—Sólo pido saber una cosa, algo muy sencillo: ¿es un verdadero caballero?
—¡Querido amigo! Un verdadero caballero, ¡eso se dice muy pronto!
—No lo bastante, si resulta que no lo es. Debe ser un rufián de marca mayor cuando los Mulville lo han adoptado.
—Me sentiría ofendido si no fuera porque a mí no me han cubierto de elogios —respondí yo.
—¡No te confíes! Admitiré que es un caballero cuando tú concedas que se trata de un farsante —añadió Gravener.
—No sé qué admirar más, si tu lógica o tu benevolencia.
Mi amigo se sonrojó, pero, no obstante, no cambió de tema. Preguntó:
—¿Dónde le encontraron?
—Creo que les llamó la atención algo que Saltram había publicado.
—Ya veo. ¡Me imagino un largo y aburrido tratado!
—Y entonces descubrieron que estaba atormentado por todo tipo de problemas y dificultades.
—Lo cual era inadmisible, y se dieron prisa en pagar todas sus deudas, ¡agradecidos por el inmenso privilegio!
Repuse que nada sabía de las deudas del señor Saltram, y recordé a mi invitado que los Mulville eran ángeles, pero no idiotas ni millonarios. Su propósito, al parecer, era reunir de nuevo al señor Saltram y a su esposa.
—Casi esperaba oír que la abandonó vilmente —interrumpió Gravener—, y me alegra comprobar que no me decepcionas.
—No, él no la dejó. Fue al revés —dije, esforzándome por recordar los detalles que la señora Mulville me había contado.
—¿Lo dejó ella? Es decir, que nos lo dejó —exclamó Gravener—. ¡Pues muchas gracias! Declino el honor.
—Aun si no quieres, oirás hablar de él en los próximos meses. No puedo negar que me parece un gran hombre. —Dije con el tono que a mi viejo amigo más le disgustaba.
—Sin duda, es un detalle sin importancia —replicó—, pero ni siquiera has mencionado en qué pilares descansa su reputación.
—Pues en lo que te aburría tanto cuando hemos empezado a hablar: su extraordinaria mente.
—¿Según demuestran sus escritos?
—Posiblemente ahí, pero sobre todo en su discurso, que es, de lejos, el más sólido y cultivado que he tenido el privilegio de escuchar.
—¿Y de qué habla?
—¡Querido amigo, qué puedo decir! Habla de todo —dije, mientras mi respuesta me recordaba sin querer a la pobre Adelaide. Añadí, caritativamente—: Y de sus ideas. Hay que escucharle para entender lo que quiero decir. No se parece a nada de lo que uno haya oído por ahí.
Terminé enrojeciendo hasta la raíz del cabello y confieso que exageré un poco mi retrato de Saltram, pues aún había de ser testigo de sus futuras apariciones, y más aún faltaba para que le conociera en profundidad. Sin embargo, expresé verdaderamente lo que me imaginaba de él, algo líricamente quizá, cuando procedí a afirmar que, entre la tradición y la leyenda, Saltram podría pasar a la posteridad como el orador más grande de todos los tiempos.
—Pues no entiendo el motivo de tanto aspaviento, ni por qué se le trata con tanta gentileza y se pagan todos sus caprichos, si no es más que un charlatán. ¡Cuanto más charlatanes son, mayor es la calamidad! —Gravener siguió diciendo, antes de retirarse—: Hoy en día estamos inundados de conversaciones, y toda nuestra sociedad muere aplastada por el exceso de palabras proferidas, con una desproporción monstruosa en comparación con el resto de las actividades que ocupan nuestro tiempo en la Tierra.
