Los impuros. Analía Giordanino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Analía Giordanino
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789871959648
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aire nuevo, una mañana de sábado después de tomar la leche y caminar unas cuadras para ir a catequesis. Me encantaba cómo nos hablaba el cura. Nos decía que Dios no estaba en la fiesta de la comunión, que estaba en el silencio del sagrario o en la guerra, con los soldados. Yo me enamoraba del cura cuando hablaba así, pero no se lo podía decir a nadie. Cada tanto cuando se hacía limpieza a fondo y se ordenaba el divanlito, yo releía el libro del Papa en Argentina. En el divanlito también estaban las revistas sobre Malvinas y la vuelta a la democracia. Cuando encontraba el libro del Papa lo releía entero, sobre todo la parte que contaba que se llamaba Karol Wojtyla, dónde había nacido, las cosas que había estudiado. También estaba secretamente enamorada del Papa. Cuando había venido por la guerra lo habíamos mirado en la tele. No sé por qué pero me acordaba que era viernes. Llegamos de la escuela, tomamos la leche y terminamos rápido la tarea. Mi mamá nos había dejado más cosas para hacer con el diccionario, a mi hermano le costaba escribir sin errores de ortografía. Mientras buscábamos en el diccionario miramos los dibujitos y después en el noticiero vimos la llegada del Papa: saludó arriba de las escaleras del avión y cuando bajó se arrodilló y besó el piso. Yo nunca había visto hacer eso a nadie.

      Me despierto cuando la peluquera empieza a lavarme el pelo. Pone tres tipos distintos de shampoo, porque recién con el tercer lavado el pelo queda limpio y actúan los componentes. Gladys está contando lo que le pasó en el ginecólogo. Se encontró con que el médico era un conocido de su marido, pero se dejó revisar igual y por vergüenza nunca se lo dijo al marido. Tiene las revistas en la falda. ¿Qué cosa con eso de Malvinas, no? Todavía andan los combatientes, pidiendo planes. Yo me acuerdo que hubo una época que no te dejaban tranquila, enseguida te querían vender una rifa o un bono contribución. Yo nunca les compré nada, andá saber a dónde iba a parar esa plata. Cuando los militares hicieron esa colecta de la televisión, llevé una cadenita de oro con una medalla de la Virgen de Guadalupe que me había regalado mi papá para la comunión; me arrepentí toda la vida. Y ahora siguen protestando, cortando la calle. Se tiene que terminar eso, hay que ir dejando atrás esas cosas. Si no, mirá, algunos dicen que se volvieron locos después que vinieron. Che, nena ¿así que tu perra tuvo cinco cachorritos? Los vas a vender, me imagino. Mirá el Papa, qué joven que estaba…

      La peluquera me pone una ampolla nutritiva que necesita quince minutos de agua caliente. Gladys y las demás están hablando de la presidenta, hay fotos en las revistas que la muestran en una visita a Venezuela. Le elogian el pelo, el maquillaje y la ropa, y después le critican la plata que gasta en esas cosas. La peluquera me hace dejar la bacha y me indica una silla del costado. Yo me siento con la cabeza enfundada en una toalla, blanca como un guardapolvo recién comprado. Me miro en el espejo, sale un humo liviano de la toalla caliente, se evapora hacia arriba, como en flecos. Los focos de las luces del espejo me iluminan la cara. Se me notan las ojeras.

      En quinto grado habíamos empezado a ir y volver solos a la escuela en colectivo. El 2 nos dejaba en la otra cuadra de casa, por Juan de Garay. En el regimiento de enfrente había dos garitas sobre la calle. Una tarde, todavía había luz, el foco grande que habían puesto en la última garita se prendió y nos enfocó a mí y a mi hermano mientras caminábamos la cuadra hasta llegar a casa. No había nadie en la calle, era invierno. La luz del foco se apagó antes de que llegáramos a la punta del pasillo. Pocas veces pasó eso.

      Después del último enjuague, la peluquera me pregunta si me hace el brushing. Le digo que no, que está lindo para que el pelo se seque solo, al aire. Me peina para atrás con los dedos de las manos abiertas como un pulpo. Me pone uno de los productos de colores del estante. Mirá que ahora está nublado ¿eh? Dicen que va a llover mañana, te convendría que te seque, así te dura el pelo limpio. Yo me excuso, ella siempre insiste en alisarme el pelo, a veces la dejo. Vuelve a insistir y me rindo.

      Esa tarde habíamos ido a la casa de gobierno con la escuela, el día estaba nublado y frío. Las maestras habían dicho que lleváramos medias, bufandas, guantes y chocolates. En las aulas metieron todo en una bolsa grande de plástico, lo último que metieron fueron las cartitas. Cuando entraron en la parte de adelante del edificio, después de trepar los escalones, a mí me dieron ganas de ir al baño, me había aguantando mientras las señoritas entraban dos y dos se quedaban con los chicos, para avisar que habían llegado. No aparecía nadie. Las dos señoritas que habían ido adentro aparecieron con las caras largas, diciendo que había que volverse, que no había ninguna autoridad para recibir las cosas. Algunos compañeros no habían puesto en las bolsas los chocolates y se los habían comido en el camino. En las escaleras, yo me había quedado mirando el cielo atrás de la Casa de Gobierno: estaba gris y nublado como cuando se sabe que no va a llover en ese momento. Atrás de esas nubes grises aparecieron unas bandadas de pájaros, lejos, dando vueltas en círculos y rectas y ondas. No había nadie en la plaza y parecía que no había nadie tampoco en la Casa de Gobierno, aunque de una ventanita arriba de todo salía humo. Cuando sale humo de algún lugar es porque hay alguien, pensé yo. Hacía mucho frío y me hacía pichí. Me aguanté hasta que las señoritas que habían ido adentro volvieron. Un soldado de verde con una metralleta cruzada en el pecho les dijo que podíamos ir al baño que estaba en el hall de la entrada. Yo miré el soldado cuando pasé por al lado, tenía un sombrero verde, las botas del soldado eran de una goma gruesa. Le pesaban al caminar, hacían “boc, boc”. La metralleta que tenía parecía de cartón duro, el soldado la sostenía con las dos manos y cambiaba de posición, un poco para abajo la punta, un poco más a la derecha, y la correa no se le movía en el hombro. Tenía puesto un pulóver grueso con adornos verdes más oscuros en los hombros, de pana.

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