La academia sonámbula. M. E. Orellana Benado. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: M. E. Orellana Benado
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789569058356
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son el origen de, entre otras, una “herramienta metafilosófica” surgida en mi línea de investigación en filosofía de la diversidad humana, a saber, el concepto de un rango abierto pero acotado de costumbres, prácticas y acciones que son respetables o legítimas, dignas de ser tratadas como valores por la sencilla razón que son vividas como valores por los prójimos lejanos, según expuse en mi ensayo “Negociación moral” de 2010.

      Aunque sonará ridículo para más de alguien, comenzaré afirmando que toda mi educación formal estuvo a cargo de universidades. Dicho proceso comenzó en 1960 cuando, a los cuatro años, ingresé a cursar el denominado “grado pre-escolar” (no era broma, tengo un diploma que lo acredita) en la Escuela Primaria Anexa al Liceo Experimental “Manuel de Salas” entonces, como hoy (después de un interregno debido a la dictadura de Pinochet), dependiente de la Universidad de Chile, establecimiento del que egresé en 1972. Soy, en gran parte, para bien y para mal, al igual que mis contemporáneos ahí, el resultado de los experimentos pedagógicos de inspiración positivista que entonces conducía dicha universidad. Durante 1973 fui alumno del primer año del programa conducente a la licenciatura en física en esa misma casa.

      Estudié luego y por períodos cortos en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la Universidad Politécnica de Madrid. Obtuve una licenciatura en ciencias, con mención en matemáticas y filosofía, de la Universidad de Londres, donde fui alumno de Bedford College (corporación universitaria que, en 1849, fue la primera en el mundo que admitió mujeres y solo mujeres hasta 1965, y que dejó de existir veinte años después a raíz de las políticas educacionales de la baronesa Thatcher, la primera mujer que ejerció de Primer Ministro del Reino Unido) en 1981. Ese año gané la Junior Common Room Scholarship de Balliol College, Oxford, beca para estudios de posgrado por la que competían estudiantes de todo el mundo, desplazados de sus países por causas políticas, como era mi caso, y que me permitió graduarme en 1985 como doctor con una tesis titulada “A philosophy of humour”.

      El año anterior, gracias a una generosa referencia que dio mi primer supervisor en Oxford, sir P. F. Strawson, había comenzado un trabajo, por decir algo, “profesional”, desempeñándome como consultor en educación de la Organización del Bachillerato Internacional de Ginebra. Así partió mi carrera como proveedor de servicios filosóficos (o, según he dicho por años a mis alumnos, de travesti filosófico), en la fórmula del ensayista mexicano Carlos Monsiváis para la carrera política, mi “humillación ascendente”. Fui contratado en el peldaño inicial, como examinador asistente de filosofía en solo una lengua, el castellano, de alumnos secundarios que, en todo el mundo, postulaban al Diploma que dicha organización ofrece. En 1990 fui designado examinador jefe en dicha disciplina, que se rendía además en inglés y francés. Tiempo después, los examinadores jefe del grupo de asignaturas al que pertenecía filosofía (que, a la sazón se denominaba “El Estudio del Hombre en Sociedad” y que hoy por razones de las que tampoco “quiero acordarme” se denomina “Individuos y sociedades”), me eligieron coordinador. Por último, el claustro de examinadores jefe en las distintas disciplinas me eligió vicepresidente de la junta examinadora y, como tal, integré ex officio el Consejo de la Fundación de dicha organización.

      Motivado por una impostergable urgencia existencial, conocer mejor la gente del país en que había nacido (¡oh, ilusiones de la juventud!) y animado por la ambición (mitad quijotesca, mitad mesiánica) de contribuir a su desarrollo, el vetusto ideal de la educación chilena, la “vocación de servicio público”, luego de más de una década, entre mi juventud temprana (18) y mi temprana madurez (30), regresé a Chile. Desde 1986 he sido profesor en cuatro de sus universidades estatales (de Talca, 1986-1988; de Santiago de Chile, 1987-1997; de Valparaíso, 1997-2002; y, a partir de 1998, de Chile). Y también, durante un lustro, en una “novísima” universidad privada chilena (Diego Portales, 1997-2001). En suma, como espero haber documentado con este resumen, he estado vinculado con la educación formal casi toda mi vida.

