O responde de formas que llaman al silencio y promueven el ocultamiento.22 Por ejemplo, cuando esa misma “gente” acude a la acusación de que es indecente contemplar la atrocidad; a la idea de que se debe denunciar el mal gusto con que la violencia se representa; al prejuicio que pretende prohibir las imágenes que muestran el horror, por juzgarlas lesivas contra el esfuerzo bélico de la nación, o al temor a que estas susciten algún tipo de respuesta negativa en la opinión. Que es a lo que se refiere Douglas Kellner cuando se pregunta, a propósito de la Guerra del Golfo Pérsico de 1991: “¿cómo pudo la esfera pública estadounidense aprobar el empleo de una fuerza que mató aproximadamente 243.000 iraquíes?” (Kellner, citado en Stevenson, 1998, p. 289). Siguiendo los trabajos de Kellner, el investigador inglés Nick Stevenson plantea que los consensos que se construyeron entre la elite político-militar y los medios de comunicación, por una parte, y la estrecha vigilancia sobre el diálogo público en Estados Unidos, por otra, fueron acciones efectivas que aseguraron el apoyo público a la guerra.23 Los controles y los consentimientos en torno a un “cierre informativo” que no mostrara voces disidentes, minimizara el sufrimiento y los horrores de la guerra, no presentara imágenes de destrozos ambientales ni de “bajas” en las tropas enemigas, fueron propósitos que impidieron eficazmente la ausencia de formas públicas de reflexión y variantes mayores de crítica democrática.
Propósitos estos a los que se unió la invocación constante de amplios sectores de públicos estadounidenses para que los medios de comunicación ejercieran un “periodismo patriótico” que contribuyera a proteger de los horrores de la guerra a la población más vulnerable: los niños. ¿Qué sentido tenía alertar sobre los efectos nocivos que las imágenes de crueldad y dolor podían producir en las audiencias infantiles, como una –otra– importante razón para construir los consensos necesarios que aseguraran el “cierre informativo” de la guerra? Para Stevenson, esto servía a dos objetivos: el primero, el expresado por “el establishment político, que deseaba presentar la guerra del Golfo como limpia y justa” (Stevenson, 1998, p. 294), sin mostrar los horrores producidos por las tecnologías de precisión que disparaban a distancia, sin ver al enemigo y sin ser vistos por el enemigo; el segundo, el manifestado por los públicos adultos, que preferían ser protegidos del sufrimiento “visible” de los iraquíes, y no deseaban que se les recordara que su apoyo a la guerra tenía consecuencias destructivas para los “otros” no presenciales que habitaban esas lejanías del mundo en términos de tiempo, espacio y cultura. Según Stevenson,
[…] el mantenimiento de una “distancia” entre los espectadores que estaban en su casa y la mala situación de los iraquíes sirve para esconder ideológicamente los sentimientos subjetivos de obligación. Tal como no somos propensos a sentir obligación por los ruandeses si solo se los presenta como cuerpos moribundos, los procesos de identificación se modifican permanentemente si el “otro” es el objeto de deformaciones racistas y se oculta a la vista su sufrimiento. Si se sigue por esa senda, el deseo de la audiencia de proteger a los niños es en realidad un deseo de protegerse de los sentimientos de duda, ambivalencia y complejidad moral (1998, p. 295).
