Falta explicar el parentesco de Tristana, que por este nombre respondía la mozuela bonita, con el gran don Lope, jefe y señor de aquel cotarro, al cual no será justo dar el nombre de familia. En el vecindario, y entre las contadas personas que allí recalaban de visita, o por fisgonear, versiones había para todos los gustos. Por temporadas dominaban estas o las otras opiniones sobre punto tan importante; en un lapso de dos o tres meses se creyó como el Evangelio que la señorita era sobrina del señorón. Apuntó pronto, generalizándose con rapidez, la tendencia a conceptuarla hija, y orejas hubo en la vecindad que la oyeron decir papá, como las muñecas que hablan. Sopló un nuevo vientecillo de opinión, y ya la tenéis legítima y auténtica señora de Garrido. Pasado algún tiempo, ni rastros quedaban de estas vanas conjeturas, y Tristana, en opinión del vulgo circunvecino, no era hija, ni sobrina, ni esposa, ni nada del gran don Lope; no era nada y lo era todo, pues le pertenecía como una petaca, un mueble o una prenda de ropa, sin que nadie se la pudiera disputar; ¡y ella parecía tan resignada a ser petaca, y siempre petaca...!
Capítulo II
Resignada en absoluto no, porque más de una vez, en aquel año que precedió a lo que se va a referir, la linda figurilla de papel sacaba los pies del plato, queriendo demostrar carácter y conciencia de persona libre. Ejercía sobre ella su dueño un despotismo que podremos llamar seductor, imponiéndole su voluntad con firmeza endulzada, a veces con mimos o carantoñas, y destruyendo en ella toda iniciativa que no fuera de cosas accesorias y sin importancia. Veintiún años contaba la joven cuando los anhelos de independencia despertaron en ella con las reflexiones que embargaban su mente acerca de la extrañísima situación social en que vivía. Aún conservaba procederes y hábitos de chiquilla cuando tal situación comenzó; sus ojos no sabían mirar al porvenir, y si lo miraban, no veían nada. Pero un día se fijó en la sombra que el presente proyectaba hacia los espacios futuros, y aquella imagen suya estirada por la distancia, con tan disforme y quebrada silueta, entretuvo largo tiempo su atención, sugiriéndole pensamientos mil que la mortificaban y confundían.
Para la fácil inteligencia de estas inquietudes de Tristana, conviene hacer toda la luz posible en torno del don Lope, para que no se le tenga por mejor ni por más malo de lo que era realmente. Presumía este sujeto de practicar en toda su pureza dogmática la caballerosidad, o caballería, que bien podemos llamar sedentaria en contraposición a la idea de andante o correntona; mas interpretaba las leyes de aquella religión con criterio excesivamente libre, y de todo ello resultaba una moral compleja, que no por ser suya dejaba de ser común, fruto abundante del tiempo en que vivimos; moral que, aunque parecía de su cosecha, era en rigor concreción en su mente de las ideas flotantes en la atmósfera metafísica de su época, cual las invisibles bacterias en la atmósfera física. La caballerosidad de don Lope, como fenómeno externo, bien a la vista estaba de todo el mundo: jamás tomó nada que no fuera suyo, y en cuestiones de intereses llevaba su delicadeza a extremos quijotescos. Sorteaba su penuria con gallardía, y la cubría con dignidad, dando pruebas frecuentes de abnegación, y condenando el apetito de cosas materiales con acentos de entereza estoica. Para él, en ningún caso dejaba de ser vil el metal acuñado, ni la alegría que el cobrarlo produce le redime del desprecio de toda persona bien nacida. La facilidad con que de sus manos salía, indicaba el tal desprecio mejor que las retóricas con que vituperaba lo que a su juicio era motivo de corrupción, y causa de que en la sociedad presente fueran cada día más escasas las cosechas de caballeros. Respecto a decoro personal, era tan nimio y de tan quebradiza susceptibilidad, que no toleraba el agravio más insignificante ni ambigüedades de palabra que pudieran llevar en sí sombra de desconsideración. Lances mil tuvo en su vida, y de tal modo mantenía los fueros de la dignidad, que llegó a ser código viviente para querellas de honor, y, ya se sabía, en todos los casos dudosos del intrincado fuero duelístico era consultado el gran don Lope, que opinaba y sentenciaba con énfasis sacerdotal, como si se tratara de un punto teológico o filosófico de la mayor transcendencia.
El punto de honor era, pues, para Garrido, la cifra y compendio de toda la ciencia del vivir, y esta se completaba con diferentes negaciones. Si su desinterés podía considerarse como virtud, no lo era ciertamente su desprecio del Estado y de la Justicia, como organismos humanos. La curia le repugnaba; los ínfimos empleados del Fisco, interpuestos entre las instituciones y el contribuyente con la mano extendida, teníalos por chusma digna de remar en galeras. Deploraba que en nuestra edad de más papel que hierro y de tantas fórmulas hueras, no llevasen los caballeros espada para dar cuenta de tanto gandul impertinente. La sociedad, a su parecer, había creado diversos mecanismos con el solo objeto de mantener holgazanes, y de perseguir y desvalijar a la gente hidalga y bien nacida.
Con tales ideas, a don Lope le resultaban muy simpáticos los contrabandistas y matuteros, y si hubiera podido habría salido a su defensa en un aprieto grave. Detestaba la Policía encubierta o uniformada, y cubría de baldón a los carabineros y vigilantes de consumos, así como a los pasmarotes que llaman de Orden público, y que, a su parecer, jamás protegen al débil contra el fuerte. Transigía con la Guardia civil, aunque él, ¡qué demonio!, la hubiera organizado de otra manera, con facultades procesales y ejecutivas, como verdadera religión de caballería justiciera en caminos y despoblados. Sobre el Ejército, las ideas de don Lope picaban en extravagancia. Tal como lo conocía, no era más que un instrumento político, costoso y tonto por añadidura, y él opinaba que se le diera una organización religiosa y militar, como las antiguas órdenes de caballería, con base popular, servicio obligatorio, jefes hereditarios, vinculación del generalato, y, en fin, un sistema tan complejo y enrevesado que ni él mismo lo entendía. Respecto a la Iglesia, teníala por una broma pesada, que los pasados siglos vienen dando a los presentes, y que estos aguantan por timidez y cortedad de genio. Y no se crea que era irreligioso: al contrario, su fe superaba a la de muchos que hociquean ante los altares y andan siempre entre curas. A estos no los podía ver ni escritos el ingenioso don Lope, porque no encontraba sitio para ellos en el sistema pseudo-caballeresco que su desocupado magín se había forjado, y solía decir: «Los verdaderos sacerdotes somos nosotros, los que regulamos el honor y la moral, los que combatimos en pro del inocente, los enemigos de la maldad, de la hipocresía, de la injusticia... y del vil metal».
Casos