Este capítulo empieza y termina con un par de reflexiones: la primera se apuntala en la idea de que si, como dice Sontag, solo lo que narra permite comprender, entonces el camino más lógico sería salvar la inestabilidad y la fugacidad de las imágenes mediante la perdurabilidad de las palabras, a través de la urgencia de la interpretación. ¿Qué puede significar esto? La segunda comienza por reconocer que si bien la fotografía puede ser considerada como una ausencia de narración, ¿qué podría tener en común con la narración? En la mitad de estas reflexiones aparece una tensión que surge de problematizar si la cuestión del horror está en la crudeza de las imágenes, o en el vacío de su comprensión, y si para interpretar una fotografía de atrocidad es preciso tener en cuenta el marco que proporciona la imagen, o más bien hay que salirse de él. Una tensión en la que diversos autores entran a dialogar y controvertir con Sontag.
“Aproximaciones” en espera de interpretación
La distinción entre la narración que es temporal y la fotografía que se ubica en el plano de lo espacial es una de las claves para asumir el déficit explicativo de la imagen fija. En Ante el dolor de los demás (2003), Sontag revive su crítica a la carencia narrativa de la imagen fotográfica. En sus páginas, vuelve a poner en duda la idea según la cual el poder de la fotografía está en su capacidad de fomentar el repudio contra la atrocidad o la insensatez, puesto que no es lo mismo estar afectados, obsesionados, por una imagen, que ser capaces de pensar en el acontecimiento que la produjo. Como tampoco es igual la cantidad de emoción que transmite la imagen a la calidad del entendimiento que esta puede concitar y a los sentimientos que puede generar: indignación, angustia, entumecimiento, impotencia. A esto se refiere cuando afirma:
Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender. Las fotografías hacen algo más: nos obsesionan. Considérese una de las inolvidables imágenes de la guerra de Bosnia, una fotografía de la cual escribió el corresponsal extranjero del New York Times, John Kifner: “La imagen es escueta, una de las más perdurables de la guerra de los Balcanes: un miliciano serbio a punto de dar un puntapié a la cabeza de una musulmana moribunda. Eso dice todo lo que hace falta saber”. Pero desde luego que no nos dice todo lo que hace falta saber (Sontag, 2003, p. 104).
Sontag reta la afirmación de Kifner porque, para ella, esa imagen por sí sola no dice todo lo que hace falta saber. La operación es diferente: para ver se requiere saber. Y para saber se necesita algo más que conmoción, en la medida en que ver no es comprender. Hace falta comprensión: algo que las imágenes no brindan por sí mismas. Y comprender, sostiene Sontag, implica un análisis del contexto, del desarrollo y de las consecuencias de una serie de eventos que se despliegan en el tiempo bajo estructuras narrativas relacionadas con un principio, un nudo, un desenlace (2003, pp. 140-142). En el comentario a esta misma fotografía, tomada por el fotorreportero Ron Haviv, Sontag continúa:
Sabemos que la fotografía se hizo en el pueblo de Bijeljina en abril de 1992 […] Vemos de espaldas la figura de un miliciano serbio uniformado, una figura juvenil con gafas oscuras que descansan sobre su cabeza, un cigarrillo entre el dedo índice y el medio de su mano izquierda levantada, el fusil suspendido en su diestra, la pierna derecha en el aire a punto de dar un puntapié a una mujer tendida boca abajo sobre la acera entre otros dos cuerpos. En la fotografía nada nos dice que sea musulmana, aunque es probable que hubiera sido caracterizada de cualquier otro modo, pues ¿por qué ella y los otros dos iban a estar allí tendidos como muertos (¿por qué “moribunda”?), bajo la mirada de unos soldados serbios? De hecho, la fotografía dice muy poco: salvo que la guerra es un infierno y que garbosos soldados jóvenes armados son capaces de dar puntapiés en la cabeza a viejas gordas que yacen indefensas o ya muertas (2003, pp. 104-105).
En esto Sontag no está sola. Sus planteamientos coinciden con un comentario formulado hace ya cuatro décadas por el crítico de arte, pintor y escritor John Berger, a propósito de una fotografía tomada por el reconocido fotoperiodista inglés Donald McCullin, en la que aparece un hombre con un niño agonizante en sus brazos en la localidad de Huê, en plena guerra de Vietnam en 1968. Imágenes como las de McCullin, dice Berger, nos toman por sorpresa, “nos atrapan”, cuando las miramos, “nos sumergimos en el momento del sufrimiento del otro”; son fotos cuyo “objetivo es despertar la preocupación del espectador”, es mostrar “momentos de agonía a fin de provocar un máximo de inquietud”, por lo que se inscriben en una “nueva tendencia” de la prensa estadounidense –la tendencia de esa época– que consiste en “recordarnos la aterradora realidad, la realidad vivida tras las abstracciones de la teoría política, las estadísticas de muertes y los boletines de noticias”. Y, sin embargo, Berger se pregunta: “¿qué es lo que vemos a través de ellas?” (2005, pp. 55-56).
Para él, lo que vemos en estas fotografías de la agonía súbita, como las que captan los fotoperiodistas de guerra –“un terror, una herida, una muerte, un llanto de dolor”– apunta a una contradicción: a cristalizar “momentos totalmente discontinuos en relación con el tiempo normal” (Berger, 2005, p. 56), ya que, por una parte, nos sumergen en el pesimismo o indignación que captura la imagen; pero, por otra, cuando hemos visto suficiente, nos dirigimos de vuelta a nuestra vida cotidiana, a retomar nuestras labores diarias, en un movimiento de separación con la situación que ha tenido lugar. Según Berger, al aislar un momento de agonía, al congelar una escena de dolor, lo que la cámara crea es una discontinuidad radical que lleva a la inadecuación moral, porque al romperse el circuito de continuidad con el hecho de atrocidad, la respuesta del espectador termina siendo inadecuada.24 De este modo, las imágenes de atrocidad terminan por dispersar el sentido de conmoción del espectador, ya que
en cuanto sucede esto incluso su terror se desvanece […] Y o bien se encoge de hombros quitándole importancia a un sentimiento que ya le resulta familiar, o bien piensa en cumplir una suerte de penitencia; el ejemplo más puro de este tipo de autocastigo sería hacer una contribución a ciertas organizaciones como UNICEF (Berger, 2005, p. 57).
Con una consecuencia mayor, dice Berger: “el problema de la guerra que ha causado ese momento resulta eficazmente despolitizado”. La imagen “no acusa a nadie y nos acusa a todos” (2005, p. 58).
Michael Ignatieff lo dice con otras palabras. En su libro El honor del guerrero (1999), este escritor y académico canadiense cuestiona el hecho de que la moral del periodismo, en particular de la televisión informativa, esté dedicada a constatar que el horror del mundo está en los cadáveres, en las consecuencias que produce la violencia, en aquello que es más fácil visualizar, pero a costa de dejar de lado las intenciones que habitan en las mentes de los asesinos. Como Berger, Ignatieff también menciona al reconocido Donald McCullin, esta vez para referirse a la moral del corresponsal de guerra, retratada en la actitud del citado fotorreportero, que fastidiado “de oír las reiterativas justificaciones de la crueldad humana de labios de la derecha y la izquierda”, al final “aprende a escuchar solo a las víctimas”, pues como el propio McCullin afirma: “He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a sentirme uno mismo con la víctima, y en esa posición he llegado a una cierta integridad”25 (citado en Ignatieff, 1999, p. 27).
El problema con la buena conciencia de prestar atención a las