«Estimado padre: Quiero desearle un feliz cumpleaños, le doy gracias a Dios por su vida, por haberlo conocido y por habernos encontrado. Quiero decirle además, que cuando se sienta triste o la soledad embargue su corazón, se acuerde de su promesa: nos reencontraremos en la vida eterna. Por eso vale la pena seguir respetando nuestros sacramentos, con la gracia de Dios. Con amor Lucrecia».
Aquel día especial, en la facultad le prepararon un cumpleaños sorpresa, chocolate con una deliciosa torta. Al final de la celebración todos se acercaron a desearle todo tipo de buenos deseos y congratulaciones, Lucrecia se acercó de las últimas, le brindó un cálido abrazo, pero él la sorprendió diciéndole al oído:
—Lucrecia, con la única persona que me gustaría estar es con usted, es la persona más especial que he conocido.
—Usted también es especial, felicidades —contestó ella con voz suave.
Ambos mantuvieron sus mejillas unidas mientras se abrazaban, y sintieron un calorcito que recorrió sus cuerpos, como un hormigueo de sensaciones nuevas e inexploradas. Ella sonrojada se alejó del salón.
Esta situación no podía continuar, había que ponerle punto final, y ninguno de los dos era capaz de decidir qué hacer. Aquella relación sentimental no tenía pies ni cabeza, simplemente no tenía ningún futuro. Lucrecia tenía muchas dudas y miedo de dilucidarlas; sin embargo, como era una mujer valiente, sacó fuerzas de flaqueza, esas que brindan las oraciones profundas y sinceras a Dios. Decidió investigar un poco con algunas amigas y conocidas de la parroquia, donde el padre Pedro oficiaba sus misas. Les preguntó derechamente, qué sabían de este párroco tan singular. Algunas coincidían que era una persona encantadora, que a más de alguna le había hecho más de alguna insinuación, y una de ellas quien casi vivía en la parroquia, confesó que ella mantenía una relación con él por más de dos años, que no lo iba a dejar porque lo amaba, y que él la visitaba casi todos los días. Además, la mayoría de las feligresas queriendo robarle un pedacito del corazón al cura, le hacían obsequios y tenían muchos detalles con él.
Lucrecia después de un torbellino de confusiones y revelaciones que zanjaban su alma, escribió en su diario de vida, unos poemas para aliviar su malogrado corazón:
Desencuentro
En el regazo del silencio y la oración
florecen sentimientos de amor y muerte,
crujir de emociones fuertes, de éxtasis
que fluyen en el crepúsculo del alma.
En la candela de un amor prohibido
cosquilleo de azúcar y mariposas azules,
bailan sensaciones exquisitas en mi mente
besos furtivos asaltan mis noches de insomnio.
El rojo desprecio de tu mirada ausente
en la vereda dúctil de lo imposible,
desencuentro de nuestros caminos cruzados
hiere mi alma estrellándola en cenizas de palabras.
Te hallaré en algún resquicio del tiempo,
te buscaré al alba sacrosanta.
Te encontraré entre sábanas blancas,
en la eternidad del cáliz de nuestras almas.
Necesitaba urgente compartir con alguien lo que le estaba sucediendo, no se le ocurría a nadie de confianza, era un tema muy delicado que no podría hablarlo con cualquiera; además, necesitaba un sabio consejo para no equivocar su destino, ella siempre trató de llevar una vida correcta. En ese momento pensó en su abuela Dora, a quien le decían de cariño Nona, quien estaba de vacaciones en la ciudad por aquellos días. Lucrecia fue muy escueta en su planteamiento, y ella escuchó atentamente la versión de su nieta.
—Nona, un día en nuestras conversaciones triviales con el padre, nos miramos de tal manera que hasta nos encandilamos, y nos reímos de la luz que proyectábamos juntos. Otra vez, estábamos dialogando; de pronto, escuchamos el timbre de salida y era como si estuviésemos hipnotizados, absortos en nuestra conversación, era como si nos adentrábamos en el alma, como si no pasara el tiempo, y nos íbamos en un éxtasis espiritual.
