El amor romántico, como construcción social, se convirtió en el requisito prematrimonial e identitario de la feminidad, en el pilar básico de la familia heterosexual y heteronormativa —y quizá más allá de ella—, en esa mañosa trampa que insiste en tratar de convencernos —a pesar de las experiencias—, de ser un prototipo capaz de proporcionarnos “familias kellos”, parejas amorosas y felicidad eterna. Según el molde del amor romántico, las mujeres no nos excitamos, sino que sentimos mariposas en el estómago, es decir, nos enamoramos y casi siempre de un amor “infantilizado”, del príncipe azul o del villano, de ese que supuestamente nos salvará o al que salvaremos.
Me refiero a ese amor incondicional que nos lleva a perdernos en las necesidades “del otro”, ese sentimiento que genera adicción y nos hace creer que somos omnipotentes, súper mujeres, siempre cuidadoras, protectoras y al mismo tiempo, nos construye como personas desvaloradas, carentes y con baja autoestima. Y que finalmente, en la búsqueda por alcanzarlo no solo nos impide realizarnos en lo personal; muchas veces nos hace ir en contra de nuestra integridad, autonomía, salud, seguridad y vida.
En el telón de fondo aparece la tradición judeocristiana, la cual se basa en un sistema sexual que se erige en un pilar básico: el matrimonio religioso, monogámico y heterosexual como el único espacio autorizado para ejercer la sexualidad, que además se debe orientar a la reproducción. Al paso del tiempo, esta moral sexual se ha generalizado, formando parte del sentido común y con el aval de un ejército de médicos, pedagogos, sacerdotes, psiquiatras y sexólogos, quienes mediante el disfraz de la “cientificidad” y lo “medicamente saludable” se han dado a la tarea de establecer las normas morales y sociales, convirtiéndose en los principales agentes reproductores de la sexualidad normativizada.
No obstante, la historia, la vida y las experiencias nos enseñan que las normas, los preceptos, las leyes, las subjetividades y la fuerza de la costumbre hacen que los hechos biológicos asuman una significación cultural. Es a partir de la capacidad biológica que tenemos las mujeres de engendrar, parir, amamantar, y de los roles asignados a cada uno de los géneros, que se han fundamentado las diferencias, las desigualdades, las violencias. La exaltación del destino biológico, la ubicación del lado de la naturaleza y la representación predominante de las mujeres como “ángeles del hogar” proyecta un modelo de lo femenino caracterizado por la sumisión, la debilidad, la sensibilidad y la dulzura, que requiere de la corrección y de ser necesario, del castigo masculino.
El aprendizaje de los papeles genéricos empieza desde la primera infancia, de tal manera que niñas y niños van adquiriendo comportamientos y sentimientos diferenciados, desiguales. Para las mujeres se convierte en un verdadero adiestramiento que integra implícitamente la renuncia a la libertad, la independencia y la emancipación, así como la pérdida de sus deseos, para asumir el papel que la sociedad le impone: ser buena ama de casa, sumisa esposa y ante todo, sacrificada madre. Se nos educa en un esquema que no impulsa a la transformación sino a la sumisión; se trata de evitar la confrontación directa con los hombres a fin de mantener áreas de poder, y a la vez adaptarse para sobrevivir en un mundo masculino. En contraparte, a ellos se les disciplina para ser futuros jefes de familia, proveedores con poder de mando, decisión y autoridad.
Así, mujeres y varones quedamos atrapados dentro de los límites de un sistema social sexista, inequitativo y violento, que insiste en equiparar la diferencia con la desigualdad. Pereciera que el único objetivo de las relaciones de pareja es satisfacer “las necesidades” sexuales de los hombres, la reproducción de la especie y la construcción de una familia tradicional. La posibilidad de una relación de pareja basada en proyectos propios y comunes, en relaciones respetuosas afectivas, amorosas y eróticas se antoja imposible.