      Concluiré esta sección introductoria esbozando una caracterización abstracta de los fines de la educación, de toda educación, en particular de la que se adorna a sí misma llamándose “superior” o universitaria. “Tengo para mí”, según aprendí a decir de Javier Muguerza, que el objetivo general de la educación, de toda educación (familiar, institucional o formal, y también la que se adquiere en la vida cotidiana) es formar personas que promuevan el encuentro respetuoso, productivo (en términos tanto materiales como espirituales) y festivo (es decir, que sea coronado por la risa), cuando corresponda y de las maneras que corresponda, del mayor número posible de personas. Por cierto (es decir, no vale la pena seguir conversando con quienes lo nieguen), solo puede aspirar a ser parte de dicho encuentro quien reconozca y oriente su vida por el pluralismo, posición filosófica que articula una actitud favorable ante la diversidad humana sobre la base de tres principios.

      Primero, que en un sentido normativo abstracto máximo, los seres humanos somos todos iguales, es decir, dignos en principio de ser tratados todos con el mismo respeto, sin importar nuestra edad, el color de nuestra piel, nuestro peso, nuestra religión, nuestra clase social o nuestra orientación sexual, que son características que uno no eligió. Y que esas son buenas noticias.

      Segundo, que para múltiples y diversos propósitos, sin embargo, algunos somos “más iguales” a otros que a todos los demás. Los cerdos de Orwell tenían razón: “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Quienes pertenecemos a una y la misma familia, clase social, religión o profesión (incluyendo aquí el partido político al que uno pertenece), somos más iguales entre nosotros que respecto de quienes pertenecen a otras familias, clases sociales, religiones o profesiones.

      Tercero, que en un sentido empírico máximo, es decir, hablando de la realidad concreta en que vivimos cada día de nuestras existencias, somos todos únicos. También eso es verdad. Cada individuo es irrepetible, solo es igual a sí mismo. La llegada de cada uno de nosotros al mundo trae a la existencia algo que nunca antes existió y con nuestra salida del mundo ya nunca volverá a existir otro individuo idéntico. Y que también estas son buenas noticias, incluso consoladoras noticias. Estas son las verdades que, en clave occidental, intentan promover la teoría y práctica de los derechos humanos.

      Tales son, según la versión del pluralismo que defiendo, las tres fuentes de la normatividad y sus fenómenos, es decir, los que surgen, en último término, de la libertad humana individual. A saber, el concepto básico del auto-entendimiento humano que la Torah o Pentateuco equiparó con la imagen y semejanza de la omnipotencia divina. Y que luego occidente heredó del judaísmo, su raíz más antigua, en claves cristiana, mahometana (si no fuera libre la creatura, ¿qué mérito tendría la sumisión a la voluntad divina o islam?), liberal y marxista, aunque esa es otra historia.

      Normativos son los fenómenos económicos, históricos, jurídicos, morales, políticos y, por supuesto, educacionales. La educación bien puede fomentar un encuentro respetuoso que tenga consecuencias productivas, tanto en términos materiales como espirituales o intelectuales, es decir, educativos. El incremento de la riqueza material bien puede alentar a los pueblos a superar la etapa en la que su objetivo estratégico máximo es sobrevivir (esto es, proyectar una identidad humana o forma de vivir humana a la siguiente generación) y alcanzar el estadio en que, además, están en condiciones de aspirar al florecimiento, esto es, la plena realización de lo que la historia acumuló en una forma de vivir determinada, en cada contexto empírico, real y cotidiano.

      En tercer y último lugar, la educación bien puede fomentar que dicho encuentro sea festivo, cuando corresponde y en las maneras que corresponde. Es decir, que podamos, en el caso límite, reír tanto de lo que nos iguala (a saber, el dolor, la indefensión, vulnerabilidad o exposición irremediable de lo humano al infortunio), con el humor negro, que es el más abstracto, igualitario y formal de todos, así como reír de lo que nos separa de muchos y nos acerca solo a unos pocos, el humor prejuiciado (esto es, el que surge de la pertenencia a una identidad humana dada, una forma de vivir entre otras, cuyos integrantes son más iguales entre ellos que con los demás). Porque aprender a experimentar alegría, de la que la risa es la expresión máxima, es también una finalidad de la educación en todos sus niveles y ámbitos. Para concluir haré una última confesión, de esas que, según Bacon y también