—Nada, mujer—dijo Villaamil, que se encastillaba en el pesimismo y no había quien le sacara de él.—Todavía nada; las palabritas sandungueras de siempre.
—¿Y el Ministro... le has visto?
—Sí, y me recibió tan bien—se dejó decir Villaamil haciendo traición, por descuido, á su afectada misantropía,—me recibió tan bien, que... no sé... parece que Dios le ha tocado al corazón, que le ha dicho algo de mí. Estuvo amabilísimo... encantado de verme por allí... sintiendo mucho no tenerme á su lado... decidido á llevarme...
—Vamos; no dirás ahora que no tienes esperanza.
—Ninguna, mujer, absolutamente ninguna (recobrando su papel). Veras cómo todo se queda en jarabe de pico. Si sabré yo... ¡Tenlo por cierto! ¡No me colocan hasta el día del juicio por la tarde!
—¡Ay, qué hombre! Eso también es ponerle á Dios cara de palo. Se podría enojar y con muchísima razón.
—Déjate de tonterías, y si tú esperas, buen chasco te llevarás. Yo no quiero llevármelo; por eso no espero nada, ¿sabes? Y cuando venga el golpe me quedaré tan tranquilo.
Luisito llegó cuando sus abuelos discutían acaloradamente si debían abrigar ó no esperanza, y dió cuenta de la puntual entrega de todas las cartas. Tenía hambre, frío, y le dolía un poco la cabeza. Al regreso de la excursión se había sentado en el pórtico de las Alarconas; pero no le dió aquéllo, ni la visión tuvo á bien presentarse en ninguna forma. Canelo no se apartaba de doña Pura, siguiéndola del despacho á la cocina, y de ésta al comedor, y cuando llamaron á comer al dueño de la casa, como éste tardara un poco en salir, fué el entendido perro á buscarle y con meneos de cola le decía: «Si usted no tiene gana, dígalo; pero no nos tenga tanto tiempo espera que te espera».
Comieron con regular apetito y bastante buen humor, y de sobremesa Villaamil se fumó, saboreándolo mucho, un habano que el señor de Pez le había dado aquella tarde. Era muy grande, y al tomarlo, el cesante dijo á su amigo que lo guardaría para después. Aquel cigarro le recordaba sus tiempos prósperos. ¿Sería tal vez anuncio de que los tales tiempos volverían? Dijérase que el buen Villaamil leía en las espirales de humo azul su buena ventura, porque se quedaba alelado mirándolas subir en graciosas curvas hacia el techo del comedor, nublando vagamente la lámpara.
Por la noche tuvieron gente (Ruiz, Guillén, Ponce, los de Cuevas, Pantoja y su familia, de quien se hablará después), y se formalizó el proyecto iniciado el mes anterior, de representar una piececita, pues algunos amigos de la casa tenían aptitudes no comunes para el teatro, sobre todo en el género cómico. Federico Ruiz se encargó de escoger la pieza, de distribuir los papeles y dirigir los ensayos. Se convino en que Abelarda haría uno de los principales personajes, y Ponce otro; pero éste, reconociendo con laudable modestia que no tenía maldita gracia y que haría llorar al público en los papeles más jocosos, reservó para sí la parte de padre, si en la comedia le hubiera.
Cansado de tales majaderías, D. Ramón huyó de la sala buscando en el interior obscuro de la casa las tinieblas que convenían á su pesimismo. Maquinalmente entró en el cuarto de Milagros, donde ésta desnudaba á Luis para acostarle. El pobre niño había hecho tentativas para estudiar, que fueron completamente inútiles. Le dolía la cabeza, y sentía como el presagio y el temor de la visión, pues ésta, al par que le daba mucho gusto, causábale cierta ansiedad. Se fué á acostar con la idea de que le entraría la desazón y de que iba á ver cosas muy extrañas. Cuando su abuelo entró, ya estaba metido en la cama, y su tía le hacía rezar las oraciones de costumbre: Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, etc... que él recitaba de carretilla. Con brusca interrupción se volvió hacia Villaamil para decirle: «Abuelito, ¿verdad que el Ministro te recibió muy bien?»
—Sí, hijo mío—replicó el anciano, estupefacto de esta salida y del tono con que fué dicha.—¿Y tú por dónde lo sabes?
