–Nadie tiene casa –me dijo, adivinando de nuevo mis pensamientos– cuando el alma no tiene sosiego.
Entonces, dentro del sueño, comprendí todo. Lo que había estado ocurriendo con Ligia y conmigo en los últimos meses se me reveló en un instante. Y en ese momento desperté, o creí despertar. El mulato ya no estaba, sólo permanecía el eco de su risa en la habitación, y también el eco de una última frase: No podrás despertar, tampoco dormir, tan sólo caminar entre dos mundos…
* * *
Días después me hicieron la invitación a Santo Domingo. Y aquí estoy, en el cuarto de hotel, escribiendo en la última hoja de mi libreta. Más allá de la ventana, la noche envuelve las grúas y el mar comienza a fundirse con el cielo en una sola y compacta oscuridad.
La verdad de aquel sueño es la misma que escribo en este momento, la misma que me espera en casa cuando regrese: hay una sombra en el umbral del cuarto que no necesita tocar porque una puerta se abrió para siempre.
Miro por la ventana y cuento los cascarones de concreto. Ahora falta un edificio.
MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN DEPARTAMENTO VACÍO
Samuel Luján
Detective Privado
Presente
Por este medio le hago llegar el documento solicitado a esta Secretaría, esperando sea de utilidad para los fines que persigue. Cabe señalar que es una copia del original, tal cual fue encontrado.
Atentamente
Raúl Solís
Agente Ministerial
Sistema de Personas Extraviadas
Secretaría de Seguridad Pública
I. EL DOCUMENTO
Mi hermano Pablo murió atropellado hace dos semanas. Un taxi lo embistió cuando cruzaba la calle, justo frente al local de Estafeta donde pretendía enviar un paquete. La noticia me conmocionó, a pesar de que estaba distanciado de él y llevaba tres años sin verlo. Era mi único pariente cercano. No teníamos más hermanos y nuestros padres habían fallecido tiempo atrás. No existe una razón concreta que explique el abismo que nos fue separando, lo único que se me ocurre decir es que su mundo era el de las palabras y el mío el del dinero. Pablo se dedicaba a dar talleres de poesía –había publicado algunos poemarios; plaquettes, les llamaba él, aunque para mí eran lo mismo: nunca leí una línea suya–; yo soy corredor de bolsa en un banco nacional. Ahora que lo pienso, otro de los motivos que contribuyeron a que nos alejáramos fue el hecho de que Pablo tenía una gran facilidad para ligarse mujeres, algo que a mí siempre me ha costado trabajo. Mientras yo pasé años tratando de convencer a la mujer que posteriormente se convirtió en mi esposa –y más tarde en exesposa–, él pasaba de una relación a otra con una sonrisa de satisfacción en los labios. Tras mi divorcio no quise saber nada de mujeres durante un tiempo, y tampoco de mi hermano y sus múltiples conquistas. Nunca envidié que fuera escritor. ¿Quién, en su sano juicio, puede desear una profesión que importa a pocos, y que además reditúa miserables ingresos? El problema era ese imán con el que atraía a las mujeres a pesar de su precaria situación económica. Y no sólo eso: me consta que más de alguna llegó a mantenerlo. Las pocas veces que nos veíamos para comer se la pasaba hablando del poder de las palabras y de una teoría que a mí me parecía sacada de un cuento fantástico: decía que los versos eran capaces de abrir agujeros a otras dimensiones. La auténtica poesía, porque –aclaraba– había poetas que camuflaban historias con versos. “Ahora los poetas sueñan con ser narradores”, decía en su perorata, la cual sólo se permitía interrumpir para pedirle al mesero otra botella de vino sudafricano que bebería a mis costillas. Yo le ponía atención un rato, pero después mi mente comenzaba a moverse hacia el terreno de las cifras, haciendo cuentas sobre lo que habíamos pedido y lo que iba a costarme. Después, le hacía una seña al camarero para pedirle la cuenta, gesto que marcaba el final de nuestras forzadas reuniones.
