Ella, mi madre, mi hermana y yo —cuando yo no tendría más de ocho años y mi hermana casi tres menos— solíamos jugar “a la mona”, un juego de parejas en el que previamente se retiraba de la baraja una sota, de modo que la gracia del juego consistía en evitar quedarse al final con la carta sobrante, lo cual, invariablemente, llevaba asociado el ser objeto de las burlas y bromas de los demás jugadores, que jaleaban, refiriéndose al perdedor: Mono, monito, mono…; o, Mona, monita… Por supuesto, a mi hermana y a mí nos aterraba quedarnos con la carta fatídica, y se nos notaba a cien leguas cada vez que el naipe impar caía en nuestras manos. También en mi abuela, que a su edad parecía haber recobrado una ingenuidad propia de la infancia, se advertía el desasosiego que le producía la posesión de la “mona”. Entonces, con una sonrisilla entre malévola y nerviosa, barajaba sus cartas y las ofrecía al siguiente jugador para que robase el obligado naipe. Sin embargo, lejos de permitir que el azar dictase el orden que ocuparía la carta, siempre la situaba por delante del resto, de tal forma que fuera la primera cuando había que escoger.
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