«¿Y á qué viene eso?—preguntó Federico.—No hables tonterías y echemos un...
—Dígote esto porque estoy decidido á desertar... Me son insoportables los caracteres de esta zona social á donde mi padre me hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos y las personas, las costumbres, el lenguaje... las pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí: me entristecen también los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia repugnante.
—Enérgico estás—dijo Cimarra tomando á risa el énfasis de su amigo.—A tí te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada repentina, León. A prima noche te ví tranquilo, razonable, cariñoso, un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va á casar y vive á ocho leguas de su novia... De repente te encuentro en la alameda, alterado y trémulo; te oigo pronunciar palabras sin sentido; entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé qué... ¿Con quién has hablado?»
El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas entre sus dedos.
«No te diré—indicó León ya más sereno,—sino que mi cansancio va á concluir pronto. Yo labraré mi vida á mi gusto, como los pájaros hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.
—He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos más calamitosa que hay en el mundo.
—Yo he formado mi plan—prosiguió León sin atender á la observación del amigo,—y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme: he meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad de un químico que pesa gota á gota los elementos de una combinación. Voy á mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente social y humano, conforme en todo á los destinos del hombre y al bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.»
Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.
«Me caso, y al elegir mi esposa... no está bien dicho elegir, porque no hubo elección, no: me enamoré como un bruto. Fué una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías... Pero esto no impide que antes de decidirme al matrimonio no haya hecho una crítica fría y serena de mi situación y de las cualidades de mi novia. Debo hacer lo que haré, Federico, debo hacerlo; estoy en terreno firme; este paso es acertadísimo. María me cautivó por su hermosura, es verdad; pero hay más, hay mucho más. Yo procuré dominarme, acerquéme con cautela, miré, observé científicamente, y en efecto, hallé dentro de aquella hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia unida á una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me convencieron de que debía hacerla mi esposa... Te hablaré con toda franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros... No me caso más que con mi mujer, y ésta es buena: posee sentimiento y fantasía, y esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas, de los conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece que es una situación admirable? ¿No comprendes que un sér de tales condiciones es el más á propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande del hombre casado?... porque así podré hacerla á mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre, y la garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece así?
—¿Me consultas á mí que soy un egoísta corrompido?...—dijo Federico con ironía.—León, tú estás loco.
—Te consulto como consultaría á ese banco—dijo León, volviéndole la espalda con desprecio.—Hay situaciones en que el hombre necesita decir en voz alta lo que piensa para convencerse más de ello. Haz cuenta que hablo solo. No me contestes si no quieres... Sí: la haré á mi imagen y semejanza; no quiero una mujer formada, sino por formar. Quiérola dotada de las grandes bases de carácter, es decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral... conocimientos muy extensos del mundo, y la ridícula instrucción de los colegios, lejos de favorecer mi plan, lo embarazarían: tendría que demoler para edificar sobre sus ruínas; tendría que ahondar mucho para buscar buena cimentación.»
Entonces hubo un cambio de actitudes. Arrojó Federico la baraja sobre la mesa, levantóse, y después de dar algunas vueltas alrededor de León, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro, y en voz baja le dijo:
«Señor sabio, también los ignorantes depravados fijan su mirada en el porvenir; también forman sus planes, no con matemáticas, pero quizás con más garantía de seguridad que los hombres prácticos. Digamos, entre paréntesis, que el burro es un animal práctico... No condenan el matrimonio: al contrario, le consideran necesario para el adelantamiento de las sociedades y el perfeccionamiento de las condiciones...»
Dió otras dos vueltas y añadió:
«De las condiciones del individuo. Ya comprenderás lo que quiero decir... Por acá no somos sabios, ni después de enamorarnos como cadetes hacemos un estudio exegético de las cualidades de las dignas hembras que van á ser nuestras mujeres... no aspiramos tampoco á fabricar caracteres: esta manufactura la tomamos como está hecha por Dios ó por el Demonio. Eso de casarse para ser maestro de escuela, es del peor gusto. A otra cosa más que al carácter debemos atender en estos apocalípticos tiempos que corren. La desigualdad de fortuna entre los seres creados, y el desgraciado sino con que algunos han nacido; el desequilibrio entre lo que uno vale y los medios materiales que necesita para luchar con y por la vida, ¡oh! el pícaro struggle for life de los transformistas, es mi pesadilla... la falta de trabajo que hay en este maldito país, y la imposibilidad de ganar dinero sin tener dinero... ¿oyes lo que digo?... pues estas causas todas y otras más nos obligan á considerar antes que el mérito de nuestras futuras...
—¿Qué?...»
Cimarra hizo con los dedos un signo muy común, diciendo: «El trigo...»
Como se ve, de su agraciada boca afluía el lenguaje complejo de ciertos jóvenes del día, y mezclaba el idioma de los oradores con el de los tahures, las elegantes citas en habla extranjera con los vocablos blasfemantes que aquí no se pueden decir...
«La vida moderna—añadió,—se hace cada vez más difícil; los ricos como tú pueden echarse á volar por el mundo de las moralidades y no poner en su corazón deseo que no sea puro, ni tener pensamiento que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos llaman el vil metal, puede ser un gran elemento de moralidad. Yo, por ejemplo...
—¡Tú! ¿de qué eres ejemplo tú?...
—Yo... quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería un modelo de patricios, y quizás pasaría á la posteridad con el calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha, llamar ilustre á D. Francisco Cucúrbitas?
—Aunque quieras disimularlo, en tí hay un resto de pudor—le dijo Roch.—Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.
—Todo es al respetive, como dice, siempre que bromea, mi amigo Fontán—repuso Cimarra alzando los hombros.—No se puede juzgar así, tan á la ligera, á un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate bien en esto. A tí se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos no son todavía más que anteproyectos, querido... allá veremos... se me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún día, cuando vivas olvidado de mi en medio de tu felicidad de marido pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra