Götterdämerung. Mariela González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariela González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417649494
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para algo más que los trabajos de poca monta que haces de vez en cuando. Estoy al tanto. Eso de localizar a carteristas, perros perdidos… en fin, seguro que recibes muchos agradecimientos al final del día. Pero sé que tu alma aspira a más.

      —Lo que importa es a lo que aspira mi estómago. A él le gusta llenarse cada día, ya ves, y esos encargos me lo permiten —replicó el poeta, provocando que Gus anhelara de nuevo el desayuno que aquella inoportuna visita estaba postergando.

      —El trabajo que yo te propongo tendría lugar en una recepción para el duque de Baden. Mucha gente importante irá, ya te imaginas. Quizás puedas hacer buenos contactos. Sería algo nimio, sencillo pero vital. Nadie podría hacerlo mejor que tú… quizás nadie podría, sin más —prosiguió Lake, haciendo caso omiso a las palabras de Viktor—. Y por supuesto, tendrías total libertad para disfrutar de la fiesta y de sus invitados.

      Metió la mano en el interior de su levita y sacó un sobre lacrado. Se lo tendió.

      —Cuando cambies... bueno, si cambias de opinión, no tienes más que dejarme un mensaje en la dirección donde me hospedo. La encontrarás ahí dentro, junto con tu invitación y una lista de asistentes a la recepción. Ah, por supuesto, tu amigo también está invitado, si lo desea.

      Viktor tomó el sobre. Por primera vez miró a los ojos al hombre. Ahora, también por primera vez desde que comenzara la conversación, parecía serio de verdad, sin atisbo de teatro.

      —Adiós, Wilhelm. Perdona si no te acompaño a la salida.

      Esperó hasta escuchar el último de los pasos en el piso inferior, y la pesada puerta de madera que daba a la calle cerrarse con su bostezo sordo. Solo entonces abrió el envoltorio. Sacó de él la tarjeta rectangular de un hostal y una hoja doblada en varias partes, en cuyo envés destacaba un escudo nobiliario enrevesado. La desplegó y comenzó a leer.

      El cambio en su semblante fue imperceptible, similar a esos tics que surgen de forma involuntaria en una partida de cartas. Pero Gus, atento a cualquier variación en el rostro de su amigo, lo cazó al vuelo, como una experimentada rana ante la huida de una mosca. Y no le gustó nada el sabor de la mosca.

      —¿Qué pasa? —preguntó al momento—. No estarás considerándolo, ¿verdad?

      —Bueno, antes a lo mejor he exagerado un poco. No es que nos vaya tan bien, y no estaría nada mal poder ahorrar algo. —Viktor habló con aparente despreocupación, se encogió de hombros. Volvió a plegar la hoja y la colocó sobre el escritorio, junto con el resto del contenido del sobre. Se pasó la mano por la barbilla y se rascó el vello rubio—. Tengo que comprarme un rollo de lienzo nuevo y esos condenados aranceles han subido los precios.

      —Oh, no me vengas con historias. —Gus agarró el papel. Recorrió con la mirada el centenar de nombres en la lista, a toda velocidad. No tardó en detenerse en uno que destacó a sus ojos como un repentino ladrillazo—.Viktor, por las barbas de...

      Erin Davies.

      —Maldita sea. —El trasgo arrugó la hoja en una bola y la arrojó al suelo, exasperado. Tuvo que reprimirse para no encender una cerilla y prenderle fuego; dada la furia que le embargaba no podía estar seguro de no incendiar la habitación entera con su Glamerye—. Eres un cretino y lo peor es que lo sabes. ¿Qué vas a conseguir, verla a lo lejos? ¿Convencerla de... algo? ¿O es cualquiera de esas estupideces relacionadas con el destino que me has estado contando antes?

      Viktor recogió el papel arrugado con parsimonia. Las palabras airadas de su amigo no parecieron inmutarle. Lo desdobló y lo alisó sobre la mesa, casi se diría que con cariño. Su mirada también se detuvo allí, en aquel nombre, y durante unos instantes le transportó hacia otro tiempo, como una suerte de ornitóptero que planeara sobre el valle de su memoria. Recorrió los arabescos de aquellas letras igual que estas habían dibujado, años atrás, las vueltas y requiebros de sus decisiones.

      Pero aquel recuerdo amargo no fue más que un momento, muy breve, antes de mirar hacia otro lado, con aparente indolencia. Se encogió de hombros y bostezó.

