—Veamos —dijo—. Creo que su nombre es Carp.
—Augustus Carp —repliqué— de Angela Gardens.
—Entonces tenga la bondad de recordar —respondió— que en el futuro debe limitarse a contestar la información que se requiera de usted, y nada más.
Se trataba, por supuesto, de la declaración de un hombre vengativo y de mente peculiarmente estrecha, hasta ahora instalado por azar en una posición de autoridad que evidentemente había alimentado sus inclinaciones más perniciosas. Pero como yo aún ignoraba hasta qué punto era un ejemplo deplorablemente típico de la clase a la que pertenecía, pasó una cantidad de tiempo considerable hasta que pude contener los sollozos que sus infamantes palabras habían causado en mi ánimo. Por supuesto, no perdió un momento y se aprovechó vilmente de mis emociones.
—Quizá —observó, con una burlona y malvada expresión— cuando haya terminado de meditar mi respuesta, será tan amable de enumerar las principales exportaciones de Finlandia.
Me alegra decir que, más tarde, gracias a la inmediata e imperativa exigencia de mi padre, se vio obligado a pedirme perdón en presencia de mi progenitor y del director de la escuela, el señor Septimus Lorton. Sin embargo, al instante comprendí que no era una disculpa basada en un arrepentimiento real y de corazón, y aunque le aseguré que en lo que a mí respectaba el incidente estaba cerrado, quedó claro que jamás podría concederle el privilegio de mi amistad.
Tampoco estaba en mi destino recibir una respuesta más satisfactoria a los siguientes avances que consideré mi deber emprender. Estaba excusado, por razones morales, del estudio del francés por petición expresa de mi padre, y en lugar de eso se me permitió recibir lecciones adicionales de alemán, impartidas por el señor Beerthorpe. Era un hombre de complexión fornida y muy miope; para corregir ese defecto, llevaba unas gafas excepcionalmente gruesas. Al principio, su amistad me atrajo, pero pronto descubrí que su carácter no era más que espuria amabilidad. También me resultó embarazoso descubrir que casi todo el mundo se refería a él por la primera sílaba de su apellido, añadiéndole un apéndice vocal que le confería el mote de «El Cervezas».6
Si el interfecto lo sabía o no, eso yo lo ignoraba. Pero opté por distanciarme de dicha práctica a la menor oportunidad, como un acto de bondad y justicia hacia mi persona. Así, un día en que actuaba de árbitro de un partido de fútbol, me acerqué y posé mi mano en su codo, diciéndole que me gustaría intercambiar algunas palabras con él.
—¿Eh? ¿Qué? —dijo—. ¡Falta!
Y soltó un pitido tremendo con un diminuto silbato. Me pilló desprevenido y no pude evitar sobresaltarme, tapándome los oídos.
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema? —preguntó.
—Quizá podríamos buscar un lugar más tranquilo para hablar.
—Pero bueno, ¿qué pasa? —exclamó y añadió—: ¡Cuidado!
Se apartó bruscamente para dejar pasar un balón. Al perder el muro de contención del señor Beerthorpe, yo no fui tan afortunado y recibí el impacto del proyectil aéreo en la parte superior de mi cuello y mi oreja izquierda. Durante unos instantes fui incapaz de seguir hablando. Si la pelota hubiera tenido una forma más cónica, parecida a un huevo, de esas que tan habitualmente se utilizan para el mismo tipo de celebraciones bárbaras, el golpe habría tenido consecuencias más graves e incluso fatales. Cuando hube recuperado la capacidad de hablar, sentí una ligera decepción al ver que el señor Beerthorpe seguía soplando cruelmente con su silbato, en una lejana esquina del campo de deportes. En esas circunstancias, cualquier otro muchacho habría abandonado su propósito. Pero a pesar de lo que después siguió, siempre me enorgulleceré de no haberme dejado arredrar por el desafortunado principio de mi tarea. Acercándome por segunda vez, volví a tocarle el codo.
—Por el amor de Dios, ¿sigue ahí? —exclamó.
Naturalmente, parpadeé un poco ante su interjección, y le recordé que seguía pendiente mi comunicación.
—Está bien, está bien. Venga, vamos.
Le entregó el silbato a un muchacho que andaba cerca.
—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó.
Entramos en un aula vacía.
—Primero, me agradaría que aceptara esto —dije yo, entregándole una caja de media libra de chocolates, adornada con muy buen gusto con un lazo de color amarillo. Proseguí—: Es una pequeña muestra, aunque espero que aceptable, de mi deseo de inaugurar relaciones amistosas con su persona.
Se quedó mirándome con la boca abierta durante un instante, y luego se oyó un sonido gutural en la parte posterior de su garganta.
—Pero bueno, muchacho. ¿No pretenderá decirme que ha interrumpido un partido de fútbol para traerme aquí y darme media libra de chocolatinas, verdad?
—No del todo —dije—. No era esa mi intención primordial, aunque debo confesarle que me siento herido por el tono de su voz. También deseaba informarle de que es usted objeto de una continuada indignidad, con la que personalmente disiento sobremanera.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué demonios quiere decir?
Volví a sobresaltarme por segunda vez, y en esta ocasión bajé mi voz.
—Pensé que debía saber que el resto de los alumnos se refieren a usted —confío en que sin la menor justificación— con el apodo de «El Cervezas».
Durante lo que quizá fueron doce o trece segundos, el silencio solamente se rompía cuando los jugadores del partido que seguía en marcha gritaban. Pero observé que las mejillas del señor Beerthorpe se teñían, arreboladas, y que sus ojos miopes parecían salirse de sus órbitas. Era un espectáculo verdaderamente repulsivo, y entonces su verdadero carácter salió a relucir, igual que pasó con el señor Muglington. Igualmente embriagado con la mezquina autoridad que su posición le confería, su conducta general al igual que sus palabras, fueron aún más duras y viles.
—Mire, joven Como-se-llame, no me importa su apellido ni tampoco quiero saberlo. Pero si vuelve a soltarme una impertinencia como esa, informaré de su comportamiento al director. Y ahora, váyase de aquí, y llévese esas chocolatinas.
A pesar del terrible golpe que suponían sus palabras, y de las lágrimas que mojaban mis mejllas, reuní valor para levantar la mano.
—Un momento, señor —interrumpí—. Ha habido un malentendido, y quizá ha sido una estupidez por mi parte pensar que podría haber sido de otro modo. Pero debo aclararle, por mi bien y por el de la escuela a la que ambos pertenecemos, que seré yo quien me veré obligado a informar del lenguaje y las formas con que me ha tratado hoy usted.
Rojo hasta un punto que jamás he vuelto a presenciar, abrió su boca una o dos veces en silencio. Luego se limpió la frente con el dorso de la mano y dijo:
—Más bien diría que le he contestado con la mayor contención, teniendo en cuenta lo que me ha dicho.
—Al contrario —objeté—. Me veo en la obligación de recordarle que ha mentado por dos veces a Nuestro Señor.
—¡Por los clavos de Cristo! —balbuceó.
Abrí la puerta y declaré:
—Esa la tercera vez. Tendrá noticias mías.
Había logrado conservar mi autocontrol, pero supuso un esfuerzo tan grande, que quedé físicamente debilitado y destrozado, sufriendo una gastritis posterior que me privó de varios minutos de sueño, así como la mayoría de mis cenas. Sin embargo, gracias a una segunda y más tajante entrevista entre mi padre y el señor