Desde la Edad Media los charlatanes de feria han sabido qué ofrecer al público para captarlo, y su anzuelo ha tomado las formas más variopintas, desde el crecepelo hasta los afrodisíacos. Ejercían aquel oficio tipos espabilados que recorrían pueblos y ciudades vendiendo todo tipo de artilugios y remedios. Su habilidad fundamental, de la que dependía su éxito y su sustento, era la de saber escoger exactamente las palabras que moverían a su incauto público a adquirir sus pócimas y cachivaches. Quizá algún lector los recuerde aún en su versión tradicional. Pero seguro que casi todos los conocen en las múltiples versiones, actualizadas y digitalizadas, con las que se camuflan aún en nuestros días.
Para el charlatán los productos eran lo de menos. De hecho, a menudo eran un fraude. Lo que importaba era venderlos. Convencido el comprador, el negocio estaba hecho. Bastaba con que este no detectara inmediatamente el defecto de la mercancía. Al día siguiente el charlatán probablemente ya se habría marchado a otro pueblo y toda reclamación resultaría imposible.
Ese espíritu nómada era fundamental para la supervivencia del oficio. Las expectativas de los compradores, hinchadas por el parloteo de los charlatanes, no se correspondían casi nunca con la calidad de lo vendido. Y convenía por ello poner tierra de por medio cuanto antes.
Para un tendero establecido en una ciudad, en cambio, este modelo de venta con cebos envenenados resulta contraproducente. Puede y debe, naturalmente, ponderar sus productos ante el comprador, pero hasta cierto límite. Si eleva mucho sus expectativas y estas se ven luego frustradas, el cliente sabe dónde reclamar y, sin duda, dónde no volver a comprar.
El ecosistema de los medios de comunicación se parecía, antes de la irrupción de internet, a una ciudad con un mercado en el que convivían varios establecimientos. Aunque algunos periódicos eran más exagerados y vociferantes en la venta de sus productos, si traspasaban cierto límite se arriesgaban a perder su parroquia en beneficio de los demás. A largo plazo, la mejor estrategia era ganarse la confianza de los lectores y convertirlos en clientes habituales. Muchos de ellos leían un periódico concreto por una cuestión afectiva, como un hábito en ocasiones heredado.
La revolución digital hizo tambalearse la relación existente entre los medios y los lectores. Ya no hacía falta tener una enorme imprenta para producir un periódico. Cualquiera podía crear algo parecido desde su casa. La oferta informativa aumentó exponencialmente y el todo gratis se convirtió en el mantra de los nuevos tiempos. Como resultado de ese enorme volumen de noticias a disposición de todo el mundo, la fidelidad a las marcas se diluyó y se disparó el número de lectores promiscuos que picoteaban aquí y allá, en ocasiones sin saber siquiera qué página estaban consultando. Los periódicos estaban desconcertados mientras su modelo de negocio saltaba por los aires. La que se vio como la única salida posible fue la de aumentar la audiencia al máximo para incrementar los ingresos publicitarios.
Una tentación se apoderó entonces de los medios, incluso de los que hasta ese momento habían actuado como honestos tenderos: adoptar las tácticas del charlatán. En vez de esforzarse por construir una clientela fiel, de preocuparse por ofrecer un buen producto, pusieron el foco en vender su mercancía a cualquier precio, sin preocuparse por las posibles reclamaciones. No era el momento de calibrar las consecuencias de esta decisión a largo plazo: la cuestión era salvar el pellejo.
Fue entonces cuando se empezaron a vociferar titulares altisonantes, con una estructura retorcida que nunca antes se había utilizado, diseñados expresamente para intentar pescar al mayor número de incautos: “¡No imaginas lo que hizo un hombre en medio de la calle y nadie trató de impedirlo!”, “¡20 tips para ser feliz instantáneamente!”, “¡Estas raras quintillizas nacieron en 1934. Lo que hicieron después conmocionó a miles de personas!”.
