Querido Milo. Angélica Dossetti. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Angélica Dossetti
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234475
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recordar los meses pasados, escucho canciones antiguas, como esas que cantábamos arriba del bus durante los paseos de curso... Qué época tan maldita... Ya sé, ya sé que no todo fue malo, es que a veces un solo hecho horrible arruina todo lo hermoso.

      Nunca me ha gustado el invierno. Me cargan sus días cortos y grises, el frío que se cuela por las ropas, la lluvia helada y esa sensación de estar metida en medio de una oscuridad que no quiere dar tregua. Podría decir que me preocupan los indigentes en las calles, capeando el clima debajo de las cornisas, tapados con cartones y unos cuantos perros rodeándolos para darles calor, pero la verdad es que soy muy egoísta como para pensar en ellos. Solo me mantengo atrapada en mi propia desazón, contando los días que faltan para que llegue septiembre.

      Para mí todos los inviernos son tristes, pero el del año pasado fue el peor de todos. Perdón por escribir de esto, pero no tengo con quien hablarlo. Lo que pasa es que cuando una nube se posa sobre mi cabeza generalmente es muy negra y no se va con facilidad.

      Una chica del Colegio Americano me contó una vez que le dolía el corazón porque su novio la había dejado por otra y no sabía qué hacer. La miré y me reí, sin poder disimular mi sorpresa. ¿Cómo a alguien, que no está a punto de tener un infarto, le puede doler el corazón? Y sin embargo, ahora la comprendo, porque desde hace unos meses me duele el corazón como si me lo fueran a arrancar del pecho y lo estuvieran exprimiendo lentamente.

      No sé si lo recuerdas, pero para nosotros, todo comenzó en una tarde de los primeros días de junio del año pasado. Como de costumbre, me encontraba encerrada en mi dormitorio, lidiando con mi típico desgano de invierno, a veces estudiando, otras viendo series o simplemente pegada a la estufa para espantar el frío. Eran cerca de las cinco y mi mamá y el Nico aún no llegaban. Estaba sola aprovechando una tranquilidad muy apreciada gracias a la ausencia de mi hermano, cuando de improviso, el sonido molesto del citófono me desconcentró.

      –¿Qué hacen aquí? ¿Acaso nos íbamos a juntar? –le pregunté a Sofí, mientras ella entraba a mi casa con cara seria y movimientos torpes, como si no pudiera controlar su largo cuerpo. La seguía Cote, con las mangas de la blusa del uniforme arremangadas y el pelo como un nido de pájaros, del que salían unas mechas rojas.

      Eran las chicas, nuestras amigas. Sofía, a quien envidiaba por su cuerpo perfecto y su risa fácil, a pesar de esa simpleza que a veces me volvía loca. Ella, la morena de pelo lacio que solo aspiraba a ser una modelo, que era buena para meterse en problemas y no medía los riesgos, solo motivada por sus ansias de aparentar y ostentar ropa de marca. ¿Te acuerdas? En ocasiones pensaba que no tenía nada que ver con nosotros, pero la aceptábamos porque era tu apéndice, tu amiga de la infancia. En cambio, María José, nuestra querida Cote, se parecía más a mí, especialmente en lo impulsiva y defensora de causas perdidas; claramente no por su porte imponente ni su carácter rebelde y aguerrido.

      –No –respondieron en coro.

      –¿Qué pasó?

      Las chicas se miraron con seriedad, como cuando tienen que decir algo pero no saben cómo. Tú y yo conocemos muy bien esas caras.

      –Ocurrió algo tremendo, Ema –dijo Cote, con esa mirada serena que rara vez abandona. Luego dejó su mochila en uno de los sillones, se zafó la corbata del uniforme, intentó arreglar su cabello y me arrastró de un brazo para que me sentara junto a ellas–. Desde hace un tiempo Milo ha estado un poco decaído...

      –Ya lo sé, me contó que estaba estresado –la interrumpí porque habíamos hablado hacía pocos días y me habías contado que te andabas quedando dormido en cualquier parte.

      –El miércoles pasado se desmayó en la clase de Educación Física... –Cote se quedó en silencio por un instante, como si intentara encontrar las palabras correctas para continuar hablando–. Lo mandaron a la enfermería y llamaron a su mamá...

