Poco duraban estas paces, porque al llegar la noche, cuando el viejo y la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico, sometiéndola a interrogatorios humillantes, y una vez, exaltado por aquel suplicio en que le ponía la desproporción alarmante entre su flacidez enfermiza y la lozanía de Tristana, llegó a decirle: «Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato. Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia. Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas y una experiencia y un olfato... que no es posible pegármela, no es posible».
Capítulo VII
Algo se asustaba Tristana, sin llegar a sentir terror ni a creer al pie de la letra en las fieras amenazas de su dueño, cuyos alardes de olfato y adivinación estimaba como ardid para dominarla. La tranquilidad de su conciencia dábale valor contra el tirano, y ni aun se cuidaba de obedecerle en sus infinitas prohibiciones. Aunque le había ordenado no salir de paseo con Saturna, se escabullía casi todas las tardes; pero no iban a Madrid, sino hacia Cuatro Caminos al Partidor, al Canalillo o hacia las alturas que dominan el Hipódromo; paseo de campo, con meriendas las más de las veces, y esparcimiento saludable. Eran los únicos ratos de su vida en que la pobre esclava podía dar de lado a su tristeza, y gozaba de ellos con abandono pueril, permitiéndose correr y saltar, y jugar a las cuatro esquinas con la chica del tabernero, que solía acompañarla, o alguna otra amiguita del vecindario. Los domingos, el paseo era de muy distinto carácter. Saturna tenía a su hijo en el Hospicio, y, según costumbre de todas las madres que se hallan en igual caso, salía a encontrarle en el paseo.
Comúnmente, al llegar la caterva de chiquillos a un lugar convenido en las calles nuevas de Chamberí, les dan el rompan-filas y se ponen a jugar. Allí les aguardan ya las madres, abuelas o tías (del que las tiene), con el pañuelito de naranjas, cacahuetes, avellanas, bollos o mendrugos de pan. Algunos corretean y brincan jugando a la toña; otros se pegan a los grupos de mujeres. Los hay que piden cuartos al transeúnte, y casi todos rodean a las vendedoras de caramelos largos, avellanas y piñones. Mucho gustaban a Tristana tales escenas, y ningún domingo, como hiciera buen tiempo, dejaba de compartir con su sirvienta la grata ocupación de obsequiar al hospicianillo, el cual se llamaba Saturno, como su madre, y era rechoncho, patizambo, con unos mofletes encendidos y carnosos que venían a ser como certificación viva del buen régimen del establecimiento provincial. La ropa de paño burdo no le consentía ser muy elegante en sus movimientos, y la gorra con galón no ajustaba bien a su cabezota, de cabello duro y cerdoso como los pelos de un cepillo. Su madre y Tristana le encontraban muy salado; pero hay que confesar que de salado no tenía ni pizca; era, sí, dócil, noblote y aplicadillo, con aficiones a la tauromaquia callejera. La señorita le obsequiaba siempre con alguna naranja, y le llevaba además una perra chica para que comprase cualquier chuchería de su agrado; y por más que su madre le incitaba al ahorro, sugiriéndole la idea de ir guardando todo el numerario que obtuviera, jamás pudo conseguir poner diques a su despilfarro, y cuarto adquirido era cuarto lanzado a la circulación. Así prosperaba el comercio de molinitos de papel, de banderillas para torear y de torrados y bellotas.
Tras importunas lluvias trajo el año aquel una apacible quincena de Octubre, con sol picón, cielo despejado, aire quieto; y aunque por las mañanas amanecía Madrid enfundado de nieblas y por las noches la radiación enfriaba considerablemente el suelo, las tardes, de dos a cinco, eran deliciosas. Los domingos no quedaba bicho viviente en casa, y todas las vías de Chamberí, los altos de Maudes, las avenidas del Hipódromo y los cerros de Amaniel hormigueaban de gente. Por la carretera no cesaba el presuroso desfile hacia los merenderos de Tetuán. Un domingo de aquel hermoso Octubre, Saturna y Tristana fueron a esperar a los hospicianos en la calle de Ríos Rosas, que enlaza los altos de Santa Engracia con la Castellana, y en aquella hermosa vía, bien asoleada, ancha y recta, que domina un alegre y extenso campo, fue soltada la doble cuerda de presos. Unos se pegaron a las madres, que les habían venido siguiendo desde lejos; otros armaron al instante la indispensable corrida de novillos de puntas, con presidencia, chiquero, apartado, callejones, barrera, música del Hospicio y demás perfiles. A la sazón pasaron por allí, viniendo de la Castellana, los sordo-mudos, en grupos de mudo y ciego, con sus gabanes azules y galonada gorra. En cada pareja, los ojos del mudo valían al ciego para poder andar sin tropezones; se entendían por el tacto con tan endiabladas garatusas, que causaba maravilla verlos hablar. Gracias a la precisión de aquel lenguaje enteráronse pronto los ciegos de que allí estaban los hospicianos, mientras los muditos, todo ojos, se deshacían por echar un par de verónicas. ¡Como que para eso maldita falta les hacía el D. de la palabra! En alguna pareja de sordos, las garatusas eran un movimiento o vibración rapidísima, tan ágil y flexible como la humana voz. Contrastaban las caras picarescas de los mudos, en cuyos ojos resplandecía todo el verbo humano, con las caras aburridas, muertas, de los ciegos, picoteadas atrozmente de viruelas, vacíos los ojos y cerrados entre cerdosas pestañas, o abiertos, aunque insensibles a la luz, con pupila de cuajado vidrio.
