Y así, sonriente, observando mi expresión confusa de niño de seis años que no acaba de entender del todo lo que le han contado, mi abuela terminaba el cuento y seguía con la labor de ganchillo, sentada en su silla, en el patio de la casa.
[Las gallinas]
Cada vez que como o cocino huevos me acuerdo de aquellos otros de mi infancia, los que recogía con mi abuelo a la caída de la tarde del gallinero donde las gallinas ponían, obedientes y disciplinadas. Sus yemas, tan distintas de las de los huevos de supermercado de hoy, eran de un marcado amarillo rojizo, consecuencia de la dieta a la que se sometía a las aves, rica en maíz, salvado, restos de verduras y cáscaras de fruta. Recuerdo cómo nos gustaba a mi hermana y a mí colaborar en la preparación de aquellas papillas de salvado, y el olor que desprendían, apetitoso hasta para nosotros mismos. También me viene a la memoria una especie de ritual que se establecía en época de estío, cuando después de las comidas los abuelos, mis padres, y a veces también nosotros, picábamos las cáscaras de melón o sandía para que a las aves les fuese más fácil su ingestión.
A mis ojos niños, aquellas acciones —picar las cáscaras de fruta, preparar el salvado, esparcir los granos de maíz ante las gallinas, que se arremolinaban enseguida a nuestro alrededor— eran toda una fiesta, y las disfrutaba como tal, ajeno, sin embargo, a nuestra contribución para que aquel alimento que tanto me gustaba —aquellos huevos fritos con sus puntillas y sus yemas rojizas— fuera posible.
Pero hay otra cosa, también relacionada con las gallinas, que ha quedado grabada en mi memoria. Era cuando se ponían cluecas. Aquí, mi abuela podía actuar de dos formas antagónicas: si le interesaba que la gallina tuviese polluelos, la apartaba del resto y la encerraba en el cuartejo, bajo una banasta de mimbre donde el ave empollaba los huevos sin sobresaltos, y en donde le poníamos comida con cuidado de no asustarla. Cuando los pollitos estaban a punto de romper el cascarón, allí estaba mi abuela, bajo nuestra atenta mirada, pendiente de los resultados. En cambio, si consideraba que no era momento de más pollos, quitaba la cloquera a la gallina a base de reiterados baños de agua recién sacada del pozo. Para ello, la llevaba a una pila y sumergía su cabeza en el líquido elemento, en una operación que repetía a lo largo de la jornada, durante varios días. A mi hermana y a mí, niños aún y quizá por eso mismo un poco crueles, nos divertía ver a la gallina una y otra vez con la cabeza bajo el agua, tratando de zafarse mediante un aleteo desesperado e inútil. Por eso, siempre que la abuela repetía aquellos baños, estábamos nosotros en primera fila, dispuestos a disfrutar del espectáculo; admirados, en el fondo, de que la gallina nunca se ahogara.
[Aquel miedo]
Como la mayoría de las familias de entonces, la vida en invierno la hacíamos en la cocina. Allí, mi madre guisaba en un hogar de carbón, y allí comíamos y escuchábamos la radio. Por eso, con cuatro o cinco años, cruzar el cuarto de estar (todavía no se denominaba, como pomposamente años más tarde, salón) a la hora de acostarme y llegar a mi dormitorio me parecía toda una aventura no exenta de peligro. ¿La razón? Los cinco o seis metros que debía recorrer con las luces apagadas, sin que ni mi padre o mi madre, habitualmente, me acompañasen. Yo solía hacerme el remolón para retrasar aquel momento, y le pedía a mi madre que viniera conmigo. Ella, que alguna vez lo hacía, me animaba para que fuera solo; que ya estaba hecho todo un hombre, me decía, y que no debía tener miedo de andar a oscuras (que era, en realidad, lo que me encogía el ánimo siempre que llegaba aquella infalible hora). Hasta que un día, mi padre me habló muy seriamente y solucionó el problema. Me dijo que en la casa sólo estábamos nosotros, que no había nadie más; que si tenía dudas, al salir de la cocina, antes de adentrarme en lo que para mí era el tenebroso cuarto, dijese en voz alta, pero muy alta: Una, dos y tres, sal que te quiero ver. Vería entonces que nadie aparecería tras ese conjuro, prueba evidente de que nadie acechaba. Así, noche tras noche, con la fuerza de mi propia ingenuidad, repetí aquellas palabras que para mí tenían el mismo poder que una jaculatoria, sin que ningún ser, vivo o fantasmal, acudiese a mis voces. Pasado algún tiempo, ya consciente de la seguridad de mi casa, seguía repitiéndolas como un ritual que habría de mantener aun con la fe perdida; como una tradición y no como las palabras mágicas que antes fueran, capaces de espantar a cualquier espíritu o malévolo ser que hubiera osado hostigarme.
