P: Eso está mejor, aunque un poco circular tu respuesta. Dime, ¿por qué se forma una imagen en tus ojos?
C: Porque a la retina llega la luz de las cosas que estoy mirando.
P: Pero, ¿por qué las cosas tienen luz?
C: Perdón señor, en realidad es luz del Sol reflejada en las cosas, en las paredes, en las sillas.
P: Bien, bien, pero entonces ¿por qué el Sol emite luz y no las sillas y las paredes? ¿Cómo las luciérnagas tienen luz? ¿Qué tienen el Sol y las luciérnagas de especial?
C: La luz, señor, es una onda electromagnética. El Sol emite luz porque en su interior ocurren reacciones nucleares que calientan los gases del exterior, produciendo algo como una inmensa hoguera. Esto no ocurre en el interior de las sillas en este cuarto. La luciérnaga, en cambio, la emite porque, cuando la luciferasa se acerca a la luciferina, bueno, …esteeeeehh…
P: Oye, ¿dónde aprendiste tanto, mono sabio? Tu respuesta es buena, al menos respecto al Sol. Pero, ¿qué pasó al final? ¿Por qué cuando la luciferasa se acerca a la luciferina se produce luz?
C: No sé, señor.
P: Entiendo. En todo caso, ¿por qué las hogueras emiten ondas electromagnéticas?
C: En las hogueras hay cargas eléctricas que se mueven y chocan entre sí cambiando sus velocidades, y los cambios de velocidad de las cargas siempre producen ondas electromagnéticas, señor.
P: Muy interesante. Y, ¿por qué las cargas eléctricas aceleradas emiten ondas electromagnéticas?
C: Son las leyes de la naturaleza, señor.
P: De buena forma te la sacaste. Entonces dime, ¿por qué hay cosas con carga eléctrica?
C: Porque están hechas de cargas eléctricas muy pequeñas.
P: Bien, pero estas cosas más pequeñas, ¿por qué tienen ellas carga eléctrica?
C: “Eeeeeehh...” (silencio).
Las explicaciones engendran siempre una nueva pregunta, van transformando una en otra, como si fuéramos avanzando por los eslabones de una larga cadena. Partimos de “¿por qué vemos?”, y llegamos a “¿qué pasa cuando la luciferasa y la luciferina se juntan?” o, “¿por qué hay cargas eléctricas?”, y allí topamos. Llegamos a la orilla del conocimiento. Una orilla que presenta multitud de frentes.
Que además se mueve. Hace ciento cincuenta años, cuando no se sabía siquiera la conexión entre la luz y las cargas eléctricas, o no se conocía aún la luciferasa, nuestra cadena habría terminado algunos eslabones más atrás. La cadena es hoy más larga que ayer.
Bien, pero, ¿qué hemos ganado? ¿Hemos avanzado algo agregando eslabones? ¿En qué se diferencian después de todo, si unos y otros no son más que eslabones?
Se diferencian en su posición en la cadena. En ésta hay un orden: unos eslabones están antes que otros. La cadena “visión – luz – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica” termina igual que la cadena “cáncer a la piel – radiación solar – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica”. De hecho, ambas cadenas comparten los últimos tres eslabones. Otro ejemplo es la cadena “oro – cristal – átomo – carga eléctrica”, que comparte con las anteriores sólo el último eslabón.
Estas cadenas se fusionan como las ramas de un árbol, terminando en un tronco único que se entierra en lo desconocido. Una variedad de preguntas sobre nuestro entorno y lo que vemos o nos sucede cotidianamente terminan en una sola, más fundamental y general. La carga eléctrica, como raíz, lo es de un árbol impresionantemente frondoso, que crece con lentitud desde su base. La propia existencia material de lo que nos rodea y hasta de nosotros mismos no sería posible sin esa y otras propiedades básicas de lo más pequeño.
Cada avance en el terreno de lo desconocido, cada nuevo eslabón que se agrega al final de la cadena, cada crecimiento del tronco, levanta al árbol entero. Al avanzar de un eslabón a otro, las preguntas se van haciendo más generales, más fundamentales, más importantes. Por ello, reemplazar una pregunta por otra en la secuencia explicativa no nos deja donde mismo, nos hace avanzar.
