Memorias de viaje (1929). Raúl Vélez González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Raúl Vélez González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587205787
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de tal manera que no veo cuando el vapor da la vuelta y quedamos otra vez mirando hacia el mar. Pero como noto que, (para delante o para atrás) vamos viendo otra vez las mismas cosas que vi hace poco, pregunto a un alemán: “¿Y por qué nos devolvemos?”. “Porque no me ta la kana”, me contesta con su vozarrón brusco y ronco. Me ofende esta rudeza y volteo para manifestarle al grosero mi enojo, pero hallo que está sonriente y cortés, muy satisfecho de la contestación. Quiso decirme que el barco prefería arrimar más bien a este que a otro puerto y fue la manera que encontró para su explicación. Atracamos, se pone el puente, son las nueve, salto a tierra y una brisa me hiela perfectamente los huesos, me vence. Y yo sin abrigo y con interiores y medias de hilo. Mis pies no tocan el suelo, o mejor dicho, no tengo pies; estoy apoyado en una multitud de agujas que se me clavan hasta el cerebro. Llamamos un chofer, que por fortuna sabe francés y le digo que nos lleve volando hasta donde haya un almacén de ropas. Por el camino me explica todo amablemente: me muestra la estación central, la oficina de correos, la bolsa, el palacio real. Al frente hay un lujoso almacén. Entramos en él. Hablo en español y los dependientes se sonríen y se miran como si oyeran algo muy raro; hablo francés y uno parece entender algo. Le hago señas al mismo tiempo que le pregunto por un sobretodo. Cortés y diligente me conduce a un cuartito que resulta, sin yo esperarlo, ser un ascensor, que me lleva, todo asustado, a un piso muy alto donde encuentro un gran salón todo lleno de sobretodos y de espejos. Los empleados de arriba hablan francés y me siento como en mi casa. En este y otros departamentos del mismo piso me proveo de sobretodo, unos guantes tapizados por dentro con lana, medias y ropa interior también de lana y un chaleco de lo mismo con mangas. Me cuesta 110 florines (en holandés suena kulth el nombre de esta moneda). Son como 28 dólares. Voy a pagar a lo campesino y no me reciben; quiero tomar mi mercancía y no me la entregan, y cuando digo que no necesito más me bajan del piso de donde salí y en la caja, cerca de la puerta, me entregan el paquete y la cuenta. Salimos y como el chofer quedó citado para las 12, está ahí. Lo hacemos dar vueltas y aquí sí que acabo de desorientarme en este laberinto de canales, puentes que se abren para dar paso a grandes trasatlánticos, trenes que pasan por encima de nuestra calle con fragor infernal, calles de limpieza increíble, llenas de edificios monumentales y todo lo que no puedo ver. Volvemos al barco como quien vuelve a su casa después de compras, almorzamos, salimos otra vez a dar vueltas, regresamos y a las 10 de la noche emprendemos la marcha otra vez hacia el mar del Norte. He pisado por primera vez tierra europea; he visto el paisaje holandés; he visto la primera ciudad, pues hasta hoy nada sabía de lo que es ciudad (esta tiene 800.000 habitantes). Solo me quedé sin ver las vacas, porque todavía el frío no las deja salir de los establos. Este canal que hemos recorrido casi parte a Holanda en dos pedazos, pues le falta poco para llegar hasta el golfo de Zuiderzee2 y gracias a él es Ámsterdam un puerto, quedando como queda en el interior del territorio.

      Entre las maravillas que vi en él debe contarse como principal un puente giratorio que dio su cuarto de vuelta para que pasara nuestro buque, sobre una fuerte torre de hierro y de cemento. Por encima de este puente pasan cuatro líneas de ferrocarril y una carretera; y ver la facilidad con que giró, como el fiel de una balanza.

      Cuando me duermo estamos aún en el canal y hemos amanecido en alta mar, o al menos la bruma no deja ver costa por ninguna parte. Ayer hizo una tarde buena, sin frío, de primavera efectiva. Porque me dicen que, aunque ya llevamos un mes de primavera, el frío del invierno se ha prolongado en este año de manera excepcional.

      He visto nieve en las orillas del canal. La temperatura de ayer en la mañana debió de estar casi en cero. Hoy no se aguanta el frío, y a pesar de mis abrigos no me atrevo a dejar la estufa de mi camarote que me da la impresión de estar en mi cuarto de Medellín. Esta noche, temprano, llegaremos a Hamburgo. Uno de los sirvientes dice: “Allí sí hace frío. Aquí todavía muy kalorg”.

