Los impuros. Analía Giordanino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Analía Giordanino
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789871959648
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como la cabeza de un niño muerto. Le acaricia el borde suave y curvo de las manijas. Yo miro fijo hacia la pantalla a media luz.

      Las hermanitas se levantan de improviso, miran toda la platea y vienen, cuchicheando y riéndose entre ellas. Se sientan detrás de nosotros. Arman un espamento de risas y quejas: que en estos cines adelante no se ve nada, que ya no hay acomodadores, que una se puede caer y quebrarse del golpe que se puede dar en la oscuridad.

      Por qué no se habrán quedado en su casa con sus machos, dice el viejo, y me deja el bolso sobre las rodillas, sin mirarme. Cuando retira la mano me roza una pierna. Bajan por completo las luces. Mientras la pantalla se enciende alcanzo a ver que el viejo se acomoda la dentadura. Me llega una ráfaga de olor a baba cuando busca el apoyabrazos. Hago un intento de levantarme pero desde atrás oigo un shhhh, tranquila de las hermanitas que me vuelven a mi asiento.

      Intento concentrarme, sé que no estoy sola y eso me alivia. La película comienza con varias mujeres hablando sobre el pelo de la protagonista, luego se ve a la actriz manejando. Va ensimismada. Choca con algo y se detiene. Se queda mirando el volante. Baja, camina, sube otra vez al auto, se queda mirando. Se queda mucho tiempo en silencio mirando el volante, la escena empieza a estirarse con la protagonista siempre en la misma postura y en el mismo plano de cámara. Sólo se escucha el sonido ambiente de la carretera en el medio de una estepa del noroeste. El silencio deja de ser amable, percibo que en los asientos algunos espectadores se revuelven.

      El viejo hace ruidos. Respira entrecortado y se atraganta, pareciera que le faltara la respiración o fuera asmático, le cuesta respirar con normalidad. Empieza a mascullar algo que no se entiende. El resoplo se repite por lo menos dos o tres veces durante los primeros diez minutos de la película. Yo me concentro en el rostro de la protagonista para aislarme. Puedo oler el pelo de la mujer cuando se lo peina y se lo lava en la escena que corre.

      La protagonista de la película me fascina. Tiene una sonrisa plegada, como si perteneciera a otro rostro. Los ojos están en un lugar de su cabeza y su sonrisa en otra. Me recordó a las mujeres pintadas por los cubistas. Yo estaba por fin en ese estado de adoración que sólo provocan las experiencias estéticas o el amor, cuando el olor de la baba del viejo me alcanzó de nuevo. Esa sensación de goma en la nariz, ese apriete de la mandíbula y en el filo de los dientes de adelante, como cuando sentía venir al marido de mi madre.

      Cambio de postura en la butaca y me siento con los codos sobre el asiento vacío de adelante. En ese instante, como en un movimiento coreografiado, el viejo saca la pija afuera y empieza a sobársela, a estirársela. Y con la misma mano se seca las comisuras y otra vez baja, se la estira otro poco y cierra la bragueta.

      La pantalla se me oscurece y dejo de ver por unos segundos. El viejo me mira fijo, se levanta y sale. Todo el cine lo mira mientras camina sin eje. Pone un pie tras otro en la oscuridad hasta pararse dos o tres hileras más abajo. Se sienta y mira la película ahí hasta terminar.

      No sé qué hacían las otras. Las hermanitas no se oían. No sé qué más pasó porque me puse a escribir en la oscuridad, sin ver, solamente el sonido del lápiz rasgando la superficie encerada de la libretita que siempre llevo en el bolso. Sé que hubo en la película una sucesión de escenas que intentaron resolver el choque inicial. Miré solamente la escena en que la protagonista se acostaba con un tipo, no era el marido. La película terminó igual que empezó, con la sonrisa sticker de la actriz en la pantalla.

      Cuando se van prendiendo las luces, todos salen. Yo me quedo un poco sentada oyendo el silencio de la sala vacía y después me voy. En el pasillo de salida la Rubia tropieza al sacar el celular de la cartera y se le cae al piso. Se vuelve y me ve, me deja pasar. Junta el teléfono, lo enciende y sale atrás mío.

      No ubico al viejo hasta que lo veo hablando solo. Lo sigo con la vista hasta que alcanzo a ver que desaparece atrás de la puerta vaivén del baño.

      Acomodadores y vendedores se van a otra sala con sus sonrisas. Yo empiezo a llegarme a la escalera mecánica. Ya casi no hay nadie. Mientras la escalera me transporta hacia abajo alcanzo a ver entrar a las hermanitas atrás del viejo. Anoto mentalmente ese momento para después: ya nadie queda allí y los pasos de las dos rebotan como caricias en el sonido ambiente. Atrás aparece la Muda, sacando algo de la cartera, no sé qué es. Me sonríe, y entra.