—¿Yo?... yo lo sé.
Miraba Cadalsito á su abuelo con una expresión tan extraña, que el pobre señor no sabía qué pensar. Parecióle expresión de Niño-Dios, la cual no es otra cosa que la seriedad del hombre armonizada con la gracia de la niñez.
—Yo lo sé... lo sé—repitió Luis sin sonreir, clavando en su abuelo una mirada que le dejó inmóvil.—Y el Ministro te quiere mucho... porque le escribieron...
—¿Quién le escribió?—dijo con ansiedad el cesante, dando un paso hacia el lecho, los ojos llenos de claridad.
—Le escribieron de ti—afirmó Cadalsito sintiendo que el miedo le invadía y no le dejaba continuar. En el mismo instante pensó Villaamil que todo aquello era una tontería, y dando media vuelta se llevó la mano á la cabeza, y dijo: «¡Pero qué cosas tiene este chiquillo!...»
IX
¡Cosa rara! nada le pasó á Cadalsito aquella noche, ni sintió ni vió cosa alguna, pues á poco acostarse hubo de caer en sueño profundísimo. Al día siguiente costó trabajo levantarle. Sentíase quebrantado, y como si hubiese andado largo trecho por sitio desconocido y lejano, que no podía recordar. Fue á la escuela, y no se supo la lección. Encontrábase tan torpe aquel día, que el maestro le hizo burla y ajó su dignidad ante los demás chicos. Pocas veces se había visto en la escuela carrera en pelo como la que aguantó Cadalsito al ser confinado al último puesto de la clase en señal de ignorancia y desaplicación. Á las once, cuando se pusieron á escribir, Cadalso tenía junto á sí al famoso Posturitas, chiquillo travieso y graciosísimo, flexible como una lombriz, y tan inquieto, que donde él estuviese no podía haber paz. Llamábase Paquito Ramos y Guillén, y sus padres eran los dueños de la casa de préstamos de la calle del Acuerdo. Aquel Guillén, cojo y empleado, que hemos visto en casa de Villaamil celebrando con copiosas libaciones de moscatel la próxima colocación de su amigo, era tío materno de Posturitas, el cual debía este apodo á la viveza ratonil de sus movimientos, á la gracia con que remedaba las actitudes y gestos de los clowns y dislocados del Circo. Todo se le volvía hacer garatusas, sacar la lengua, volver del revés los párpados; y como pudiera, metía el dedo en el tintero para pintarse rayas negras en la cara.
Aquella mañana, cuando el maestro no le veía, Posturitas abría la carpeta, y él y su amigo Cadalso hundían la pelona en ella para ver las cosas diversas que encerraba. Lo más notable era una colección de sortijas, en las cuales brillaban el oro y los rubíes. No se vaya á creer que eran de metal, sino de papel, anillos de esos con que los fabricantes adornan los puros medianos para hacerlos pasar por buenos. Aquel tesoro había venido á manos de Paquito Ramos mediante un cambalache. Perteneció la colección á otro chico llamado Polidura, cuyo padre, mozo de café ó restaurant, solía recoger los aros de cigarro que los fumadores dejaban caer al suelo, y obsequiar con ellos á su hijo á falta de mejores juguetes. Había llegado á reunir Polidura más de cincuenta sortijas de diversos calibres. En unas decía Flor fina, en otras Selectos de Julián Álvarez. Cansado al fin de la colección, se la cambió á Posturas por un trompo en buen uso, mediante contrato solemne ante testigos. Cadalso regaló al nuevo propietario el anillo de la tagarnina dada por el señor de Pez á Villaamil, y que éste se fumó majestuosamente después de la comida.
La travesura de Posturitas, fielmente reproducida por el bueno de Cadalso, consistía en llenarse ambos los dedos de aquellas sorprendentes joyas, y cuando el maestro no les veía, alzar la mano y mostrarla á los otros granujas con dos ó tres anillos en cada dedo. Si el maestro venía, se los quitaban á toda prisa, y a escribir como si tal cosa. Pero en una vuelta brusca, sorprendió el dómine á Cadalsito con la mano en alto, distrayendo á toda la clase. Verle, y ponerse hecho un león, fué todo uno. Pronto se descubrió que el principal delincuente era el