Detuviéronse allí, y por un momento reinó la fraternidad entre unos y otros. Gestos, muecas, cucamonas mil. Los ciegos, no pudiendo tomar parte en ningún juego, se apartaban desconsolados. Algunos se permitían sonreír como si vieran, llegando al conocimiento de las cosas por el velocísimo teclear de los dedos. Tal compasión inspiraban a Tristana aquellos infelices, que casi casi le hacía daño mirarles. ¡Cuidado que no ver! No acababan de ser personas: faltábales la facultad de enterarse, y ¡qué trabajo tener que enterarse de todo pensándolo!
Apartose Saturno de su mamá para unirse a una partida que, apostada en sitio conveniente, desvalijaba a los transeúntes, no de dinero, sino de cerillas. «El fósforo o la vida» era la consigna, y con tal saqueo reunían los muchachos materia bastante para sus ejercicios pirotécnicos o para encender las hogueras de la Inquisición. Fue Tristana en su busca; antes de aproximarse a los incendiarios vio a un hombre que hablaba con el profesor de los sordo-mudos, y al cruzarse su mirada con la de aquel sujeto, pues en ambos el verse y el mirarse fueron una acción sola, sintió una sacudida interna, como suspensión instantánea del correr de la sangre.
¿Qué hombre era aquel? Habíale visto antes, sin duda; no recordaba cuándo ni dónde, allí o en otra parte; pero aquella fue la primera vez que al verle sintió sorpresa hondísima, mezclada de turbación, alegría y miedo. Volviéndole la espalda, habló con Saturno para convencerle del peligro de jugar con fuego, y oía la voz del desconocido hablando con picante viveza de cosas que ella no pudo entender. Al mirarle de nuevo, encontró los ojos de él que la buscaban. Sintió vergüenza y se apartó de allí, no sin determinarse a lanzar desde lejos otra miradita, deseando examinar con ojos de mujer al hombre que tan sin motivo absorbía su atención, ver si era rubio o moreno, si vestía con gracia, si tenía aires de persona principal, pues de nada de esto se había enterado aún. El tal se alejaba: era joven, de buena estatura; vestía como persona elegante que no está de humor de vestirse; en la cabeza un livianillo, chafado sin afectación; arrastrando, mal cogido con la mano derecha, un gabán de verano de mucho uso. Lo llevaba como quien no estima en nada las prendas de vestir. El traje era gris, la corbata de lazada hecha a mano con descuido. Todo esto lo observó en un decir Jesús, y la verdad, el caballero aquel, o lo que fuese, le resultaba simpático... muy moreno, con barba corta... Creyó al pronto que llevaba quevedos; pero, no; nada de ojos sobrepuestos; sólo los naturales, que... Tristana no pudo, por la mucha distancia, apreciar cómo eran.
Desapareció el individuo, persistiendo su imagen en el pensamiento de la esclava de D. Lope, y al día siguiente, esta, de paseo con Saturna, le volvió a ver. Iba con el mismo traje; pero llevaba puesto el gabán, y al cuello un pañuelo blanco, porque soplaba un fresco picante. Mirole con descaro inocente, regocijada de verle, y él la miraba también, parándose a discreta distancia. «Parece que quiere hablarme -pensaba la joven-. Y verdaderamente, no sé por qué no me dice lo que tiene que decirme». Reíase Saturna de aquel flecheo insípido, y la señorita, poniéndose colorada, hacía como que se burlaba también. Por la noche no tuvo sosiego, y sin atreverse a comunicar a Saturna lo