—¡Desgraciado! —chilló, blasfemando—. ¡Serpiente asquerosa, insufrible pedante avasallador!
Entonces, para mi horror y no menos para el de mi padre, le levantó, izándole del suelo. Por un instante, o así me lo pareció, creí estar a punto de caer víctima de una compasiva lipotimia. Pero no fue así, y distinguí a la señora O’Flaherty cuando hundió la cabeza de mi padre en su cubo. Se trataba de un cubo de lo más vulgar, que estaba lleno casi hasta los bordes con agua más bien sucia, y además contenía el trapo con el que solía lavar el suelo, rebosante de negritud. Por tres veces repitió la acción, llegando incluso a sumergirle la parte de atrás de las orejas, y cuando por fin le soltó y mi padre pudo recuperar el aliento, comprendí que jamás le había visto en un estado de tamaña agitación.
Siempre dueño de una elocuencia envidiable, emprendió tal denuncia de la conducta de esa mujer, correctamente suavizada para que ella alcanzara a entenderle, y fue su discurso de una severidad que superaba incluso a la de los escritos del tocayo de mi conejo. Una y otra vez, apasionadamente a pesar de sus dificultades respiratorias, se sintió obligado a conminar al Creador para que condenara al alma de la mujer a su justa perdición. Y cuando la señora O’Flaherty le tendió la parte superior de su dentadura, la arrojó al suelo con desprecio, una vez más. Finalmente, le ordenó que abandonara la casa al momento, y le informó con toda franqueza que pensaba denunciarla por asalto.
—Eso, eso. Quedará muy bien en los periódicos —dijo ella—. Primero le parte a un niño la cabeza con su bastón y luego usted termina con su propia cabeza metida en un cubo.
La malevolencia con la que pronunció estas palabras fue casi inconcebible. Pero como me dijo mi padre cuando la señora O’Flaherty hubo partido, planteaba cuestiones de la mayor gravedad que exigían una profunda reflexión por su parte. Pues aunque personalmente —in propria persona—2 pudiera ser su deber llevar a la mujer frente a un tribunal, no era menos importante, en tanto que administrador adjunto de una parroquia de la Iglesia de Inglaterra, evitar la publicidad negativa que pudiera producirse. Se inclinó finalmente por esto último y, en tanto que ejemplo de lo que podría llamarse su calidad de hombre de estado eclesiástico, siempre me ha parecido que arrojaba una peculiar luz sobre uno de los aspectos más sublimes de su carácter. Sin embargo, en cuanto a la negligencia, poco menos que rayana en lo criminal, del párroco de la iglesia de Santiago el Más Menor, siempre he albergado mis sospechas. De hecho, como mi padre le indicó abiertamente, no puedo sino pensar que su relación con la señora O’Flaherty no era todo lo correcta que debiera, pues no sólo censuró lo que, tras escuchar a mi padre referirle lo ocurrido, calificó de acción precipitada, sino que la tarde siguiente un conocido de mi padre le notificó que la señora O’Flaherty estaba fregando el suelo de la iglesia.
En esas circunstancias, no le quedó más remedio a mi padre que presentarse al momento en la parroquia, donde se enfrentó al párroco exponiéndole lo que ya he mencionado sobre su relación con la señora O’Flaherty, por lo demás muy natural. Pero su respuesta, por lo que me contó mi padre, no fue ni cristiana ni caballerosa y, por lo tanto y a su pesar, mi padre se vio obligado a transferir de nuevo sus visitas dominicales a un nuevo templo. Era un paso muy grave, pero la experiencia en la iglesia de Santiago el Menor le había preparado para ello y, en menos de cinco meses, se había convertido en uno de los prohombres cristianos que colaboraban en los servicios religiosos de Santiago el Menor de Todos, en Kennington Oval.
Mi querido padre en sus años mozos (extraído de un grabado de los parroquianos de la iglesia de Santiago el Menor).
Capítulo IV
Posteriores años de adolescencia y cruces adicionales. Progreso en mis estudios y en la música. Destaco en un juego en el mes de mayo. Destinado al internado Hopkinson. La Providencia vuelve a intervenir. Me convierto en una víctima de la dermatofitosis. Efectos devastadores de una pomada. El señor Balfour Whey y sus hijos. Un juez de paz brutal. Mi padre obtiene daños y perjuicios.