      Ahora que lo pienso, no puedo comprender por qué no me lo dijiste el mismo día en que te desmayaste. ¿Por qué me lo tuvieron que contar las chicas si tú, más que mi amigo, eres mi hermano?

      –Ya, y ¿qué pasó? –Miré a Sofí que, cabizbaja, se rascaba incesantemente sus negras cejas.

      –¿No hai’ hablao’ con él? –Apenas me dio un vistazo esquivo, sin dejar de restregarse una ceja.

      –No, no he hablado con él porque, como les dije, el fin de semana me fui al campo con la Normi... ¡¿Me pueden decir de una buena vez qué onda?!

      –El jueves lo llevaron al médico, le hicieron varios exámenes y resultó que está enfermo –dijo Cote con la voz entrecortada por los suspiros.

      –Me estás asustando, Cote, ¿me puedes decir claramente qué es lo que tiene Milo?

      –Milo dejó de ir al colegio después del desmayo... –continuó como si le costara contar todo lo que sabía.

      –¿Significa que sigue enfermo, entonces? Tenemos que ir a verlo... Voy a llamar a mamá para avisarle y las acompaño. –Me puse de pie de un salto, pero Sofí me sostuvo por un brazo mientras Cote me miraba a los ojos.

      –Espera... Hoy en el colegio nos dijeron que Milo tiene leucemia –Cote terminó la frase con dificultad y, tapándose la cara con ambas manos, se puso a llorar como si en cada una de las lágrimas se le fuera un poquito de vida.

      –¿Me están hueviando? –No me respondieron–. ¡Me están tomando el pelo, ¿verdad?! –Y desde ese momento, todo se volvió borroso.

      Leucemia era una palabra demasiado conocida para mí. Desde muy niña supe que mi abuelo materno había muerto por esa enfermedad. No sé si alguna vez te lo conté, pero desde que tengo memoria, el primer día hábil de abril de cada año me llevaban religiosamente al médico para que me hagan los exámenes necesarios. Así mamá se queda tranquila porque está convencida de que nuestra familia carga con la maldición de la sangre que se transforma en agua y que, generación tras generación, le arrebata algún miembro de la familia.

      –Ojalá fuera una broma, Ema, pero no... –Sofí se puso de pie alisándose la falda azul marino del uniforme y se acercó a Cote, que a cada segundo se encogía más en el sillón, para abrazarla–. Yo le digo a la Cote que no se torture tanto, que hoy en día casi todo tiene remedio y que de seguro Milo se va a recuperar, y en unos días más va a andar haciendo las tonterías de siempre. Pero, parece que no me cree porque, desde que la profe fue a la sala a decirnos lo de la enfermedad, se lo ha pasado así. –Sofí hablaba sin parar, tratando de aparentar su optimismo de siempre.

      Cote apartó las manos de su cara, miró hacia el cielo raso como si pidiera paciencia a un ser superior, y luego sus ojos se clavaron en el rostro impávido de Sofí.

      –Cada día tú me sorprendes más: no sé si eres tonta, ingenua o demasiado positiva...

      –No la agarri’ conmigo poh’, si no te he hecho na’... Lo único que quiero es que estés tranquila...

      –No sé cómo puedes haber sido amiga de Milo durante tantos años y no tomar en serio lo que le está pasando...

      Ya sabes cómo se ponen cuándo discuten, pero tú no estabas ahí para separarlas y yo seguía como en las nubes, pero de esas negras de tormenta. No recuerdo cómo llegué a sentarme en el silloncito de la sala, desde donde me parecía estar mirando una película en la que nuestras dos amigas discutían. Tampoco advertí en qué momento se fueron, o si todo había sido un sueño, porque de pronto era de noche y yo seguía sentada en el mismo lugar en medio de la tiniebla.

      La penumbra se desvaneció cuando mi mamá abrió la puerta del departamento y entró un rayo de luz desde el pasillo del edificio. Luego encendió las luces de la sala y descubrió mi presencia.

      –Ema, ¿qué haces a oscuras? –dijo sorprendida–. Anda, Nico, guarda tus útiles y espérame en tu dormitorio. –Le dio un golpecito cariñoso en la espalda a mi hermano–. ¿Qué ocurre, Ema? –insistió, pero yo me sentía en un lugar muy lejano como para poder contestarle–. ¡Ema! –me sacudió por un brazo.

      –Mamá,