Estos pocos ejemplos –hay millones de ellos en internet– corresponden a noticias reales y no siguen las pautas de los encabezamientos periodísticos. Empecemos por el principio: el titular. Dicen las normas del oficio que es un elemento básico de la noticia, un gancho que atrae al lector y lo invita a profundizar en el texto, y que a la vez sintetiza lo fundamental de la información. Estos reclamos quizá cumplan la primera función. De hecho, están construidos específicamente para captar la atención. Pero, desde luego, no sintetizan nada, sino todo lo contrario: ocultan deliberadamente aspectos importantes de la información o los muestran a medias para “dar misterio” e incitar a los lectores a clicar y descubrirlo.
El genio de la redacción y del marketing Joseph Sugar aseguraba que el propósito fundamental de un titular (aunque él se refería más bien a los anuncios, su razonamiento es plenamente válido para las noticias) es conseguir que la gente lea la primera frase. Y el propósito de la primera frase es que la gente lea la segunda frase. Y el propósito de la segunda frase es que la gente lea la tercera… En estos ejemplos, en cambio, importan poco las frases que vaya a leer el lector: la única pretensión es conseguir el clic.
Quizá el lector no se sienta defraudado con el contenido, pero puede acabar hastiado de tener que clicar una y otra vez para conocer detalles que deberían estar ya en el titular según las reglas del periodismo. Otras veces, los titulares son directamente una estafa: reclamos engañosos que conducen a la decepción o al enfado (¡cómo no va a hacerlo un artículo que promete la felicidad en cinco minutos!).
Estos titulares cebo lograrán pinchazos, un tráfico a corto plazo que sería el resultado ideal para el charlatán, despreocupado de construir una clientela fija porque mañana se largará a otro pueblo. Sin embargo, con total seguridad, la estrategia no resultará rentable a largo plazo para un periódico que aspire a la respetabilidad, pues erosionará su imagen y, lejos de propiciar la confianza del lector, jugará con sus expectativas, lo que no contribuye en ningún caso a la construcción de una audiencia sólida.
La estrategia acaba resultando tan ridícula para los lectores que no es de extrañar que en las redes se rían de ella. En octubre de 2018, bajo el hashtag #click baitvintage, decenas de tuiteros pusieron titulares a grandes momentos de la historia, de la televisión o de la cultura usando estas técnicas del cebo en el anzuelo. “Fue en busca de una nueva ruta para las Indias, pero lo que encontró no estaba en sus planes”, escribió @REAL_SOULMAN sobre un retrato de Colón. “Ulises/Odiseo volvía a casa tras luchar 10 años en la Guerra de Troya. No vas a creer lo que le pasó durante el viaje”, publicó @carmen_caesaris. También en clave mitológica aseguraba @garretus: “Si a tu ciudad le han regalado un caballo de madera tienes que leer esto”.
¿Por qué se ha extendido tanto esta práctica? El motivo fundamental, como veremos con detalle más adelante, es una interpretación cortoplacista del modelo de negocio basado en la publicidad. Evaporada buena parte de los ingresos tradicionales con la irrupción de internet, muchos periódicos se encomendaron a una economía basada en el número de clics. Cada pinchazo suponía dinero de la publicidad. Y como el tráfico de cada noticia podía medirse en tiempo real, las redacciones se convirtieron en máquinas de conseguir audiencia. Naturalmente, se puede y se debe buscar todo el tráfico posible para las informaciones en las que un medio cree, accionando las palancas de distribución que nos ofrecen las nuevas tecnologías, manteniendo el rigor y el respeto por las normas del oficio. El problema es cuando se dinamitan ese rigor y esas normas porque se prima el tráfico por encima cualquier otra consideración. Es decir, cuando nos rendimos a la tiranía del clic.
¿Por qué tanta fijación con los titulares? Si el encabezamiento de una información siempre ha sido muy importante, ahora se ha vuelto crucial. El lector que hojea un periódico de papel se va encontrando, página tras página, con titulares de noticias siempre acompañados de otros elementos que, de un vistazo, pueden ayudarle a decidir si quiere o no detenerse en esa información. Por ejemplo, puede apreciar la extensión del artículo, cómo ha sido valorado (si se sitúa arriba, abajo, en página par o impar) o si lleva una foto o una infografía. También puede, con un mínimo movimiento ocular, consultar el subtítulo, si lo tiene, la firma y el arranque del texto. Digamos que, al margen del titular, la noticia dispone de otros recursos para atraer la atención del lector y decirle: “¡Eh, detente y léeme!”.
En internet la selección de lo que se lee y lo que no es mucho