Sin embargo, creo en otras posibilidades de amarse, de amar. Acredito al amor que conlleve autoestima, libertad, autonomía, transgresión, poder de decisión y de negociación. A diferencia, el amor romántico —como bien sostienen las autoras— es un producto comercial con mucha demanda, que sigue la lógica de la tradición judeo-cristiana, de los modelos económicos y de los mercados. La fantasía de un poder de supremacía absoluta —lo que llaman en este texto la omnipotencia— infantiliza a la pareja y justifica así el cuidado maternalizado,1 lo recrea como la única manera de velar por el “otro”.
Esto nos coloca, sobre todo a las mujeres, frente a la trampa de un molde de amor con pocas posibilidades de elegir libremente entre iguales. Se fabrica un afecto que se somete frente a la otra persona y se gesta la ilusión del sentimiento absoluto, total, incondicional. Al final, quedamos atrapadas buscando el amor paterno que nos impide crecer, madurar, apropiarnos de nuestras vidas; perseguimos la imagen del proveedor, del exitoso, del protector… aunque sea imaginariamente. Los hombres permanecen en la búsqueda del amor materno, ilimitado, omnipresente, ese que les permite actuar con impunidad mientras colocan a su madre-esposa en un altar simbólico, junto a la Virgen y a su progenitora.
La imposibilidad de construir el amor desde el terreno de la igualdad, la autonomía y la libertad nos condiciona, de alguna manera, a aceptar la violencia y el desamor. Y el engaño aparece de nuevo, el amor por “el otro” se convierte en un mecanismo de control que implica el cuidado del hijo, o sea del marido, lo que sin duda alguna lleva implícito el sufrimiento físico y emocional, la violencia, muchas veces también la enfermedad y la muerte. Solemos olvidar que todo lazo tiene fecha de caducidad, nada es eterno, así tengan el rostro de hijas/os, hermanas/os, novios, maridos o amantes.
Percibo al sistema sexo-género como una maquinaria perfecta que día a día —de manera consciente o inconsciente— mujeres, hombres y demás identidades sexogenéricas aceitamos, como a un relojito de los viejos. Sin embargo, creo en la diversidad, en la posibilidad del cambio, en la transformación, en la transgresión. Es decir, aun cuando existen normas y estereotipos acerca de la masculinidad y la feminidad que deben ser respetados para que seamos aceptadas socialmente y para obtener prestigio y áreas de poder, la socialización no es solo un proceso de imposición que los seres humanos, sin importar el género, asumen de manera pasiva ni homogénea. El conjunto de representaciones hegemónicas expresadas en leyes, discursos, valores y prácticas es la fuente más importante que alimenta la construcción de las subjetividades, pero por fortuna los individuos tienen capacidad de elegir.
Ciertamente los conceptos y esquemas sobre la familia, el amor, las relaciones de pareja, el matrimonio, la maternidad y la sexualidad femenina —reformulados de forma constante— son producto del poder que históricamente han detentado los hombres, pero no hay que olvidar dos cuestiones importantes. La primera es que si bien es cierto que no se ha destruido el edificio de los privilegios masculinos ni se han modificado las concepciones en torno al destino biológico de las mujeres, las transformaciones logradas por estas en el siglo XX nos demuestran que nada es inmutable ni inevitable. La segunda cuestión es que si aceptamos que el poder y sus formas de dominación conllevan a la par luchas de resistencia, negociación y transgresión, debemos reconocer y revalorar que en el campo familiar, reproductivo y sexual las mujeres también han jugado un papel activo y no solo han sido víctimas inertes de la subordinación. En diversos momentos históricos, sus comportamientos nos demuestran que han renegociado y transgredido los preceptos dominantes establecidos, con el fin de reapropiarse de su cuerpo, reproducción, sexualidad, y también han logrado definir sus deseos y necesidades. Se han apoderado de sus vidas y destinos.
Creo firmemente que vale la pena insistir en el reconocimiento de las mujeres como parte de la diversidad humana, contradictoria y heterogénea, sin perder de vista las pequeñas o grandes batallas cotidianas que han librado para transformar aquellos espacios asfixiantes, en donde han opuesto resistencia y han manipulado las normas a favor de sus intereses, necesidades y propósitos. Es decir, tenemos capacidad y posibilidades de elegir —aunque a veces dentro de marcos opresivos— frente a un amplio abanico de posibilidades, así como resistir y luchar para transgredir el sistema sexo/género dominante,