—Hija, te contaré una vieja historia. Hace muchos años a mediados de siglo, cuando aún los curas vestían rigurosamente de negro y el cuello romano del sacerdocio, que les daba un aire aristocrático, había un sacerdote de mediana edad, usaba unos anteojos de vidrios redondos y delgados, que le entregaban a su rostro un sello de sabiduría y quietud; pues bien, este personaje fue muy conocido en el norte de nuestro país por su singular vida. Figúrate tú, que en las misas recibía muchas miradas penetrantes, libidinosas e insistentes de la población femenina de su feligresía. Hasta que un buen día llegó una mujer joven con un niño en brazos y un niño colgando de su mano. Esta hermosa mujer de ojos color esmeralda, era nada menos que su cuñada, que fue abandonada por su marido, quien la había dejado por otra mujer, y se mandó a cambiar al sur. Ella fue a suplicarle al cura un techo para dormir, éste muy preocupado le ofreció una pieza que tenía en el patio de la parroquia donde él vivía; pero la convivencia con ella y su belleza extraordinaria, hicieron que el curita perdiera la cabeza por ella, y la hiciera suya.
Vivieron una relación de muchos años, en concubinato como una familia clandestina. Del fruto de ese amor, tan grande y verdadero engendraron una hija. Después de varios años un día en plena misa, entró una niña de cinco abriles.
—¡Papito, a la mamá se le acabó la leche! —gritó ella en su inocencia, sin siquiera imaginar el torbellino de contrariedades que traería su declaración.
El sacerdote, se levantó su sotana, sacó de su bolsillo un billete y le contestó:
—Tome mi niña, llévele a la mamá el dinero para que compre lo necesario —mientras le temblaban sus manos y la barbilla, pensando en su encrucijada.
Las viejas que eran más papistas que el Papa, alegaron indignadas de comprobar sus sospechas, pero el cura con su encanto y sabiduría, explicó:
—El cuerpo no es más que el alma, y el alma no es más que cuerpo. Somos carne y somos espíritu. La omisión del cuerpo como parte del celibato es una aberración —agregó, secándose la frente y el sudor de sus manos, mientras la gente continuaba enmudecida, por decir lo menos—. Todos los sacerdotes del mundo son alma, pero también cuerpo y todos mis sentidos barbotean como fumarola viva —concluyó el cura con un suspiro de alivio.
Esta declaración no tardó en llegar a los oídos del obispo de la ciudad, quien lo enrostró indignadísimo; sin embargo, decidió encubrir la situación ya que él tenía también amoríos con algunas concubinas de la feligresía, y esto era del dominio del sacerdote. La mayoría de los feligreses aceptaban la situación irregular de este cura, amigo de casi todos; quienes lo invitaban a los partidos de fútbol, el padrecito asistía puntualmente, y de paso alegraba su entorno. Esa era una de las razones por lo que la mayoría de la gente aceptaba, que el curita tuviera una familia escondida en el patio de aquella parroquia, además que pensaban que el celibato era inhumano. Hasta que un día removieron al obispo a la capital, y el nuevo obispo hizo investigar los rumores de este personaje, y lo destituyeron a otro país, luego de mandarlo a Roma a hablar con el Papa, por faltar gravemente a la doctrina de la iglesia. Su familia quedó a la deriva a la merced de la caridad cristiana.
—Lucrecia hija, esto ha sucedido siempre, lo que pasa es que la iglesia tapa el sol con un dedo y no todo lo que brilla es oro. Por lo menos este hombre de quien tú me has conversado, conquista a mujeres hechas y derechas, no es un pedófilo, aquellos que son como depredadores en vestiduras sagradas. Me alegra ver que eres una mujer de valores sólidos y no has caído; pero mi consejo