Sabemos que sabemos que sabemos:
una depresión superada…
Mientras el modelo heliocéntrico de Aristarco no causó mayor impacto en su tiempo, el enunciado por Copérnico cayó en tierra fértil. No hacía mucho, Colón había navegado hacia el Oeste sin precipitarse al supuesto abismo lleno de voraces monstruos en que habría de terminar la Tierra si fuese cuadrada. Sin saberlo, había descubierto, en cambio, un nuevo continente lleno de insospechados habitantes y riquezas. Juan Sebastián Elcano, al mando de 17 sobrevivientes europeos y cuatro indígenas, había regresado de la primera vuelta al mundo, aunque sin su líder, Hernando de Magallanes, muerto en la expedición. La imprenta de Johann Gutenberg tenía ya cien años de rodaje, permitiendo la diseminación de todo lo que ocurría y de los textos de la antigua sabiduría griega. La hibernación medieval, con sus innegables virtudes y defectos, llegaba a su fin, y Europa se abría como una flor llena de perfumes de los más variados y controversiales aromas. En esta atmósfera de novedad, un atrevido modelo cosmológico, concebido en el centro mismo del continente, no podía pasar inadvertido. De hecho inició un proceso de profunda transformación de la imagen que el ser humano tiene sobre sí mismo y su entorno, comparable a un gran terremoto, del cual aún hoy día se escuchan réplicas.
En el Génesis, relato bíblico de los orígenes del Universo y de la vida, el ser humano aparece claramente privilegiado sobre el resto de la creación. Surge como la coronación de esa sublime semana de Dios, cuando ya los astros, las aguas, las plantas y los animales han sido creados y declarados “buenos” por El. El hombre es hecho “a imagen y semejanza” del Creador mismo. ¡Qué maravillosa expresión de este privilegio es encontrarse en el propio centro del Universo! Qué cosa más natural que los astros ejecuten su singular danza en torno de este ser especial, como las abejas alrededor de la reina del enjambre, o los súbditos de un reino en torno a su soberano. Ser el centro geométrico del Universo otorgaba una prueba objetiva, palpable, verificable por todos, de ese protagonismo del ser humano.
Y he aquí que surgen en el Renacimiento algunos rebeldes que delatan esta pretensión como falsa. Primero Copérnico, con cautela, lo hace el mismo día de su muerte. Luego Giordano Bruno, un hombre de vida tumultuosa que muere en la hoguera por sus desórdenes, y finalmente Galileo Galilei, a quien la Iglesia ordena el silencio. Es interesante notar que, desafiando la costumbre de la época de hacer todo escrito docto en latín, Galileo escribe en italiano, permitiendo así que sus rebeldes ideas lleguen al pueblo.
Aún cuando hoy mismo no faltan quienes creen que la Tierra es plana, el tiempo y los avances de la astronomía nos han convencido de que habitamos uno de nueve planetas esféricos mayores que giran en torno al Sol; que este astro es una estrella como la mayoría de las demás, una entre cien mil millones sólo en nuestra galaxia, la que a su vez no es más que una entre otros cuantos millones de millones de galaxias que pueblan el Universo visible. No somos el centro geométrico de nada. ¡Qué depresión!
No, no hay razón para estar deprimidos. Muy por el contrario. Somos tan extraordinariamente especiales que, a diferencia de otras formas de vida que habitan el planeta, hemos aprendido cosas acerca del Cosmos, de su inmensa variedad y riqueza. Hemos aprendido que no somos su centro geométrico, y más aún, que ¡el Universo que habitamos ni siquiera tiene un centro! Lo singular de nuestra especie es que tenemos curiosidad y la capacidad de satisfacerla. Podemos aprender, pero más importante aún, sabemos que hemos aprendido…, y hasta sabemos que sabemos que hemos aprendido…, y que hay mucho más por aprender.
El verdadero lugar de la belleza
La fascinante historia de la astronomía muestra la íntima relación entre religión y ciencia, entre la búsqueda de un significado para los misterios del Universo y la búsqueda de un sentido para la vida personal. La vinculación más estrecha se dio en las antiguas culturas como la maya, la egipcia, la griega, y tantas otras, para las cuales los astros eran los propios dioses. Los sacerdotes en ellas solían ser los astrónomos mismos, los que conocían las fases de la Luna y predecían las tormentas. La sabiduría natural y la religiosa se reforzaban mutuamente, dando autoridad una a la otra.
