La academia sonámbula. M. E. Orellana Benado. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: M. E. Orellana Benado
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789569058356
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      ¿Qué hay de sorprendente aquí? Nada, al menos en el caso del 90% de las universidades chilenas, las “novísimas” universidades privadas (recojo el término de mi colega Bernardino Bravo Lira, Premio Nacional de Historia). Para comenzar, por dos motivos. Porque tales corporaciones tienen, las más antiguas, poco más de treinta años. Es decir, tienen aún una historia incipiente. Y, también, por la entumecedora precariedad contractual de la mayoría de sus profesores, que solo genera un sentimiento de comunidad frágil entre ellos y gran indiferencia en sus relaciones con los estudiantes.

      Respecto del interés en la historia de las universidades, la situación es aún peor en las dos corporaciones que sí cuentan con trayectorias más que centenarias. Pero, antes de exponer por qué, debo despejar un asunto previo. Porque hay una tercera sede de la institución universitaria chilena que, a partir de la última década del siglo 20, y por causas de las que “no quiero acordarme”, comenzó también a reclamar para sí una historia más que centenaria, situación que corresponde despachar de inmediato.

      Si bien la raíz más antigua de dicha corporación es la Escuela de Artes y Oficios de Santiago, que fundó el presidente Manuel Bulnes Prieto en 1848 en el entonces camino de Chuchunco (hoy avenida Ecuador), solo un siglo más tarde, una vez amalgamada con otras escuelas técnicas por el presidente don Gabriel González Videla, que ésta se transformó en la Universidad Técnica del Estado, recién en 1947. Es decir, más allá de los sucesivos cambios de nombre, solo corresponderá a la actual Universidad de Santiago de Chile celebrar su primer siglo de existencia como universidad en 2047.

      Ahora bien, en las dos corporaciones que sí tienen más de un siglo concediendo grados académicos y títulos profesionales en el Valle Central, según mostraré en el ensayo que sigue, la inmensa mayoría de los profesores se contenta con burdas “noticias falsas” respecto de su propia historia. Noticias que han surgido (como todas las demás noticias falsas) de motivaciones políticas que, en este caso, han ido quedando sepultadas en el olvido desde que en 1925 la República de Chile y la Iglesia Católica Apostólica Romana acordaran divorciarse.

      Quien desconoce el pasado –es decir, quien no está familiarizado con los textos que informan, interpretan y debaten acerca de lo que ya ha ocurrido y que defienden los diversos puntos de vista– nunca podrá ser agradecido, que es el primer rasgo de la persona educada. A saber, la disposición a conocer, reconocer y agradecer, para comenzar, lo que debemos a quienes nos precedieron en la existencia (como se dice en inglés, los elders and betters, esto es, los mayores y mejores) y luego los coetáneos e instituciones de quienes uno también recibió beneficios. Las más antiguas sociedades humanas, aún antes de la invención de la escritura hace seis mil años, ya lo sabían.

      ¿Quién no ha oído hablar del culto de los muertos o de los antepasados? Estos rituales renovaban el lazo, forjado por la gratitud, entre las personas que entonces estaban vivas con quienes vivieron antes y que crearon las condiciones que permitían a sus descendientes disfrutar de una vida mejor. En el Talmud, el tratado jurisprudencial rabínico escrito en arameo, encontramos encontramos un relato, una historia, un “cuento de hadas” que ilumina este punto.

      Un anciano planta un tamarindo, un árbol frutal de muy lento crecimiento. Al verlo, un pasante le pregunta para qué lo hace, si él no alcanzará a cosechar sus frutos. El anciano responde sonriendo que, durante toda su vida, comió la fruta cosechada de árboles que no plantó. ¿Qué imagen podría hacer mejor justicia que ésta al sentido de la educación? La academia sonámbula hace clases e investiga, pero está dormida. Desprecia la historia y la filosofía. No quiere mirar atrás. ¿Será por temor de convertirse en un pilar de sal, como ocurrió con la mujer de Lot?

      ¿Cuáles son las causas últimas de este fenómeno? Tengo para mí que, como se decía en tiempos de la guerra fría, estamos frente a una troika. Primero, la inédita creación de riqueza material propia de la modernidad (el tiempo histórico que ya pasó) y propia también del tiempo que estamos viviendo a partir de 1989, al que, con otros, prefiero denominar la era digital, un asunto que abordé por primera vez hace algo más de un lustro y en un librito anterior, Enriquecerse tampoco es gratis. Educación, modernidad y mercado.