      El tiempo en las peluquerías

      La peluquería es un buen lugar de descanso. Se miran revistas hasta que te atienden aunque hay que hablar con la peluquera o con las otras clientas. Por suerte siempre hay algunas que se hacen cargo y se puede estar en silencio.

      Hace más de un año que me atiendo en esta peluquería, voy una vez por mes. En la mesita de las revistas, desde abril, aparecen notas sobre Malvinas en una publicación mensual. Relatos, reportajes a los familiares, fotos. El paisaje de las islas es el mismo en todas las fotos: un espacio desértico, con vegetación corta y exigua, verdeopaca, blanca o amarilla. Sobre las casas de estilo inglés reposan techos de colores aguados. En Darwin, la tierra fría cercana a la costa se interrumpe por un medio arco blanco. Adentro del arco se reparten, regulares, cientos de cruces blancas. Los primeros planos muestran rosarios, medallas y flores de plástico, son los únicos colores visibles a corta distancia.

      Por ahora, nadie interrumpe mi lectura. Dos de las clientas se entretienen entre ellas contándose cosas íntimas y la peluquera se desplaza entre una y otra en su labor. En una peluquería no hay lugar a dónde irse si no se quiere participar en las charlas, no se puede salir a la calle con la tintura puesta, hacer un mandado y después volver. No queda otra que oír a Gladys. Cuenta con detalle qué se puso para el casamiento de la hija y cómo logró deshacerse a tiempo de las manchas en la piel con el nuevo dermatólogo. Nos interroga a todas si lo conocemos. Nadie lo conoce, lo recomienda. Interrumpida, yo me quedo mirando el estante de productos para el pelo, repleto con frascos de diversos colores y tamaños. Algunos están abiertos delante del espejo de trabajo pero sus olores frutales quedan apagados abajo por el de la tintura. Me adormezco.

      Íbamos seguido a lo de una curandera que nos curaba el empacho y los bichos, en Barrio Roma. La curandera era una señora enorme, con cuerpo de pera, sin un pecho. Tenía olor dulce y toda la casa tenía el mismo olor. Había cosas amontonadas en el lugar donde atendía, un lavarropas sin tapa y muchas repisas de madera llenas de frascos con cosas. En una de las repisas estaban las cosas que usaba para curar. Un plato hondo de losa blanco con el fondo pintado con florcitas: la curandera le echaba agua y después unas gotas de aceite, el aceite que flotaba se juntaba en ojos grandes o se separaba en ojos chicos, de eso dependía la ojeadura. También había un frasco con agua al que la curandera le echaba arroz, y si flotaban o se quedaban abajo, había o no había bichos. Una cinta larga, sucia y engrasada era la que medía el empacho. Tenía olor dulce como la casa y la curandera. A mí me gustaba ese olor, esperaba entrar ahí para olerlo, o antes de entrar ya lo olía, o lo imaginaba. Después que nos íbamos lo seguía oliendo por un rato, pero esas cuadras de vuelta hasta casa me echaban a perder el olor en la mente, porque en los jardines del barrio había jazmines y borraban el olor. La curandera tenía una foto del hijo en un portarretrato, y cuando entrábamos a la casa veíamos la foto con velas y flores alrededor. Flores de plástico, mejores que los jazmines, porque no daban nunca olor pegajoso. La curandera decía que le ponía flores de plástico porque nunca se morían. Igual que mi hijo, decía. Todos los días las limpio del polvo de la casa, cuando él vuelva las voy a tirar. Le voy a leer la carta que le escribí el día que se fue. Me la mandaron del ejército de vuelta como a los tres meses que se había terminado la guerra. Cuando vuelva vamos a tirar todo, la carta y las flores. Él debe estar en el sur o en Chile, cuando recupere la memoria y se acuerde quién es va a volver.

      La peluquera me llama, voy a la bacha para hacerme los largos. Dejo las revistas arriba de la mesita y Gladys las agarra para hojearlas. Yo tengo que esperar que la tintura tome en el resto del pelo. Siempre lucho para no dormirme en la bacha, me parece que si sueño todos se van a dar cuenta si me muevo o digo algo inconveniente, a veces suelo hablar dormida. La peluquera me toca el cuero cabelludo, escarba suavemente entre las raíces para ver si necesitan un retoque, si los minutos están, y después comienza a acariciar desde arriba hacia las puntas para estirar la tintura.