En poco tiempo, el avance de las tropas soviéticas causó pánico entre las autoridades alemanas. Hay que aclarar que los bombardeos aéreos eran cada vez más frecuentes en el distrito de Auschwitz. En la ruta que bordeaba al comando, se veían desde fin de año tropas alemanas que se replegaban en desorden. El 18 de enero de 1945, el comando de Brobek recibió la orden de partir. Salimos a pie en dirección de la fábrica Buna, que se encontraba dentro del recinto de Auschwitz-Birkenau. Nos unimos a todos los demás detenidos de los campos de Auschwitz, unas cuarenta mil personas, y comenzamos la memorable y eterna marcha de la muerte, verdadera pesadilla para los sobrevivientes, con un frío de treinta grados bajo cero. Fue atroz. Aquellos que se caían, eran ejecutados de inmediato. Los SS y los viejos soldados de la Werhmacht (15) que los rodeaban se jugaban la vida, y lo sabían. Había que escapar a toda costa del avance de los rusos, escapar a toda costa de la muerte que los perseguía. Finalmente llegamos a Gleiwitz, setenta kilómetros hacia el oeste, sí, setenta, donde se reagrupaba a los deportados que habían sobrevivido. La cada vez mayor proximidad de las tropas soviéticas enloquecía tanto a los alemanes que llegamos a pensar que nos iban a exterminar a todos. Esperábamos por nuestro destino, hombres y mujeres mezclados en ese campo aterrador donde ya no quedaba nada, ningún tipo de organización, ni comida, ni luz. Unos hombres ejercían un chantaje espantoso con las mujeres: “Entiéndannos, hace años que no vemos mujeres.” Era el infierno del Dante. Recuerdo a un pequeño húngaro, muy amable. Tenía trece años y estaba tan desesperado que por piedad terminamos cobijándolo. Decía: “Los hombres me abandonaron. Estoy solo. No sé adónde ir. No sé dónde buscar comida. Pero cuando no haya más mujeres, los hombres van a esta contentos de encontrarnos.” Me partía el corazón. Me preguntaba en lo profundo de mi ser: “¿En qué se van a convertir estos muchachos si logran escapar de este infierno?” Otro chico que conocí, y que había vivido una espantosa situación de sometimiento con los hombres, después de la guerra hizo estudios brillantes y llegó a tener una carrera excepcional. Ayudó mucho a los compañeros con los que se reencontró y fundó una familia maravillosa. Cuando recordamos esa época, su mujer dice simplemente: “Él nunca habla del campo.”
Desde Gleiwitz, los trenes empezaron a marchar en varias direcciones. Muchos hombres fueron enviados a Berlín, donde los bombardeos habían causado enormes destrozos y donde la limpieza de los escombros exigía muchos brazos. Otros fueron enviados a fábricas de armamento. En cuanto a las mujeres, los SS nos hacinaron en plataformas de vagones chatos y fuimos enviadas al campo de Mauthausen, donde no pudimos quedarnos por falta de espacio. Tuvimos que soportar ocho días más de tren, a pleno viento, sin nada para tomar ni comer. Usábamos los pocos cuencos que habíamos podido cargar con nosotras para recuperar nieve y beberla. Cuando nuestro convoy atravesó las afueras de Praga, los habitantes, impresionados por la imagen de ese amontonamiento de muertos vivos, nos arrojaban pan desde las ventanas. Extendíamos las manos para poder agarrarlo, pero la mayoría de los pedazos caían al suelo.
¿Por qué los nazis no mataron a los judíos ahí mismo en lugar de llevárselos con ellos en su propia fuga? La respuesta es simple: para no dejar rastros. La idea ni siquiera era tratar de conservarnos como futuros rehenes de un posible intercambio, simplemente querían hacernos desaparecer de la manera más discreta posible. Tuvimos suerte de que el campo de Auschwitz estuviera todavía demasiado poblado como para que pudiesen hacer una eliminación discreta, completa y rápida. Nuestro tren se dirigió hacia el campo de Dora, comando de Buchenwald. Muchos de los nuestros murieron durante el viaje por el frío y la falta de comida. Fuimos las únicas mujeres que pasaron por Dora. Era un campo para hombres, muy duro, donde los deportados trabajaban en el fondo de un túnel en la fabricación de los famosos V2 (16). Allí reinaba el terror. Después de dos días de incertidumbre y angustia, el pequeño grupo de mujeres del que formábamos parte fue enviado a Bergen-Belsen, entre Hamburgo y Hannover, al norte de Alemania, una región adonde las tropas aliadas llegaron muy tarde. Los nazis habían sumado a nuestro convoy a un grupo de gitanos detenidos poco antes porque, pese a la debacle, la locura alemana por las detenciones continuaba. En Bergen-Belsen, debido a su situación geográfica, convergían los millares de deportados que venían desde todos los campos del este, incluyendo a los resistentes. También había francesas, esposas de oficiales, y suboficiales judíos detenidos en el campo de prisioneros de Lübeck. Llegamos allí el 30 de enero.