Ante esas “víctimas anónimas” aparece, entonces, un giro de frustración o de impotencia, cuando no un reclamo aireado que denuncia la indecencia con que se difunden las imágenes de su dolor y sufrimiento: ¿no deberían ser las imágenes más prudentes de modo que no exploten nuestras bajezas, el lado mórbido de la naturaleza humana? Por esa vía, volviendo a Sontag, terminamos mostrando una compasión inocua. Indignarnos por los padecimientos que sufren esas “víctimas distantes”, frente a las cuales no tenemos ninguna complejidad moral, más allá que denunciar la saturación y el mal gusto de las imágenes con las que se muestra su dolor, acaba en una exotización del horror y de los lugares donde este ocurre, lo que refuerza esa creencia de que hay un mundo seguro, hecho para “actuar”, y otro inseguro, nacido para “sufrir” (Sontag, 2003, p. 85); o, peor aún, en una idea según la cual la víctima es alguien para ser visto (en un noticiero, un museo, una galería), y no alguien que ve (2003, pp. 121-146). Con lo que el reclamo no es a que cese la atrocidad, sino a que se haga efectiva una “ecología de la imagen” del horror y el sufrimiento: más estética, domesticada y prudente.
Así, frente al pesimismo de los que ven en la imagen una incapacidad para transformar conciencias, a la vez que una fuerza para anularlas, ante el optimismo de los que constatan en la imagen un poder más que suficiente para alentar la acción política de los espectadores, y frente al paroxismo de los que denuncian el mal gusto de las imágenes de atrocidad, Sontag plantea que “no son las imágenes las responsables de que no suceda aquello que debe producir la política, la conciencia moral y la compasión” (Sarlo, 2003, p. 7). Por tanto, dice, “el hecho de que no seamos transformados por completo, de que podamos apartarnos, volver la página, cambiar de canal, no impugna el valor ético de un asalto de imágenes” (Sontag, 2003, p. 136). Las imágenes atroces tienen, entonces, una función: son “una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos”. Son un aguijón que invitan a preguntar: “¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es el responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho?” (2003, p. 136). Pero un aguijón en el que siempre está presente el dilema respecto a “qué mostrar, cómo, cuándo, dónde y, muy especialmente, cuánto” (Arfuch, 2006, p. 82).
Ahora bien, aun cuando Sontag hubiese endurecido su posición en contra de la idea de que solo el espectáculo es lo real, y haya revisado algunos aspectos claves de su negativismo original sobre las respuestas populares ante la imagen, también es cierto que mantuvo la convicción que la acompañó desde siempre: una imagen, por sí misma, no es capaz de transmitir un mensaje que articule el saber de los hechos, ni puede determinar el curso de las acciones por venir, pues en la tarea de comprender, decía ella, “las imágenes dolorosas y conmovedoras solo ofrecen el primer estímulo” (Sontag, 2003, p. 119). Y con esto, Sontag nos introduce en el tercer litigio que sostuvo con la imagen fotográfica: su ausencia de narración, porque si bien no es la cantidad de imágenes, sino la pasividad lo que nubla los sentidos, es la narrativa, dice ella, la que nos prepara para hacerles frente a los impactos de la imagen. Una controversia en la que Sontag no solo persistió, sino con la que acrecentó su malestar con la promesa proveniente del realismo de la fotografía de que ver es comprender.
3. (Ausencia de) Narración. Salvar las imágenes con palabras
En el fondo –o en el límite– para ver bien una foto vale más levantar la cabeza o cerrar los ojos
Roland Barthes, La cámara lúcida
Susan Sontag sospechaba del pecado original con que había nacido la fotografía: su carácter antiexplicativo, su defecto de no tener continuidad narrativa, de no ser escritura, de estar fatalmente asociada a la apariencia, al significado inestable de lo momentáneo, a una impronta de realidad fragmentada y disociada que aparece “fugazmente ante nuestras vidas” (Butler, 2010, pp. 95-144). Es la imagen como un punto de partida previo a la cognición. De ahí la debilidad y la trampa de la fotografía: la primera, vinculada con la transmisión de afectos y la producción de sentimientos; la segunda, relacionada con la ilusión de que sabemos algo del mundo porque lo aceptamos tal cual como la cámara lo registra.
En Sobre la fotografía, Sontag asociaba esta carencia narrativa a un modo de producción de conocimiento que “nos persuade de que el mundo está más disponible de lo que está en realidad” (Sontag, 1996, p. 33), que “niega la interrelación, la