El objetivo de lograr la excitación sexual del consumidor es un rasgo muy comúnmente asociado a la pornografía, pero entonces el catálogo de ropa interior infantil de unos grandes almacenes o algunos pasajes de la Biblia, capaces de surtir un efecto onanista en ciertas personas, entrarían dentro de la definición de pornografía.
Una diferenciación ya clásica entre los dos términos vino dada por D. H. Lawrence, quien definía la pornografía como “sexo mercantilizado”, asimilándolo a relaciones de prostitución, destacando la ausencia de sentimientos como una de sus características más destacadas, mientras que el erotismo vendría a describir relaciones recíprocas, espontáneas, plenas de sentimientos positivos. Lawrence fue uno de los tres autores denostados por Kate Millet -junto con Henry Miller y Norman Mailer- en su clásico libro Política sexual, como representante de una ideología sexual machista, pero curiosamente las feministas antipornografía adoptaron una distinción basada en criterios muy parecidos, como acabamos de comprobar.
El filósofo alemán perteneciente a la Escuela de Francfort, Theodor Adorno, apela a ciertas características formales para establecer la distinción entre pornografía y erotismo. A la pornografía le atribuye los rasgos de esquematización del lenguaje, de los personajes, de las situaciones, de ausencia de un entramado argumental, pero sucede que, si lo pensamos bien, son trazos que se encuentran asimismo con frecuencia en otras variantes de la literatura de evasión, como la novela rosa o las telenovelas.
Otra forma de clasificar de algún modo a la pornografía cuenta con seguidores como Steven Marcus, quien habla de “pornotopia” para referirse a determinadas características reiteradas en la pornografía -una acción que transcurre fuera del tiempo y en cualquier espacio indeterminado geográficamente-. Este modo de clasificar posee el mérito de intentar no introducir elementos moralistas, aunque no siempre se consiga, pero aún así no son exclusivas de este medio gráfico.
Ni siquiera un principio tan “desprejuiciado” como el de asociar al término pornografía el de “materiales explícitamente sexuales”, usado intencionadamente como una mera descripción de un contenido que podría diferenciarlo del resto de las representaciones gráficas, está exento de problemas; bajo esa denominación de “explícitamente sexual” se puede incluir cualquier cosa, desde obras de arte a información médica, desde trabajos feministas a cómics, etc.
Creo que va quedando clara la ausencia de un significado per se de la pornografía y del erotismo, ya que, según la posición o las intenciones de cada quien, así serán entendidas.
A la vista de todos estos criterios, que pueden servir para orientarnos en el mundo, pero que no deberán hacernos creer que nuestra definición es definitiva y, por lo tanto, superior a la del vecino, al menos objetivamente hablando, hay quien propone una pauta del tipo “la pornografía está en el ojo del que la ve”. Esta afirmación responde a una perspectiva interaccionista que subraya que las producciones exteriores a nosotros hay que unirlas a la experiencia subjetiva del observador, aquello que cada quien en un cierto contexto aporta al acto de mirar -o leer-; en suma, lo que Susan Sontag denomina “la imaginación pornográfica”. De lo que se trata, en resumidas cuentas, es de hacer ver que pertenecemos a la categoría de “individuos”, que el ser humano no es un libro en blanco que actúa o responde simplemente a remolque de los medios de comunicación, sino que aporta toda una experiencia para interpretar los materiales con los que en un momento dado entra en contacto.
Hay quienes piensan que ninguna definición “objetiva” puede llegar a buen puerto, pero consideran que socialmente es preciso dilucidar mínimamente de qué se está hablando; resulta útil entonces emplear el término pornografía como “sinónimo de industria pornográfica de consumo masivo y definida socialmente como tal”. Es decir, se adoptaría el término en su vertiente de producto comercial que, en tanto mercancía que posee la peculiaridad de la explicitación sexual, suele ser tratada de una forma específica, sujeta a regulación. Las políticas de regulación acostumbran a ser el fruto de convenciones que gozan de amplia aceptación, como que los menores no deberían tener libre acceso a algunos materiales de esta índole, o que no todas las personas desean toparse con ellos en contra de su voluntad.
