–Me gusta el departamento del primer piso, pero preferiría algo más arriba. El conserje me dijo que el departamento 17 está deshabitado.
Don Eulalio me dirigió una mirada severa, como la que se le hace a un menor cuando dice una tontería, y me dijo:
–Imposible. Hay gente que lo renta, aunque no lo habiten.
–¿Y se puede saber quiénes son? Tal vez yo logre negociar con ellos…
El casero comenzó a impacientarse.
–Olvídelo. La discreción es una parte importante en este negocio. Lo único que le puedo decir es que de algún modo lo utilizan… Creo que como bodega.
Estreché su mano, le dije que pronto tomaría una decisión respecto al departamento en renta y salí de la inmobiliaria, convencido de que no me iría de Guanajuato hasta que consiguiera entrar al departamento 17.
Entrar fue fácil. Lo difícil fue comprender lo que ahí encontré. Regresé al edificio al día siguiente y le pedí al conserje que me mostrara de nuevo el departamento del primer piso, “para salir de dudas”. Tras abrirme la puerta, un billete lo convenció de que me dejara a solas. Necesitaba “sentir el espacio como si ya fuera a vivir ahí”. El conserje tomó el dinero –en este país hasta la caja de Pandora se abre con billetes– y me dijo que regresaba en veinte minutos. En cuanto se retiró, salí del lugar y subí hasta la cuarta planta, donde se encontraba el departamento 17. El instinto –aunque a la distancia puedo decir que más bien fue una especie de llamado – me hizo poner la mano en la perilla y girarla. La puerta se abrió sin más y yo entré, aunque ahora sé que uno debe desconfiar de todas las cosas que se abren fácilmente, sobre todo si se trata de puertas. El departamento estaba vacío. Lo único que había era un librero de madera empotrado en una de las paredes de la estancia. Estaba lleno de libros y era de forma ovalada. Tras asegurarme de que no había nadie en los otros cuartos, inspeccioné su contenido. Albergaba sólo volúmenes de poesía. Lo más extraño era que en la primera página de todos los libros estaba escrita la misma frase:
Amaranta:
Una llave para la puerta,
un ojo para la tuerta.
No era la letra de la misma persona. En cada libro la frase estaba rubricada por quien la había escrito, y se agregaban la fecha y el lugar desde el que había sido enviado al departamento 17. Las fechas abarcaban los dos últimos años y los lugares distintas partes de la República: lo mismo Tijuana que San Luis Potosí o Chiapas. Algunas personas repetían, entre ellos mi hermano. Aquel lugar no estaba tan solo como me habían asegurado. Alguien, al menos, había estado ahí para recibir y acomodar los libros. Y ese alguien tenía que ser Amaranta.
Salí del departamento y abandoné el edificio ante la sorpresa del conserje. No me importó; ahora tenía otro objetivo: Estafeta. Fui a la oficina que tenían en el centro y hablé con el encargado. Deslicé otro billete y le dije que lo único que quería saber era quién recibía los paquetes en la dirección del departamento 17. Mandó llamar a un muchacho de cabeza rapada, responsable de las entregas en aquella zona de la ciudad, y nos dejó a solas.
–Siempre abre una ñora –dijo mientras mordía una torta con displicencia.
–¿Se llama Amaranta?
–Sepa –subió y bajó los hombros para reforzar su respuesta.
–Una última cosa: ¿es tuerta?
El joven dejó de masticar y me miró con recelo.
–Nel … esa ñora tiene ojos bien bonitos.
El encargado lo llamó desde el otro lado del local y le mostró los paquetes que tenía pendientes. Lo entendí más como una señal para mí: era hora de irme con mis preguntas absurdas a otro lado.
Cuando salí del local, un hombre de chamarra negra me abordó y me mostró una identificación que sacó de su cartera: Samuel Luján, detective privado.
–Tenemos que hablar –dijo mientras encendía un cigarro–. Me parece que ambos buscamos a la misma mujer.
Nos metimos a un café cercano. Me contó que había sido contratado por el esposo de Amaranta, un rico empresario de la industria del calzado, quien sospechaba de la conducta esquiva de su mujer. Justo el día que comenzó a seguirla, desapareció. El último lugar en el que la vio fue en el edificio del departamento 17.
–Entró y nunca salió de ahí –hizo una pausa dramática que aprovechó para darle un largo sorbo a su taza de café–. Al menos no por la puerta del frente…
–¿Hace cuánto de eso?
–Tres meses.
Samuel encendió un nuevo cigarro. Después me miró a los ojos.
–¿Y tú qué chingados pintas en todo esto?
Su tono amable había quedado atrás. Decidí relatarle todo, desde la muerte de Pablo hasta el solitario librero del departamento 17.
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