Tras identificar el cadáver la policía me entregó un paquete, el mismo que mi hermano se disponía a enviar por Estafeta cuando el taxi le pasó por encima. Era un sobre de papel manila que contenía un objeto abultado. En el reverso tenía escrita una dirección de la ciudad de Guanajuato, pero ningún nombre. Arrojé el paquete en el asiento del copiloto de mi coche y no lo abrí hasta más tarde, cuando volví a casa después del trabajo. Dentro tenía un libro. No recuerdo el autor, pero era de poesía. En la primera página mi hermano había escrito algo con su puño y letra:
Amaranta:
No puedo hacerlo.
Aquél extraño mensaje me conmovió, como si en su parquedad incomprensible se resumiera la historia de nuestra difícil relación. Nunca hice nada por mi hermano, salvo invitarle vinos caros en restaurantes de moda, pero en ese momento supe que tenía una misión: hacer que ese paquete llegara a su destino. Y conocer a Amaranta: tal vez esa mujer podría decirme algo sobre el hermano con el que rehusé intimar. Pedí vacaciones en el trabajo y una semana después tomé un avión a Guanajuato. No pretendía quedarme más tiempo del necesario; mi idea era entregar el paquete y después tomar otro avión rumbo a Acapulco. Pero mi destino estaba en otra parte.
En el aeropuerto de Guanajuato me subí a un taxi y me dirigí al centro. Primero quería comer algo y pasear un poco. Hacía mucho tiempo que no iba a esa ciudad, y al atravesar los túneles que la recorren por debajo recordé que era misteriosa por naturaleza; que a pesar de su aspecto turístico daba la sensación de encerrar un secreto. Esa percepción se reafirmó cuando bajé del taxi y me puse a caminar por sus callejones laberínticos. Después de comer, mientras vagaba por pasillos estrechos y olorosos a orina, topándome con montones de colillas y botellas de cerveza rotas, recordé que mi hermano me había dicho alguna vez que solían invitarlo a Guanajuato a dar talleres de poesía. Decidí que era momento de entregar el paquete. Tomé otro taxi y la dirección anotada en el reverso del sobre me llevó a un edificio de departamentos situado en una zona residencial a las afueras de la ciudad. Del balcón del primer piso colgaba un letrero de SE RENTA. Me dirigí al interfón y timbré en el número 17. Nadie respondió, y obtuve el mismo resultado durante los diez minutos siguientes. Decidí esperar en el taxi. Una hora más tarde, nadie había entrado ni salido de aquel edificio, el taxímetro seguía corriendo y mi paciencia se había agotado. Pensé en dejar el paquete con el conserje, pero estaba decidido a conocer a aquella mujer, que para esas alturas ya me intrigaba bastante (debía ser guapa, mi hermano cuidaba muy bien su reputación); así que tramé un plan. Presioné el timbre del conserje y pretexté estar interesado en el departamento en renta. Minutos después era conducido al primer piso por un hombre moreno y chaparro. Le hice las preguntas de rigor mientras recorríamos la estancia –¿cuánto cuesta la renta?, ¿qué requisitos solicitan?, ¿hay más personas interesadas?– y finalmente le comenté, con la mayor naturalidad de la que fui capaz:
–El dato me lo pasó mi amiga Amaranta, que vive en el 17.
El conserje me miró como si le hablara en una lengua extranjera, y me dijo:
–Debe estar confundido. En ese departamento no vive nadie desde hace mucho tiempo. Pero no está en renta; no me pregunte por qué, eso es asunto de Don Eulalio, el casero.
Inventé cualquier excusa, le dije que pensaba rentarlo, y salí de ahí con los datos de Don Eulalio. Decidí ya no ir a Acapulco y le pedí al taxista que me llevara a un hotel cercano. No creía que mi hermano se hubiera equivocado en la dirección del sobre. Sin duda, aquella mujer era su amante,