En Bergen-Belsen los detenidos no trabajaban, el campo, concebido para recibir deportados de status especial, se hallaba totalmente colapsado por esas olas que llegaban de todos lados. Las condiciones de vida, si se puede emplear esta expresión, eran espantosas. Ya no había control administrativo, casi no quedaba comida ni ningún tipo de atención médica. Hasta faltaba agua, ya que la mayoría de las tuberías había explotado. Y, como si todo esto no fuera suficiente para la desgracia de las siluetas esqueléticas que erraban en busca de comida, se declaró una epidemia de tifus que, sumada al hambre, provocó una mortalidad aterradora. Ya nadie se ocupaba de retirar los cadáveres, de modo que los muertos se mezclaban con los vivos. En las últimas semanas, la situación llegó al extremo de que comenzaron a aparecer algunos casos de canibalismo. Los SS, aterrados tanto por la debacle militar que se extendía por toda Alemania como por los riesgos de contagio, se contentaban sólo con vigilar, mientras llegaban sin parar nuevos judíos de todo el país. Salvo algunos SS, los alemanes ya no se ocupaban del campo. Bergen-Belsen se había vuelto el símbolo doble del horror de la deportación y de la agonía de Alemania. Aquellos que habían soñado con ser los dueños del mundo eran ahora tan vulnerables como sus propias víctimas.
El azar quiso que en Bergen-Belsen volviera a cruzarme con la Lagerälteste, esa ex prostituta que nos había salvado la vida en Birkenau. Ella había seguido la debacle de los campos y se había convertido en jefa del campo de Bergen-Belsen. Me reconoció y me dijo que fuera a verla a la mañana siguiente, cosa que hice. Enseguida me colocó en la cocina de los SS. Este nuevo gesto, sin lugar a dudas, hizo que no muriésemos de hambre como muchos otros. La actitud que tuvo esta mujer conmigo hasta el día de hoy me resulta inexplicable. En los días siguientes a la liberación del campo, me enteré de que había sido colgada por los británicos.
En la cocina tenía que pelar papas todo del día, hasta que me sangraban las manos. Me dedicaba a esta tarea hasta la última gota de energía, temiendo más que nada ser echada de un trabajo donde, pese al miedo y a mi torpeza, lograba robar un poco de comida para mamá y Milou. Una vez un SS me descubrió con un poco de azúcar. Se limitó a darme una severa admonición antes de dejarme ir, con el azúcar.
El trabajo en la cocina era tan duro como la vida en el resto del campo. En los últimos tiempos no dormía más que dos o tres horas por noche, por las alertas constantes. Dejábamos la cocina tan tarde que me dormía caminando. Los bombardeos, cada vez más frecuentes, impedían muchas veces que volviésemos a las barracas, en las que frecuentemente ya no quedaba ningún lugar para acostarse, ni siquiera para sentarse. Por la mañana, nos levantábamos antes de que amaneciese para estar listas para partir hacia los comandos al alba, exhaustos por la falta de sueño pero buscando a toda costa no llamar la atención, porque trabajar en la cocina de los SS era la frágil certeza de no morir de hambre.
Mamá ya estaba muy debilitada por la detención, el trabajo alienante, el viaje agotador atravesando Polonia, Checoslovaquia y Alemania. No tardó en contagiarse el tifus. Peleó con el coraje y la abnegación de los que era capaz. Conservaba la misma lucidez sobre las cosas, el mismo juicio sobre la gente, el mismo estupor frente a lo que los hombres eran capaces de hacerles soportar a otros hombres. Pese a la atención que Milou y yo le dábamos, pese a la poca comida que lograba robar para que se repusiese, su estado se deterioró rápidamente. Sin medicamentos ni médicos, éramos incapaces de curarla. La veíamos empeorar día tras día.