Hoy podemos aceptar que los agujeros negros, las estrellas, los planetas y los átomos han sido en último término creados por Dios, pero a la vez estamos convencidos de que, en su naturaleza material, toman parte en un baile cósmico sin categorías ni privilegios especiales, todos sometidos a las mismas leyes. Si unas estrellas son más grandes que otras, unas más brillantes que otras, o más influyentes sobre la vida en el planeta que otras, ello es explicable en términos de principios universales que valen para todas por igual. No hay leyes especiales para el Sol, diferentes de las que rigen a Alfa Centauro, Cygnus X-1, o cualquier estrella en el más distante de los lugares del Universo, o de las que rigen para el núcleo atómico. Hasta hemos debido sacrificar nuestra esperanza de eterna perdurabilidad, al reconocer que si se agota la energía que emiten las estrellas también se agotará algún día la del Sol, y es difícil imaginar cómo podría así continuar la vida en nuestro entorno y el resto del Universo (no hay para qué preocuparse todavía, esto ocurrirá en miles de millones de años más).
La ciencia moderna ha transformado nuestra visión del Cosmos. La Luna no es ya Artemisa, diosa de la caza y la fertilidad, ni los grandes planetas, otros dioses. Hombres han caminado sobre la Luna y complejas naves espaciales se han posado en Marte y analizado sus suelos, o han fotografiado de cerca a Júpiter y Saturno. Asumir estas realidades ha sido difícil, pues pareciera que les quitan a los objetos del cielo su encanto original.
Pero, ¿es verdadero encanto el que se apoya en la ignorancia? Así como las religiones han debido aceptar lo que nos ha enseñado la observación del cielo con instrumentos modernos, o el escudriñar con preguntas cada vez más incisivas las cosas que nos rodean, sean vivas o inanimadas, los que amamos la belleza debemos buscarla donde ella verdaderamente se encuentra. Las imágenes religiosas o románticas que provoca la Luna surgen en el fondo de su extrema belleza natural, y son capaces de arrebatar el espíritu tanto hoy como hace mil años.
Del por qué al porque al por qué
El sendero de las preguntas es rico en variedad y formas de presentación. Puede abarcar lo que hay en el cielo y también lo que nos rodea. Además, diferentes personas responden según su diversa actitud intelectual.
A las preguntas bastante abstractas que a menudo se hacen los adultos, como, ¿por qué hay tanta variedad en lo que nos rodea?, los niños pequeños de todas las culturas suelen contestar simplemente “porque sí”. (Ellos también se hacen preguntas, desde luego, pero sólo ante asuntos muy simples y concretos, como por ejemplo “¿por qué la abuela tiene la cara arrugada?”). “Porque la naturaleza es muy variada, produce infinitas formas y colores, y el hombre coopera a enriquecer esta diversidad”, es probable que conteste algún mayor. Esta respuesta no está del todo mal, aunque hay que reconocer que dice poco y explica menos.
¿De dónde salió eso que llamamos naturaleza? ¿Qué son los colores? ¿Por qué hay objetos con forma propia y otros sin forma, como el agua? ¿Por qué las plantas crecen y se reproducen, y los maceteros no? ¿Qué es la luz? ¿Por qué vemos? ¿Qué nos permite a nosotros pensar y a las hormigas no? ¿Por qué nos hacemos preguntas? Estas son las cuestiones que nos interesaría dilucidar si nos ponemos a pensar seriamente sobre lo que nos rodea; explicarlas hasta el nivel más profundo que podamos alcanzar. Y, ¿cuál es ese nivel?
Imaginemos el siguiente diálogo en una sala de clases. El profesor quiere hacer razonar a sus alumnos. Señala a Alberto y le pregunta:
P: ¿Por qué ves, Alberto?
A: ¡Porque tengo los ojos abiertos, señor!
P: No, esa respuesta no me sirve. A ver, Lucía, contéstame la pregunta. ¿Por qué ves?
L: