la puerta. Harina y Sal se movieron muchos metros, lo más lejos que pudieron sin salir de la habitación. En seguida, Saladino abrió la puerta. Una fuerza lo golpeo haciéndolo volar por los aires. Tras aquella maldad entró una mujer desnuda. Su cuerpo se encontraba cubierto de lodo. Era obesa y su la cara estaba llena de arañazos, de los cuales brotaba sangre. Entró corriendo hasta detenerse a centímetros de Helga, quien, con la mirada sin parpadear, la enfrentó. Sus brazos caídos llenos de hematomas dejaban escurrir lodo con aguas negras. Enseguida le mostró los dientes putrefactos a Helga; su sonrisa era tétrica.

      —¿Sabes por qué estoy aquí? —dijo la mujer de lodo.

      —Por lo mismo por lo que pronto dejarás de existir.

      —Recibe entonces el mensaje.

      Luego de decir aquellas palabras, la mujer sostuvo la mirada de Helga por unos minutos, sin que se percataran de que Saladino se recuperaba. Aún mareado por el golpe, tomó una silla entre manos y la levantó violentamente para estrellarla en la espalada de la mujer de lodo. El mueble se hizo añicos, pero la mujer no se inmutó: siguió viendo a Helga, quien ordenó a Saladino, con un simple movimiento de manos, que ya no actuara. Aun así, el guardaespaldas se movió lentamente sin perder de vista a su ama.

      Luego de estar por unos minutos congelada, la mujer de lodo se tomó su vientre. En seguida lo rajó con sus uñas. El movimiento tomó por sorpresa a Harina y Sal, quienes no pudieron dejar de expresar su asombro. La mano de la mujer se perdió dentro de su abdomen; su rostro reflejaba dolor. Enseguida sacó vísceras; tosió sangre salpicando de líquido a Helga en toda la cara, pero esta no se movió: siguió viendo sus ojos, su desesperación, su dolor, hasta que la mujer cayó de rodillas. Sus fuerzas expiraron y volvió a toser para caer del todo sobre el piso frío.

      Los murmullos que salían de la mujer de lodo espantaban a Saladino, quien sabía enmascarar muy bien su sentir. Helga se arrodilló para acercar su oído a la mujer. Varios segundos se quedó escuchando hasta que el aliento se terminó en aquel cuerpo. Helga se levantó y miró a Harina y Sal, quienes se movieron para ofrecerle una toalla mojada para que pudiera limpiarse la sangre.

      —Estoy hechizada —dijo Helga mientras se limpiaba el rostro—. Me quedan unos días de cordura.

      —¿Qué fue todo esto? —preguntó Saladino.

      —Una invitación —respondió Helga—. Una confrontación. Es una oportunidad de huir o morir. Si salgo del pueblo, puede que el hechizo se rompa, pero con las Corazón Negro nada es seguro.

      3

      Mientras Helga descansaba de la confrontación y decidía qué hacer con el cuerpo mundano que acababa de morir, Juliana y Romina llegaban a sus casas, al tiempo que Peter, Sara y Aidan deambulaban por el pueblo, acostumbrados a hacer lo que querían. Sara vivía con su medre alcohólica, la cual se quedaba dormida todas las noches frente al televisor y una botella de vodka. Aidan, hijo de padres divorciados, vivía con su padre, el cual trabajaba fuera del poblado, dejándolo largas temporadas solo.

      El caminar de los tres jóvenes era confuso, con traspiés, incierto; no tenían un punto adonde llegar. Llevaban en las manos cervezas. De pronto, escucharon el relinchar de caballos. Se paralizaron esperando oír el golpeteo de los cascos sobre el pavimento. No oyeron nada.

      —Las noches empiezan a darme miedo —dijo Sara mirando para ambas direcciones en que las calles se perdían—. Temo en cuanto se pierde la luz del día.

      —Calla —dijo Aidan, y en seguida bebió de la botella—. Son tus nervios.

      —¿Mis nervios? Mis nervios no hicieron el relincho. ¿Dónde mierda están los caballos?

      La tenue y leve luz que emanaba el alumbrado público aumentó en intensidad. Los chicos podían ver cómo crecía y crecía hasta que llego a lastimar su vista. De pronto, las bombillas estallaron haciendo saltar del susto a todos, que quedaron en la oscuridad. Dos focos de dos casas daban una leve luz en la calle. Los jóvenes no veían a más de cuatro metros. De pronto, el relinchar de caballos de nuevo. Aquello los alertó. Agudizaron sus sentidos. Escucharon el caminar de los caballos. Sabían que el paso era lento, que podían ser más de tres bestias. De pronto, los vieron pasar. Sara cerró los ojos y rezó con las manos tomadas. Aidan miró a Peter y no regresó la vista hacia los jinetes. En cambio, Peter no podía dejar de ver aquel espectáculo. Frente a ellos desfilaron tres jinetes hombres y dos mujeres. Sus caballos de color negro echaban espuma por la boca. Los jinetes vestían tirones de tela, harapos sucios. Los cinco usaban sombreros charros. Sus rostros de muertos color verde, sin orejas, y los párpados costurados eran tétricos.

      El desfile duró unos minutos, pero para los chicos fue una eternidad. Solo Peter observó el principio y el fin. Aquellos entes jamás los voltearon a ver. Tan solo siguieron hasta perderse en la oscuridad. Una vez que Peter los perdió de vista en la negrura de la noche, el sonido que desprendían también se perdió.

      —¿Qué mierda acaba de ocurrir? —dijo Aidan recuperando la compostura, aunque aún le temblaban las manos cuando intentó fumar.

      Peter se percató de ello. En seguida, Aidan bajó la mano tratando de disimular,

      —Mierda, ahora sí necesito beber.

      —Sara —dijo Peter, pero esta seguía con los ojos cerrados y rezando, así que la segunda vez grito—. ¡Sara! Vamos, cálmate. Ya todo pasó.

      —Tengo miedo —dijo Sara aún con los ojos cerrados.

      —Vámonos. Debemos llegar a nuestras casas.

      —Mierda, yo no quiero ir a mi casa —dijo Sara temblando—. Llévame a tu casa, Peter. No, mejor acompáñenme a casa de Salomé. Estamos a unas calles.

      —A la chingada. Me voy a mi casa —dijo Aidan sin mirar atrás, con un paso rápido que, en cuanto sintió que ya no lo podían ver, se convirtió en un trote rápido.

      —Vamos —dijo Peter fumando ya un poco más calmado—. Yo te acompaño.

      Luego de un caminar que les pareció eterno, por las calles solitarias y oscuras del pueblo, llegaron a casa de Salomé. La puerta estaba abierta, así que Sara entró. Peter se quedó fuera. En seguida escuchó el grito de Sara. Aquel grito le dio el impulso para correr: la necesidad de huir. Su corazón latía muy rápido. Sin saber qué hacer, actuando por instinto, entró en la casa. Sus ojos no entendían lo que sucedía. A un costado, pegada a una pared, Sara lloraba. En el centro de la sala, Salomé se encontraba en el piso. Sobre ella estaba una mujer totalmente sucia, con el cabello cortado a ras. El lodo delataba sus pasos previos por el piso. Sus manos rodeaban el cuello de Salomé. Aunque esta se defendía, no podía quitársela de encima. Sin pensarlo, Peter tomó una silla, con la cual golpeó a la mujer. El golpe la derribó. Su grito fue espeluznante. Se quiso poner de pie, pero