Götterdämerung. Mariela González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariela González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417649494
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nada más.

      —Os escabullisteis de pronto, apenas me giré a por un par de volováns. —El poeta no supo discernir si aquella inflexión en su voz era de reproche o de preocupación; no en vano estaba a su cargo. Quizás Lake le hubiera prevenido contra él: «No lo dejes ni a sol ni a sombra, no sea que se largue».

      —Lo lamento. Me agobio enseguida en esta clase de reuniones, necesitaba caminar. —Viktor quiso dar por zanjado el tema. Decidió desviar la conversación—. ¿De dónde sois, Yon’Fai? He de deciros, aun cuando os parezca un mero adulador, que siempre me he interesado mucho por la cultura del Este, por las exóticas Catay y Cipango. Por la manera en que habéis sabido proteger vuestras fronteras y vuestra cultura frente al expansionismo europeo. Me encantaría poder visitar vuestras costas. He visto grabados y parecen muy hermosas.

      Si a Yon’Fai le molestó el halago repentino, no dio muestras de ello. Al contrario: sonrió, entrelazando las manos a la espalda.

      —Bueno, ya sabéis. Gran parte de ese celo al que aludís es más política que otra cosa. —Se encogió de hombros—. Nuestros dioses aceptaron de buen grado la Unificación, pero nunca fueron partidarios de mezclar ideología y pensamientos con Europa. Demasiadas diferencias. Nací en la isla de Okinawa, si queréis algo más específico, en el reino de Ryukyu.

      —¡Oh! —El ojo humano se le encendió a Viktor de manera sincera—. He oído hablar de ella. De vuestra artesanía y vuestros enormes puertos. De vuestra resistencia a los invasores. —Aquellos temas siempre eran de su agrado. No podía evitar sentir empatía por quienes se mantenían firmes frente a los poderosos—. Incluso de ese estilo de lucha con las manos desnudas que habéis popularizado. ¿Lo practicáis?

      Yon’Fai rio con ganas.

      —Eso es lo que siempre llama la atención a todo el mundo. Sí, lo cierto es que es algo que lleva en mi familia desde hace generaciones. Digamos que he aprendido a defenderme. ¿Y qué podéis decirme de vos? Vuestro apellido no parece germano.

      —Holandés —confirmó Viktor—. Aunque mi padre se estableció en las islas británicas poco después de casarse con mi madre, antes de que yo naciera. En la isla de Skye. Negocios y demás. No he llegado a pisar Holanda después de trasladarme al continente, aunque debo admitir que me gustaría.

      No hablaron más. De pronto, un resplandor restalló al lado de la oreja de Yon’Fai: una breve llamarada, tal vez imperceptible para el resto de personas en la sala. Pero Viktor lo captó al momento. No había sido sino una pequeña chispa de Glamerye, venida de no sabía dónde. Una llamada de alguna clase.

      —He aquí nuestra señal —confirmó el oriental—. Nos esperan. Vamos, herr DeRoot. Será un placer continuar nuestra charla más tarde.

      Echó a andar, cruzando la sala con aquella forma suya de serpentear que resultaba fascinante. Apenas rozó a nadie, a pesar de las parejas que daban vueltas al compás del vals, de los grupos que se arracimaban en torno a tal o cual pintura popular. Se deslizaba, encontraba el hueco entre la gente sin dificultad, o los huecos se abrían a su paso. Viktor lo siguió con mayor torpeza. Estuvo a punto de derramar una copa de champán a un tipo ancho de espaldas como dos hombres (un trol, le dijo enseguida su vista) y casi quedó interceptado por un trío de muchachas que reían y conversaban moviéndose de un lado a otro, sin mirar si molestaban a alguien a su alrededor. Habría querido localizar a Gus para decirle a dónde iba, pero no consiguió verlo por ninguna parte. Y Yon’Fai no esperaba, por lo que tuvo que apretar el paso.

      Abandonaron la sala, para alivio de la castigada cabeza de Viktor, y enfilaron un pasillo hasta una puerta maciza, con arabescos grabados en la madera y un gran pomo dorado. Yon’Fai la abrió y le hizo pasar a una habitación mortecina. Un estudio de gran tamaño, en el que se adivinaba una enorme mesa en el centro y numerosas estanterías plagadas de libros a los lados. La única iluminación procedía de dos fuentes: la principal, la lámpara que portaba un hombre situado de pie a la izquierda de la mesa, a quien no podía distinguir. No contento con camuflarse en la oscuridad, llevaba la cabeza cubierta por una capucha, algo del todo innecesario estando bajo techo. Las alarmas de Viktor saltaron al instante, pese a que no captó nada raro en él. Ninguna energía malintencionada, ninguna agresividad contenida. Nada de Glamerye tampoco. ¿Qué demonios significaba aquel porte misterioso?

