La felicidad de aquel matrimonio no tuvo en los primeros meses otras contrariedades que la sombra que proyectaban á veces sobre ellos los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó á creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer. Esto habría carecido de importancia si con ello no coincidiera una resistencia acerada á plegarse á ciertas ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León cuando vió que sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba en camino de someterse á sus enseñanzas, no ciertamente del orden religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto á tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás á su presión.
Una noche, al año de casados, hallábanse solos en su gabinete. Habían hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos como base inquebrantable de todo matrimonio pacífico. Agotada la conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto á la chimenea, y la otra rezaba. De repente, María Egipciaca dejó el reclinatorio, y acercándose á su marido, le puso la mano en el hombro.
«Tengo una idea—le dijo clavando en él su misteriosa mirada verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro, dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver á Dios;—tengo una idea que me enorgullece, León.»
León aguardó un poco, por no dejar interrumpido el párrafo, y después oyó á su mujer.
«Voy á manifestarte mi idea—añadió ella.—Yo, mujer débil, inferior á tí en muchas cosas, y principalmente en saber y experiencia, lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.»
León le tomó su mano y se la besó tres veces, diciéndole:
«Yo no soy superior á nadie, y menos á tí.
—Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa... Tú, con tu juicio, que crees tan fuerte, aspiras á cambiar mi carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios, aspiro á conquistar el juicio tuyo, haciéndote á mi imagen y semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!
—¿Cómo lograrás eso?—dijo León rodeando con el brazo la cintura de su mujer.
—No sé si intentarlo poco á poco... ¡ó así!»
Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de su esposo y lo arrojó á la chimenea, que ardía con viva llama.
«¡María!» gritó León aturdido y desconcertado, alargando la mano para salvar al pobre hereje.
Ella le estrechó en sus brazos impidiéndole todo movimiento; le besó en la frente, y después volvió al reclinatorio, donde se puso á rezar de nuevo.
¿Qué decía el libro? ¿Qué decía el rezo?
IX
La Marquesa de Tellería.
Los Marqueses de Tellería vivían en el principal de su casa. León Roch, atento á que entre la vivienda de sus suegros y la suya hubiese la mayor extensión posible de superficie terráquea, había alquilado una hermosa casa en lo más apartado de la zona del Este. Allí le encontraremos dos años después de su boda.
«Buenos, días, León... ¿Estás solo? ¿Y Mariquilla?... ¡Ah! estará en misa: yo pensaba ir también; pero ya es tarde... Alcanzaré la de once en San Prudencio... ¿Qué tienes?... estás pálido. ¿Habéis reñido?... Pero me sentaré... Dime, ¿cuánto te han costado esas estatuas? Son hermosísimas. Tienes una linda colección de bronces... Pero dime, ¿todavía vas á meter más libros en este despacho? Esto es la biblioteca de Alejandría. ¡Oh! ¡no es como tú toda la juventud de estos tiempos!... ¡Qué chicos los de hoy! Yo no sé qué será del mundo cuando lleguen á la edad madura esa multitud de jóvenes viciosos, ociosos y enfermos que hoy son el adorno principal de esta sociedad... Pues todavía hay un mal mucho peor. Pase que los muchachos sean casquivanos y sin substancia... pero los viejos son más viciosos, más frívolos, más disipadores, más holgazanes que los chicos... He llegado al asunto delicadísimo de que quiero hablarte, querido hijo. Siéntate y atiéndeme un poco.»
Azotó la Marquesa con su hermosa mano el brazo de la butaca más próxima, y sentado en ella León, dispúsose á oir á su madre política. Era ésta una dama de gentil porte, bruscamente desmejorada después de una larguísima juventud, por repentinas dolencias que se habían presentado cual acreedores, tanto más implacables cuanto más rezagados. Y no obstante, aún la hermosura de la dama prevalecía resplandeciendo débilmente en su cara, y descendía hacia el horizonte entre las caliginosas brumas de un blanquete no siempre aplicado con comedimiento y habilidad. Aquella puesta de sol no era de las más espléndidas. Su cuerpo airoso y antaño lleno de majestad, se inclinaba ya como presintiendo su bajada á las frías honduras del sepulcro, si bien el férreo costillaje del corsé mantenía en aparente firmeza y redondez aquella desplomada arquitectura. Sus ojos, negros y hermosos, eran lo menos muerto de aquel conjunto moribundo, y á veces se abrillantaban con gracia y embeleso, semejando á un rasgo de inspiración en medio de la oda académica compuesta de imágenes arcáicas y manoseadas. Su cabello, que del negro andaluz había pasado al rubio veneciano, pasaba ora del rubio de Venecia á un plateado indeciso y pulverulento.
Su tez, áspera ya y sin lisura, desaparecía bajo una especie de vello artificial en que se confundían sutiles alquimias olorosas, dispuestas para engañar al espectador, bien así como en los teatros el pintado lienzo imita la verdura de los bosques y aun la diafanidad y pureza del cielo. Pero aquel efecto, conseguido hasta cierto punto en las acecinadas mejillas de la señora en decadencia, perdíase á veces, porque la comprada blancura del rostro hacía que amarilleasen un poco los dientes, todavía enteros, bonitos, iguales. Su sonrisa, toda gracia y desdén, los mostraba á cada rato, por hábito antiguo que bien pronto habría de modificarse, si aquel lindo teclado doble comenzaba á desorganizarse como un ejército que cree haber peleado bastante. Vestía gallardamente y con elegancia. Su habla era abundante, con pretensiones, no siempre inútiles, de añadir tal cual frase ingeniosa al aluvión de palabras insubstanciales que forma el fondo de la conversación corriente entre personas sin médula.
«Ya escucho, señora,—dijo León.
—No me gustan rodeos—añadió la Marquesa.—Además, María te habrá hablado de esto. Tu padre político es un perdido.
—Creo que exagera usted un poco. El Marqués gusta de divertirse... es gusto muy general entre las personas que no tienen nada que hacer.
—No, no, no le defiendas. La conducta de Agustín es indefendible... ¡A su edad!... Lo extraño es que en sus mejores tiempos ha sido un hombre recogido, prudente, callado y metido en casa. Créelo: me repugna ver al Marqués hecho un viejo verde. Y no es otra cosa; aquí le tienes pintado en dos palabras: un viejo verde. Hace dos años, casi desde que te casaste con mi hija, mi querido esposo empezó á frecuentar el Círculo de los muchachos; tropezó con algunos mozalbetes que le enloquecieron, cambió de lenguaje, de modo de vestir, trasnochó, jugó... ¿Pero tú no notas que hasta parece rejuvenecido? ¿No te hace reir, confiésalo con franqueza, su empeño de parecer pollo? Le verás siempre en las cuadrillas de muchachuelos que mariposean por Madrid... De veras es cómico... Siempre le tienes de flor en el ojal... Esta mañana le he dicho algunas verdades un poco duras. Yo no sé cómo se las compondrá él con su sastre, porque es un gasto de ropa que abruma... Aquí en la confianza de la familia, se puede decir todo, León. Mi buen marido gasta lo que no tiene ni puede tener en toda su vida. Nunca fué ordenado, pero tampoco disipador; jamás escribió un número en un pedazo de papel, pero tampoco se dejó arrastrar