      —Prefiero el dinero al destino, Gus. Es menos caprichoso.

      ****

      Siempre que estaba frente al espejo intentaba no fijarse, pensar en otras cosas. Después de tanto tiempo, tendría que resultarle sencillo: cualquier persona acaba pasando por alto las imperfecciones de su cuerpo por mera costumbre. Pero no había forma de evitarlo. Terminaba levantando el parche y quedándose hipnotizado por el brillo cambiante del ojo; por aquella diminuta llamarada que latía en la pupila, si es que podía llamarse así al hueco oscuro que exhibía en su centro.

      A veces, Viktor perdía la noción de la realidad al mirarlo durante minutos, y todavía no tenía claro si no era aquel otro efecto misterioso de su unión con Gus. Pero era preferible a lo que había sucedido al principio, estaba claro. Los primeros días después de que aquel ojo parasitario se hubiera instalado en él. Quizás había sido una sugestión de su mente, demasiado propensa a la grandilocuencia, pero en aquellos días ya lejanos le había parecido que se adentraba dentro de su cabeza, horadando un túnel hasta su cerebro. Buscando un lugar para acomodarse como un perro que diera vueltas sobre sí mismo antes de dormir. Minando, escarbando, ultrajando su intimidad. Fueron noches terribles. Había vomitado, había gritado, había caído en la terrible tentación de arrancárselo de cuajo con sus propios dedos. Estar tuerto era una perspectiva mucho más halagüeña en aquel entonces que vivir de esa manera.

      Pero sabía lo que hubiera significado librarse de su nuevo ojo: la muerte de Gus. La muerte de un desconocido, en otras palabras. Solo un tipo que lo había encontrado a él entre cientos de posibilidades aquella desgraciada noche y con el que había unido su alma de manera imposible. Se había sentido en medio de una tragedia barata, de las que escribía cuando era un mocoso, donde volcaba aquellos bobos dilemas preadolescentes. ¿Sería capaz de matar a alguien en su propio beneficio si ese alguien fuera un extraño, en el fondo, y seguir viviendo como si nada?

      Aquella tribulación ética le duró apenas una semana. El tiempo suficiente para que la simbiosis se completara, el dolor se desvaneciera y se percatara de lo que había ganado en realidad. De lo que era capaz. Pronto dejó de compadecerse de sí mismo: el descubrimiento de sus nuevas habilidades pasó a ocupar el centro de su interés.

      —Tú y yo nos llevamos bien, después de todo —dijo a su reflejo. A su ojo derecho. Le hablaba a veces, sí. Una costumbre privada un tanto embarazosa, inconfesable—. No tengo derecho a quejarme. Te he sacado bastante partido. Quizás sí que estábamos destinados a encontrarnos, ¿eh?

      Al momento se arrepintió de tales palabras, se mordió con fuerza el labio. No habría destinos ni misticismos aquella noche, se aseguró mientras se ajustaba la corbata y se colocaba las solapas de la camisa rectas, alineadas la una con la otra (nada lo exasperaba más que notar irregularidades o torceduras en su ropa). Prohibido pensar en ello, DeRoot. Haría lo que debía hacer, cobraría y seguiría con su vida. Lake le había dicho que el trabajo era de lo más sencillo, aunque le daría los detalles exactos durante la recepción. Como siempre, dándose aires de misterio.

      —Claro que necesitamos dinero, maldita sea. Como si no fuera evidente, Gus. —Esta vez se dirigió a la imagen mental de su compañero. El trasgo recaudaba dinerillo aquí y allá por publicar historias de sucesos inventadas para un par de periódicos, y cuentos y poemas picantes en folletines, pero no era suficiente—. Es lo malo de tener que comer todos los días. Pero será la última vez que tenga nada que ver con el viejo zorro, ya lo creo.

      No quería pensar más en ello ni plantearse que se estuviera rebajando a nada. A pesar de que, como casi siempre, su amigo acertaba cuando lanzaba los dardos. A veces, como en su conversación de hacía cuatro días, en las cicatrices más antiguas, las que todavía escocían. Le había costado un gran esfuerzo convencerse de que no le daría importancia a lo que sucediera aquella noche. Si es que algo pasaba. Si acaso... bueno, si se encontraba con ella. No era un idiota ni un crío obsesionado. Ya había superado todo eso.

      Miró su ojo derecho por última vez, antes de colocarle el parche y esconder el pozo en el que