Lo que sabemos sobre cómo son y cómo funcionan las cosas ha sido el fruto de pararse frente al vacío de lo desconocido, y, como un ciego, remover la oscuridad con el bastón. El raciocinio, la imaginación, el laboratorio, las matemáticas, el lápiz, el papel…, son las diversas facetas de ese báculo.
Existen fuerzas, como la curiosidad, o la capacidad de asombro, que nos impulsan a saltar de un eslabón a otro y acercarnos al peligroso vacío final. Nos mueve también la intuición de que en el recorrido hay belleza, hay orden, hay sorpresa, hay verdad, hay regocijo.
La pregunta es tensión; la respuesta, descanso, como una ola que se forma y luego revienta volviendo por un momento las aguas a la calma. Cada respuesta engendra una nueva pregunta, más desafiante, más general, más preñada de posibilidades; en suma, una promesa de mayor plenitud, si es contestada. Algunos conciben este trajín del espíritu como la búsqueda de una pregunta (Leon Lederman dice: “Si el Universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”), mientras otros lo entienden como la pesquisa de una respuesta. Pero en todos quienes se inquietan por saber hay tensión, hay pasión por lo desconocido, hay una sensación de gestación intelectual que gratifica y da esperanza.
Junto a nuestra preocupación por interpretar, por entender lo que ocurre en la naturaleza, ha habido siempre un afán por elaborar cosas con ella. A la flor de la fucsia hoy se agrega el horno de microondas. Nos sorprende el arco iris en una tarde de invierno y nos aflige el smog de las ciudades. La mezcla de lo cándido y lo mordaz, de lo puro y lo adulterado, del espectáculo que deslumbra por su belleza y el que angustia y preocupa. En nuestro huerto no sólo crece el conocimiento sino también la tecnología, como un nuevo árbol cargado de promesas. Y de amenazas. Si crece muy rápido, sin que tengamos tiempo para alejarnos buscando la perspectiva, sin que nadie se preocupe de buscar su armonía con el resto, quizás crecerá deforme, monstruoso, será un engendro que podrá atacar a los demás árboles y destruirlos.
Belleza, promesas y peligros, una trilogía que invade nuestra realidad y nos obliga a reflexionar ante cada paso que damos.
Dulcinea y sus secretos
¿Se acabarán algún día las preguntas sobre el Universo que nos rodea? A quienes pretenden que existe una última pregunta, y una última respuesta que no engendrará más preguntas, se les suele llamar reduccionistas. Para ellos hay un eslabón terminal donde acaban todas las cadenas posibles: la raíz desnuda que nutre toda la frondosidad de preguntas a que puede dar lugar nuestra curiosidad.
Esta respuesta final podría ser una simple y magna ecuación matemática, origen de todas las que conocemos hoy y muchas más que aún no descubrimos, y de la cual se pueden derivar las propiedades y el comportamiento de todo el Universo material. Nos contestaría por qué hay carga eléctrica, por qué el electrón tiene masa y la luz no. Sería una teoría explicativa última, perfectamente fecunda. Sería una teoría de todo.
El escepticismo que uno siente frente a esta postura tiene raíces históricas. Teorías que han inflado el ego de generaciones a la larga han probado ser falibles. El ejemplo más ilustrativo es el Universo mecanicista de Isaac Newton. La sorprendente eficacia de sus tres leyes de movimiento y de su ley de gravitación universal hizo pensar hacia fines del siglo dieciocho y durante el diecinueve que el Universo entero, incluyendo lo pequeño y lo grande, lo inanimado y lo vivo, podía explicarse usando sólo esas leyes y algunos agregados de menor importancia.
Pierre Simon Laplace personifica bien esta actitud. Matemático de gran genio, adquirió fama por cierto descubrimiento en álgebra y por haber explicado, usando la mecánica de Newton, por qué la órbita de Saturno parece agrandarse,