      El segundo punto de luz provenía de la propia mesa. Sobre esta, dispuestos en fila como un batallón en miniatura, se veían seis sobres cerrados que irradiaban una suave luminiscencia.

      —Como imagináis, esos son los poemas que debéis examinar —dijo Yon’Fai sin preámbulos—. Veréis que todos ellos son Alta Poesía; imagino que vuestra privilegiada visión ya los ha identificado como tales. No obstante, solo uno de ellos está hechizado del modo que hemos hablado. Por favor, herr DeRoot, decidnos cuál es.

      Viktor se aproximó, despacio, sin quitar ojo al tipo de la lámpara. Este se limitó a saludar con un cabeceo. No era Lake, de eso estaba seguro. Trató de entrever algo más en la estancia, pero la luz no daba para mucho. Aguzó el oído, extendió el alcance de sus sentidos cuanto pudo. La puerta de la habitación aislaba cualquier sonido del exterior y ninguna energía sospechosa parecía manifestarse al otro lado. No notó ninguna presencia escondida en las sombras.

      Quizás, por una vez, aquello era todo. Tal vez podía hacer el trabajo e irse a casa sin más. Respiró hondo y decidió concentrarse, pues, en los sobres. Tal como el oriental había advertido, la Alta Poesía despertaba su percepción sobrenatural de un modo parecido al de las criaturas feéricas. No era igual, por supuesto. Todavía quedaba mucho camino, si es que alguna vez podía suceder, para que aquella rudimentaria magia de las palabras alcanzara la fusión con las capas de la realidad que suponía el Glamerye. Él lo había intentado y había causado un desastre. Pero era mejor así: tal vez el ser humano no estaba preparado para manipular determinadas dimensiones y retorcer los engranajes del universo a su antojo. Quizás por ello los dioses habían decidido consolidar su dominio y frenar el caos y el desorden que existía antes del Tiempo de la Unificación, con hechiceros, sacerdotes e historiadores peleándose por ofrecer su visión de las cosas.

      Los poemas situados en primer y segundo lugar eran, en esencia, bastante parecidos. Sus autores habían acudido al más universal de los sentimientos, el amor, para componer sus versos. En el primero notó Viktor una caricia aterciopelada, el olor del rocío mañanero. En el segundo algo un tanto distinto: la urgencia de los cuerpos encontrados, la oscuridad salvaje de una noche furtiva. El tercer poema le gustó más, o al menos se sintió más conectado con él: había un aire de rebeldía y de inconformismo flotando a su alrededor. Tal vez fuera un cantar épico. Le gustaría escucharlo.

      Los sobres situados en quinto y sexto lugar lo atrajeron con una mezcla de sensaciones muy diferentes, encontradas pero complementarias a la vez. Arrojo, paciencia y espera, la fascinación frente a lo sublime. Temas sin duda populares en aquellos tiempos en los que la naturaleza en su sentido más excelso era fuente de inspiración. Quizás sus autores fueran algunos de los jóvenes de Heidelberg influenciados por el Sturm und Drang que no pasaba de moda. Sin embargo, fue el cuarto sobre el que reclamó su atención.

      El sabor metálico le subió enseguida al paladar. La hiel le correteó por la garganta, le hizo carraspear. Notó un frío lento que le acariciaba las costillas, que intentaba cerrarse sobre su corazón. Era en vano, lo sabía bien, pero no pudo evitar asustarse, llevarse una mano al pecho para ahuyentarlo. Aquel espíritu extraño se burló un momento, se retorció en su interior, le apretó el estómago antes de dejarlo ir.

      —Es este —murmuró. La desagradable sensación lo había dejado un tanto mareado, pero trató de que no se le notara en la voz—. El cuarto. Algo hay en este poema que podría matar a una persona.

      Yon’Fai se acercó en silencio. Lo tomó, le dio un par de vueltas. Con parsimonia y no poca precaución, sujetándolo con las puntas de los dedos, rasgó el sobre y lo abrió.

      De espaldas a él, Viktor no pudo ver su rostro cuando habló.

      —¿Estáis seguro de esto?

      —Sí, lo estoy. Os podéis