A pesar de quedar físicamente destrozado por el ataque que había sufrido mi persona a manos de Desmond O’Flaherty, las consecuencias espirituales y mentales de dicho ataque fueron aún más graves y prolongadas. Consciente por primera vez de la existencia en mi época de una depravación que hasta entonces ignoraba, durante varias semanas me resultó imposible recuperar mi anterior compostura o, de hecho, aventurarme sin compañía más allá del jardín de la casa. Tampoco podía, ni siquiera, contemplar la posibilidad de la llegada de una sucesora de la señora O’Flaherty.
Por ese motivo, aunque mi salud seguía debilitada, mi madre se vio obligada a retomar sus antiguas obligaciones, mientras que mi padre se reafirmó en su decisión de posponer mi escolarización durante otros tres o cuatro años. Previamente ya se inclinaba por esa opción, en parte debido a las protestas que yo me había obligado a hacerle y en parte por su deseo de ayudarme el máximo posible a soportar las cruces con las que la Providencia me había obligado a cargar. Muy por encima de la media en peso y número, ahora comprendo, por supuesto, que esas cruces eran un privilegio. Pero en los primeros días de mi niñez, pusieron a prueba mi fe hasta el límite.
Muchas veces, por ejemplo, después de una larga mañana de estudio solamente interrumpida por una ocasional taza de chocolate, me lanzaba con avidez a una sencilla pero abundante comida de cerdo asado y tarta de mermelada sólo para encontrarme, una o dos horas más tarde, retorciéndome de agonía en el sofá o incluso en algunas ocasiones viéndome llamado a que la comida volviera a salir por donde había entrado. Esta fue, quizá, la lección más dura de todas. Pero me hace feliz decir que al final la aprendí. Y todavía recuerdo el orgullo con el que mi padre, que se apresuraba a volver al salón con el receptáculo adecuado, me encontró por primera vez consolándome con algunos versículos apropiados de uno de los primeros capítulos del Libro de Job.
Ese solo incidente, como solía decir mi padre, era justificación más que suficiente de su decisión de posponer mi escolarización; y estoy bastante seguro de que si me hubiera visto expuesto a la propincuidad de muchachos de hechuras más duras, jamás habría sobrevivido para prestar servicio, como adulto, a los hombres y mujeres de mi tiempo. Ni tampoco, estoy seguro, habría alcanzado el nivel de desarrollo intelectual que logré entre mi sexto y mi undécimo cumpleaños. No solamente me había familiarizado de cabo a rabo con la Biblia, sino también con los evangelios apócrifos; era diestro en las divisiones simples y conocía la geografía de las Islas Británicas. También había terminado la lectura de la historia de Inglaterra hasta la era de la Reina Ana. Sentía una devota pasión por la música y de forma autodidacta había aprendido a tocar, de memoria, un buen número de tonadas e himnos conocidos, incluyendo algunas de las melodías más rápidas y sincopadas, de los fallecidos Moody y Sankey.3 Bajo la sabia guía de mi padre, también me deleitaba como corresponde a un niño con literatura ligera. Por ejemplo, pronto fui capaz de recitar de memoria algunas de las obras del poeta Longfellow, y aún recuerdo el goce que sentía al leer una obrita de ficción en la que Martín Lutero era uno de los personajes principales.
A pesar de lo feliz que era con algún volumen como los mencionados, con una libra o dos de chocolate y mi conejo Isaías, o bien dedicando una larga tarde de verano a leer el Libro de Himnos que acompañaba al Libro de Oración Común,4 también me gustaba salir a dar una caminata junto a mi padre, o incluso ejercitarme más enérgicamente con camaradas más jóvenes y apropiados a tal efecto. Emily Smith, la nieta de la señora Emily Smith, tía de mi madre, era una de esas compañías: una criatura amable, desafortunadamente albina, pero dotada de una naturaleza profundamente religiosa y compasiva.
Era uno o dos años mayor que yo y vivía