En España, por ejemplo, la clasificación de películas bajo la sigla X, susceptibles de ser vistas en unas salas especiales sin publicidad exterior, responde a una de las formas posibles de regulación de este producto, por cierto en decadencia frente a las nuevas tecnologías del consumo. Se acepta así el derecho de unas minorías en un terreno que quizás no entusiasme a muchos pero que, aunque solo fuese por esta razón, interesaría respetar a cambio de que otros derechos minoritarios fueran igualmente respetados. Digamos que aquel derecho podría ser entendido como un precio que habría que pagar si queremos vivir en democracia.
¿Sirve para algo la censura?
En sociedades que se caracterizan por el pluralismo, difícilmente se pueden imponer los criterios de unos grupos sobre otros sin que alguien salga trasquilado, bien sean ciertas minorías sexuales, bien sean artistas o escritores -por citar solo dos ejemplos muy claros en el caso que nos ocupa-. Y no hablamos de posibilidades remotas. En los Estados Unidos, tras la larga ofensiva contra la pornografía por parte de las fuerzas conservadoras -y no conservadoras- durante los años ochenta del pasado siglo, la década finalizó con un ataque en toda regla por parte de dichas fuerzas a obras de arte y de la cultura, tratando de mezclar arte y obscenidad para lograr la censura de materiales explícitamente sexuales: casos sonados fueron las ofensivas contra las fotografías de Robert Mapplethorpe y Andrés Serrano.
Podría aducirse que todo lo que se pretende es que la censura desempeñe una mera función simbólica, opción que si se adopta conscientemente bien pudiera considerarse legítima, aunque no exenta de riesgos que no conviene pasar por alto. Un ejemplo serviría para aclararnos: también los antiabortistas pueden sostener que quieren prohibir el derecho al aborto por razones simbólicas, para marcar el listón de lo que habría de considerarse como el ideal de la moralidad, aunque eso no elimine los abortos clandestinos. En nuestro caso, la función simbólica vendría expresada por algunas feministas antipornografía cuando afirmaban que preferían la circulación ilegal de la pornografía -cuestión a la que se resignaban a causa de su difícil erradicación- que su aceptación como una mercancía legal, aunque estuviera sujeta a ciertas restricciones.
Una vez abierta la espita de las prohibiciones, señalar la línea divisoria entre el material que se considera censurable y el permitido siempre resultará escabroso, siempre estará sujeto a arbitrariedades. Una vez con el instrumento legal en la mano, se puede volver en cualquier momento contra los mismos grupos que lo promovieron con una intención emancipatoria, pero que carecerían en cualquier caso del poder para controlar las leyes que ellos mismos contribuyeron a aprobar.
Si lo que se pretende combatir son las imágenes sexistas, ceñirse a lo que comúnmente se entiende por pornografía, resulta muy limitado. Por el contrario, tachar de pornográficas todas aquellas expresiones en que sexualidad y sexismo aparecen entrelazados genera vaguedad y confusión, lo que deviene especialmente indeseable cuando por arriba se aboga por una legislación restrictiva. Centrarse exclusivamente en las representaciones “violentas” parece legitimar al resto de las que no son tales, aparte de presuponer un modelo un tanto simplista de aprendizaje de la conducta.
Me explico: la pregunta que se suele derivar de la ya formulada “¿qué es la pornografía?” viene a ser la de “¿y qué efectos produce?”. Para responderla el feminismo antipornografía utilizó un modelo conductista, que se atiene fielmente al principio de que “cuanto más ves, más haces”. Se presupone que los hombres aprenden con la pornografía cómo son las mujeres y cómo han de comportarse sexualmente. Se afirma que “la pornografía es la teoría y la violación su práctica”. En último extremo, se llegó a concebir la pornografía como monocausa, o causa principal, de la violencia, la misoginia y el sexismo presentes en la sociedad.
Rechazan -ni los mencionan- los enfoques psicoanalíticos,