—Permíteme que te contradiga: estamos inundados, sí, pero sólo de ruido. Sin embargo, los responsables no son los verdaderos oradores, sino los tartamudos. Una conversación cultivada es algo tan escaso como vivificante; un regalo de los dioses, la única estrella refulgente en el harapiento manto de la humanidad. ¿Cuántos hombres son dignos de tal privilegio, de cuántos maestros conversadores puedes presumir haber conocido? ¿Morir aplastados por las palabras? ¡Más bien creo que nos hundimos a causa de su falta! Los textos mal escritos no son conversación, como muchos parecen creer, e incluso la buena literatura no siempre se pueden comparar con ella. En efecto, sostengo que las mejores letras tienen mucho que aprender de las palabras bien dichas. Y si la leyenda se detiene en nuestra sociedad —añadí con ligereza—, quizá deba acusarnos de haber escuchado, y de haber oído.
Gravener sacó su reloj y reparó en que ya era casi medianoche. Su respuesta a mi discurso fue muy propia de él:
—Sólo hay un detalle que debe tenerse en cuenta en presencia del mejor y del peor orador. —Aún sostenía el reloj en la mano. Por su expresión, parecía dispuesto a afirmar que nada importaba excepto que un hombre fuera un verdadero caballero. Quizá era lo que iba a decir, pero me privó del exultante placer de tener razón cuando dijo lo que pensaba con distintas palabras:— Lo que realmente importa a la hora de valorar a una persona es su conducta.
—Esto no es justo; hace un rato has dicho que suelo darte la razón precisamente a medianoche, y has esperado hasta ahora a posta —le reproché con afecto.
Sin embargo, mi observación no le distrajo, pues añadió lo siguiente:
—No hay ninguna excepción a la regla que acabo de enunciar.
—¿Ninguna?
—Ninguna en absoluto.
—Está bien, pues. Ten por seguro que trataré de ser una persona honesta, a cualquier precio —exclamé, riendo mientras le acompañaba hasta la puerta—. ¡Aun si con ello me convierto en un ser aborrecible!
3
Si esa noche fue una de mis esperiencias más divertidas o, al menos, de las que más quedaron impresas en mi ánimo, cuatro años más tarde pasé por una situación de lo más incómoda, el reflejo opuesto de la primera noche en que conocí al señor Saltram. Para ese entonces, sabía que el secreto del poder del señor Saltram para alienar a sus oyentes consistía en la repetición. Y por supuesto, sólo el que había sido testigo de sus remordimientos y de sus horas bajas podía apreciar la grandeza de su renacimiento. Así las cosas, era la estación de los sinsabores, y prometían ser magníficos, elementales y muy teatrales. Yo presentía que se avecinaba una de esas alteraciones atmosféricas, pero, no obstante, estábamos empeñados en un arduo intento de convertirle en un distinguido conferenciante. Después de todo, era imposible no reconocer que dos fracasos de un total de cinco intentos eran muchos. Esta era la segunda vez que se anunciaba el desastre; eran pasadas las nueve, y el público, numeroso y francamente animado, desplegaba, por fortuna, la actitud flemática de los que estaban en aquel vecindario de Upper Baker Street atraídos por —si no recuerdo mal— la promesa de «Un análisis de ideas primordiales». En aquel barrio encontramos una pequeña sala de conferencias que podía alquilarse por una suma razonable; no disponíamos de mucho más debido a la ominosa cuestión de la manutención de los cinco pequeños Saltram —incluyo en la cuenta a la madre — y del gran Saltram. Cuando por fin logramos asegurar la supervivencia de los Saltram de todo tamaño y condición, habíamos gastado todo el aceite que podía engrasar la maquinaria que habría permitido al que era, sin ambages, el más original de los hombres, mantenerlos él mismo.
En la anterior ocasión en que el señor Saltram no se presentó a pronunciar su conferencia, me había tocado a mí la ingrata tarea de salir al estrado durante un odioso instante bajo las lámparas del escenario para explicar a la concurrencia —sentada en una docena de estrechos bancos y en cuyos rostros las cejas enarcadas expresaban la más pura preocupación, sin un ápice de cínica sospecha— que no éramos capaces de localizar al que con tanta devoción