      He aquí la paradoja en el corazón de nuestros tiempos: la coincidencia de la mayor creación y concentración de riqueza material en la historia humana (la profecía de Marx que sí acertó) con la mayor pobreza espiritual, intelectual o educacional en los sectores dirigentes de las sociedades más ricas en términos materiales. La segunda causa del sonambulismo en la academia es la indiferencia casi completa entre los profesores por elucidar cuál sea, en un sentido abstracto pero capaz de orientar los distintos ámbitos y niveles, el objetivo último de la educación. ¿Cómo pudiera alguien liderar la formulación de políticas públicas en educación y evaluar su ejecución o, aún más importante en mi concepto, formar a la juventud, sin tener luces respecto de este asunto?

      Por último, la academia sonámbula surge de una tercera causa: la creciente “profesionalización” de las actividades universitarias, esto es, su sometimiento al lecho de Procusto, un artilugio diseñado por ingenieros comerciales ignorantes, sádicos e insolentes que administran el actual modelo economicista cuantitativo. Esto es, quienes homologan la producción académica indexada con la producción material, como si la actividad universitaria tuviera una esencia comercial. Esta tendencia, la creciente comercialización de las relaciones humanas (incluida la actividad académica), se agudizó a partir de la segunda mitad del siglo 20. Fue la consecuencia última de un triunfo bélico, seguido de otro “frío” o comercial.

      La segunda guerra mundial concluyó con el triunfo bélico del cientificismo economicista sobre el cientificismo biológico, la doctrina que apadrinaban las supuestas “razas superiores”: alemanes, austríacos, italianos y japoneses. Su continuación, la guerra fría, concluyó con la victoria (comercial) del cientificismo economicista capitalista, liderado por estadounidenses y británicos, sobre el cientificismo economicista de raigambre comunista, encabezado por los soviéticos y sus estados vasallos en Europa central. Tal es el origen de la comercialización de todas las relaciones humanas, incluidas las que surgen de la interacción de los profesores con sus alumnos.

      Por eso, la compensación económica de los profesores universitarios (sí, me refiero a su sueldo) se determina hoy según su “productividad”, medida en términos de sus horas lectivas, sus publicaciones en revistas indexadas y su “índice de impacto”. Tal política, que quizás haya sido y sea fructífera en las ciencias experimentales, la medicina y las tecnologías, tiene consecuencias devastadoras en las humanidades y en las ciencias sociales. Estimula a los profesores a examinar asuntos tan exquisitos como circunscritos y que solo pueden aspirar a ser del interés de un puñado de eruditos, repartidos por todo el mundo.

      Esta última circunstancia justifica, estructura y alienta el turismo académico, con fondos públicos y privados, las reuniones científicas para buscar, presentar y compartir resultados. Los investigadores humanistas y en las ciencias sociales viajan orondos por el mundo sin percatarse que están desnudos, que sus resultados son por completo estériles para abordar el mayor desafío que, en las distintas sociedades, enfrentan hoy esas disciplinas: dar sentido y orientar la educación de la juventud para que ésta marche hacia el encuentro respetuoso, productivo y festivo, cuándo y cómo corresponde.

      Al precio de violar la sensata y pudorosa máxima anti-narcisista, enunciada hace medio milenio por el abogado, filósofo y político inglés sir Francis Bacon (1561-1626), barón de Verulamio y luego vizconde St. Albans: De nobis ipsis silemus (“De nosotros mismos callaremos"), en los siguientes cinco párrafos, que son de carácter autobiográfico, intentaré mostrar que mi relación con nuestro tema, no es un capricho ni un mero entusiasmo oportunista. Pero antes y en relación con la dedicatoria de este librito permítanme ubicar la referida máxima de Bacon. Es el epígrafe de la estremecedora Crítica de la Razón Pura, obra que Immanuel Kant dedicó en 1781 al abogado Karl Abraham Freiherr von Zedlitz und Leipe, Ministro de Justicia, Educación y Policía de Federico II, El Grande, rey de Prusia. Sin embargo, mis generosos lectores, quien prefiera saltarse los siguientes cinco párrafos no sufrirá, créanme, gran pérdida. Procedo con mis confesiones.

      Ahora, cuando estoy casi a mitad de camino