—Papá está muy inquieto con esta aparición tuya—le dijo Abelarda sin mirarle.—Has entrado en casa como Mefistófeles, por escotillón, y todos nos alteramos al verte.
—¿Me como yo la gente?—respondió Víctor sentándose en la misma cama de Luis.—Por lo demás, en mi venida no hay misterio; hay algo, sí, que no comprenderán tu padre y tu madre; poro tú lo comprenderás cuando te lo explique, porque tú eres buena para mí, Abelarda; tú no me aborreces como los demás, sabes mis desgracias, conoces mis faltas y me tienes compasión.
Insinuó esto con mucha dulzura, contemplando á su hijo, ya medio desnudo. Abelarda evitaba el mirarle. No así Luisito, que había clavado los ojos en su padre, como queriendo descifrar el sentido de sus palabras.
—¡Lástima yo de ti!—repuso al fin la insignificante con voz trémula.—¿De dónde sacas eso?... ¿Si pensarás que creo algo de lo que dices? Á otras engañarás, pero á la hija de mi madre...!
Y como Víctor empezase á replicarle con cierta vehemencia, Abelarda le mandó callar con un gesto expresivo. Temía que alguien viniese ó que Luis se enterase, y aquel gesto señaló una nueva etapa en el diálogo.
—No quiero saber nada—dijo, determinándose al fin á mirarle cara á cara.
—¿Pues á quién he de confiarme yo si no me confío á ti... la única persona que me comprende?
—Vete á la iglesia, arrodíllate ante el confesonario...
—La antorcha de la fe se me apagó hace tiempo. Estoy á obscuras—declaró Víctor mirando al chiquillo, ya con las manos cruzadas para empezar sus oraciones.
Y cuando el niño hubo terminado, Abelarda se volvió hacia el padre, diciéndole con emoción:—Eres muy malo, muy malo. Conviértete á Dios, encomiéndate á él, y...
—No creo en Dios—replicó Víctor con sequedad;—á á Dios se le ve soñando, y yo hace tiempo que desperté.
Luisito escondió su faz entre las almohadas, sintiendo un frío terrible, malestar grande y todos los síntomas precursores de aquel estado en que se le presentaba su misterioso amigo.
XI
Á las doce; cuando los tertulios desfilaron, Cadalso se acomodó en el sofá del comedor, cubriéndose con la manta que Abelarda le diera. Ignoraba él que su cuñada se acostaría vestida aquella noche por carecer de abrigo. Retiráronse todos, menos Villaamil, que no quiso recogerse sin tener una explicación con su yerno. La lámpara del comedor había quedado encendida, y el abuelo, al entrar, vió á Víctor incorporado en su duro lecho, con la manta liada de medio cuerpo abajo. Comprendió al punto el yerno que su padre político quería palique, y se preparó, cosa fácil para él, pues era hombre de imaginación pronta, de afluente palabra, de salidas ágiles y oportunas, á fuer de meridional de pura sangre, nacido en aquella costa granadina que tiene detrás la Alpujarra y enfrente á Marruecos. «Este tío—pensó—me quiere embestir. Á buena parte viene... Empiece la brega. Le trastearemos con gracia».
—Ahora que estamos solos—dijo Villaamil con aquella gravedad que imponía miedo,—decídete á ser franco conmigo. Tú has hecho algún disparate, Víctor. Te lo conozco en la cara, aunque tu cara pocas veces dice lo que piensas. Confiésame la verdad, y no trates de marearme con tus pases de palabras ni con esas ideas raras de que sacas tanto partido.
—Yo no tengo ideas raras, querido D. Ramón; las ideas raras son las de mi señor suegro. Debemos juzgar las ideas de las personas por el pelo que éstas echan. ¿Le han colocado á usted ya? Se me figura que no. Y usted sigue tan fresco, esperando su remedio de la justicia, que es lo mismo que esperarlo de la luna. Mil veces le he dicho á usted que el mismo Estado es quien nos enseña el derecho a la vida. Si el Estado no muere nunca, el funcionario no debe perecer tampoco administrativamente. Y ahora le voy á decir otra cosa: mientras no cambie usted de papeles, no le colocarán; se pasará los meses y los años viviendo de ilusiones, fiándose de palabras zalameras y de la sonrisa traidora de los que se dan importancia con los tontos, haciendo que les protegen.
—Pero tú, necio—dijo Villaamil enojadísimo,—¿has llegado á figurarte que yo tengo esperanzas? ¿De dónde sacas, majadero, que yo me forje ni la milésima parte de una condenada ilusión? ¡Colocarme á mí! No se me pasa por la imaginación semejante cosa, no espero nada, nada, y digo más: hasta me ofende el que me supone pendiente de formulillas y de palabras cucas.
—Como siempre le he conocido á usted así, tan confiado, tan optimista...
—¡Optimista yo! (muy contrariado). Vamos, Víctor, no te burles de estas canas. Y sobre todo, no desvíes la cuestión. Ahora no se trata de mí, sino de ti. Vuelvo á mi pregunta: ¿Qué has hecho? ¿Por qué estas aquí, y por qué te escondes de la gente?
—Es que las tertulias de esta casa me cargan. Ya sabe usted que soy muy extremado en mis antipatías. Yo no me escondo; es que no quiero ver la cara de Ponce con sus ojos pitañosos, ni que me hable Pantoja, el cual tiene un aliento que da el quién vive.
—No se trata del aliento de Pantoja, sino de que tú no has dejado tu destino con la frente alta.
—Tan alta que si mi jefe dice algo contra mí, tengo medios de mandarle á presidio (acalorándose). Sepa usted que he prestado servicios tales, que si el Estado fuera agradecido, ya sería yo jefe de Administración. Pero el Estado es esencialmente ingrato, bien lo sabe usted, y no sabe premiar. Si el funcionario inteligente no se recompensa á sí propio, está perdido. Para que usted se entere: cuando fuí á Valencia á encargarme de Propiedades é Impuestos, el Negociado estaba por los suelos. Mi antecesor era un cómico sin voz, que recibió el empleo como jubilación de la escena. El infeliz no sabía por dónde andaba. Llegué yo, y ¡arsa! á trabajar. ¡Qué lío! Las cédulas personales no se cobraban ni á tiros. En Consumos había descubiertos horribles. Llamé á los alcaldes, les apremié, les metí el resuello en el cuerpo. Total, que saqué una millonada para el Tesoro, millonada que se habría perdido sin mí... Entonces reflexioné, y dije: «¿Cuál es la consecuencia natural del inmenso servicio que he prestado á la Nación? Pues la consecuencia natural, lógica, ineludible de defender al Estado contra el contribuyente es la ingratitud del Estado. Abramos, pues, el paraguas para resguardarnos de la ingratitud, que nos ha de traer la miseria».
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