[Matador]
En mi infancia, la mayoría de los niños querían ser toreros. Y es que las corridas de toros por entonces todavía no estaban mal vistas, y los matadores eran “maestros del arte de Cúchares” —¡casi na!— y no torturadores de una especie inocente como es el pobre toro, tal y como son considerados en estos tiempos por los que quieren abolir tan controvertido espectáculo. El caso es que yo, como la mayoría de los chavales, también quería ser matador, que decía el pasodoble. Pero como aún no había hecho ni la primera comunión, debía conformarme con jugar a los toros en la calle. Así, con los otros niños, organizaba corridas en las que asignábamos los correspondientes papeles: tú, matador; tú, banderillero; tú, picador; tú, toro. Y, claro, al que le tocaba ser toro no le hacía mucha gracia. Pero como alguien tenía que ejercer de tal para que nuestros festejos se celebrasen —con permiso de la autoridad competente y si el tiempo no lo impedía—, al final asumía su papel que, a decir verdad, nos íbamos pasando para que todos tuviéramos una oportunidad (de torear, claro).
A mí me hicieron un capote a mi medida y unas banderillas casi profesionales: con sus papelillos de colores pegados en los palitroques, aunque, naturalmente, sin lengüeta de hierro. Y me compraron un toro de cartón fijado en un soporte con cuatro ruedas, y al que agujereé a las primeras de cambio a fuerza de pares de banderillas y bajonazos con un estoque de fabricación propia. (Es evidente que las sensibilidades eran otras y nadie reparaba en la crueldad implícita de aquellos juegos que, por otra parte, desarrollábamos sin ningún sadismo y con el único afán de diversión.)
Ahora, cuando de verdad, de verdad, disfrutaba, era cuando el que embestía era un cura joven, recién ordenado, sobrino de una vecina mayor a quien visitaba con frecuencia, que jugaba conmigo entrando al trapo en lugar del morlaco agujereado y poco fiero. Supongo que ver al cura acudiendo a mi llamada, vestido con su negra sotana, dotaba a aquella lidia de unos tintes de veracidad que no transmitía mi toro de cartón. Por eso, entonces, yo me esmeraba en mostrar todos mis conocimientos de tauromaquia. Bien plantado, con temple, corría los brazos envolviendo en el capote a mi enemigo, a una cuarta, sin que sus astas (sus manos, que hacían de tales) engancharan la tela. Una y otra vez lo hacía repetir en su embestida mientras oía los aplausos, los olés del público y las notas garbosas de un pasodoble que sólo sonaban en mi imaginación. Curiosamente, y como caso único en la historia de la Tauromaquia, el mismo morlaco acababa pidiendo la oreja.
Después sabría que escenas similares, elevadas a la máxima violencia, se habían producido muchos años antes. Aquella otra lidia llegaba hasta los extremos más crueles, y más de un sacerdote fue toreado y muerto a estoque en un acto inhumano y cobarde que en nada venía a asemejarse a lo que eran sólo los juegos de un cura joven con un niño ajeno a cualquier brutalidad.
Hace años que los toros dejaron de interesarme.
[Jugando a “La mona”]
Mi abuela materna, viuda desde mucho antes de nacer yo, vivía por temporadas con cada una de sus hijas, de modo que cada cierto tiempo pasaba no sé si dos