Elizabeth y Coralia llegaron a la feria, con tan mala suerte que estaban cerradas casi todas las tiendas. La jefa le confirmó que su hermano ya la había ido a buscar, y al no encontrarla se fue a su casa. En todo caso, ella le había explicado a su jefa que contaba con su permiso para ir a la fiesta de graduación. Estaba descubierta, su padre no perdonaría aquella falta, estaba realmente en problemas, ¿qué haría? Se preguntaba sin hallar respuesta.
Ya no importaba nada, aquella noche había sido mágica, Francisco era el joven más lindo que había conocido en su vida, aún sentía sus suaves manos en su espalda, su voz resonaba en sus oídos como el eco estrellado del canto de un príncipe azul, aquel que ella había soñado mil veces en las noches de insomnio y sólo sabía que se llamaba Francisco Zagal. Llegó a su casa cerca de las dos de la madrugada, su padre la esperaba en la puerta, con sus facciones delataba su enojo.
—¡Mentirosa, creíste que me ibas a engañar! —vociferó Felipe, el padre de Elizabeth.
—Papito déjeme explicarle —contestó ella titubeando muy asustada.
—¡Anda a acostarte inmediatamente! —dijo su padre mientras sacaba de sus pantalones la correa, con la que acostumbraba a corregir a ella y a sus hermanos.
—¡Ya papito, voy ahora! —contestó ella mientras se escabullía por detrás de su padre.
—¡Olvídate del trabajo, no hay más permiso por mentirosa! —agregó enfadado, mientras Elizabeth se escondía debajo de las sábanas.
Al otro día, se levantó muy temprano para comentar la fiesta con su amiga Coralia. Le contó todos los pormenores vividos aquella noche mágica, lo único malo era que perdió su trabajo, casi le dieron de correazos por mentirosa, y para colmo no quedaron en nada con su príncipe azul, sólo sabía que se llamaba Francisco Zagal. A Coralia le pareció genial, lo que su amiga le relataba con tanto entusiasmo.
Mientras su padre trabajaba, Elizabeth le pedía permiso a su madre para pasear en bicicleta, a lo cual ella accedía, porque veía que su hija era una niña muy empeñosa en el colegio. Cada tarde, después de ayudar a su madre en los quehaceres de la casa, recorría en bicicleta los lugares cercanos al supermercado, con el único afán de encontrarse con aquel muchacho, que había cautivado su corazón, quien le había comentado que vivía cerca de aquel lugar.
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