       [19 de abril]Hamburgo

      Hace cinco días que estoy en Hamburgo, el puerto más importante del norte y tal vez de Europa continental. Mi admiración ha pasado los límites al ver tanta belleza. Pero no levantaré mucho el tono, porque en todo mi viaje veré ciudades más grandes y más hermosas, de manera que no debo gastar en estas mi escaso caudal de palabras laudatorias. Fiel a mi propósito, relataré sencillamente lo que he hecho y lo que he visto, con la parquedad con que lo he visto y hecho.

      Desde las 3 p.m. del día 13, las aguas en que navegábamos comenzaron a ponerse de un color café sucio, así como tabaco, indicio de que hasta allí penetraba la corriente del Elba. A poco vimos costa y en seguida la pequeña y simpática población de Cuxhaven, situada a la derecha de la entrada al río y puerto antiguo, en los tiempos en que los grandes barcos no subían el Elba. Principiamos a subir el río, y el paisaje es encantador. Ese no es un río; es una calle donde las embarcaciones de todos los tamaños y clases se cruzan, se alcanzan, se quedan atrás, igual que automóviles en una calle concurrida. Bastará para darse idea del movimiento, la estadística que formé: más o menos nos encontramos un barco cada minuto y ¡gastamos cuatro horas! Y veo que aún me quedo corto en el cálculo. La llegada a Hamburgo, de noche (eran las 10) es un espectáculo sorprendente: los barcos que se cruzan, las torres y edificios de las orillas, las luces que dan a algunos edificios el aspecto de ascuas gigantescas al rojo blanco, los andamiajes de los potentes guías, las deslizaderas de los grandes astilleros. Claro que nada entiendo y lo miro todo como el salvaje en fiestas de pirotecnia. Y no otra cosa soy en este mar de cosas desconocidas. El barco atraca del lado opuesto de la ciudad propiamente dicha. Como la navegación de los grandes buques no permite puentes en gran número, tendremos que ir a la ciudad dando un rodeo, en automóviles de la compañía. Mejor. Pienso qué haré en la estación central con mis maletas y con O. Manuel casi ciego, cuando, al querer salir ya, sigo entre el tumulto de gentes del puerto que han entrado, que dicen: “¿El señor Vélez?”. Asombrado miro y encuentro un joven bien parecido y puesto con elegancia que pregunta al mayordomo. Me adelanto para saber de qué se trata. Es que un amigo de Barranquilla que allá dejamos y que reside aquí ordinariamente ha escrito a sus consocios que nos reciban bien. Es un hallazgo, y entre frases de cumplido hacemos el camino de la estación, donde nos dan los equipajes. Aunque traemos dirección para una pensión donde se habla español, tememos ir a buscarla a esas horas (las 12 de la noche) y nos instalamos en un lujoso hotel que está cerca y donde la sola cama cuesta dos pesos (ocho marcos) por noche. Es sorprendente el confort del hotel, pero al día siguiente, en vista de que nadie habla español ni francés en el hotel, nos vamos a la pensión donde la señora Stahl, la dueña, habla bastante bien el español, aunque hace siempre unas construcciones muy graciosas. Tiene algo de catarro y al día siguiente me dijo: “Esta noche no sano”. Nos hemos instalado muy bien. Nuestro cuarto tiene de todo, hasta teléfono particular, que maldita la falta que nos hace. La cama es lujosa, con colchones de pluma y de muelles; las cobijas siempre enfundadas en alemanisco y encima mullido edredón que acaricia; lavabos de mármol con agua fría y caliente, baño de pozuelo, seis focos de luz, tocador, estufa de calefacción, armario de espejo, dos mesas, tres espejos (uno de cuerpo entero), etc., etc.

      Hamburgo, situado sobre el Elba, está atravesado por el río Alster, que tiene en su curso, dentro de la ciudad, dos lagos hermosísimos. Uno se llama Alster interior y está rodeado de soberbios edificios. El Alster exterior es mucho más grande y en él navegan barcos de buen tamaño, goleticas, barcas, botes, etc. y está rodeado de lindas avenidas. El comercio es complicadísimo. A mí me pareció que lo conocía ya el segundo día y luego vi el plano de la ciudad y me convencí de que no he visto la centésima parte.

      Los taxis pasan por millares y los choferes son habilísimos; lo llevan a uno a una velocidad extrema por entre este gentío sin que tengan el menor accidente. La red de tranvía es interesante. Cada línea tiene un número y hoy el visto el 119. Van los carros acoplados de 3 en 3 y siempre repletos. Yo resolví montarme en un tranvía a ver hasta dónde me llevaba y a la hora y media aún iba andando: estaba en Altona, a varias leguas de Hamburgo y siempre atravesando calles con altos edificios. Nosotros vivimos en las inmediaciones del Alster exterior, como a una cuadra, y muy cerca de la estación central de ferrocarriles (unas 15 cuadras). Desde nuestra llegada emprendimos la busca de un médico, ayudados por el amigo que nos salió a la estación del barco. Fuimos el lunes a la clínica de enfermedades