II
Cámara. Se entra a ella por pasillos estrechos, se crea la sensación de estar entrando en una tumba, lugar encerrado, prohibido, ajeno; se crea la sensación de estar invadiendo una curiosa intimidad. Es curiosa porque las asociaciones de ideas van desde el antiguo Egipto, pasando por el gigantesco capitel corintio de madera, hasta el mercado persa de Santiago. Espacio de degradación y mezcolanza de tiempos, de escalas, de materiales. Espacio de una memoria desjerarquizada y desjerarquizante, sujeta al azar, que hace sus construcciones (patéticas, iba a decir otra vez) a partir de desechos, monumentales unos, minúsculos los otros, contaminados todos por la evidencia de lo falso, por una apariencia hecha para ser desenmascarada. Cámara/ máscara, se me ocurre, es casi la misma palabra, en esta instalación.
III
Colecciones. Las frases famosas y los objetos encontrados. Las colecciones son forma privilegiada de la melancolía contemporánea. Están avaladas por nuestro santo patrono Walter Benjamin, por cierto: “sólo en la muerte se entiende al verdadero coleccionista”, dijo. (No podía saber qué aura de martirio tendría años después una frase semejante). Dijo también otra cosa, que resuena extrañamente si la pensamos desde dentro de la cámara: “construimos aquí un reloj despertador para el kitsch del siglo pasado...”. Él se refería al diecinueve, y a su trabajo inconcluso sobre los pasajes de París. Pensémosla acerca del veinte, ya pasado también, y de esta instalación, tal vez “reloj despertador” para nuestro propio kitsch. Ahí, riéndose, entonces, la piel de jaguar sintética, el brillo del raso de poliester, la alfombra que remite al más convencional de los intérieurs. Me gustaría pensar que esa risa (zumbona, recuerdo el sonido de las moscas) no se dirige sólo a ese kitsch evocado, ese pseudolujo pseudoburgués. Tal vez se extienda hacia otro kitsch, menos percibido como tal, más difícil de atraer a la conciencia (no el que podemos remitir al pasado, sino aquél en que muchos estamos sumidos, en el intérieur) el espacio doméstico, cerrado sobre sí mismo —de las propias artes visuales...
IV
Esta ironía acerca del intérieur, el espacio doméstico, el refugio del espíritu de las artes visuales, su nueva forma de kitsch, no viene sólo de mis afanes metafóricos propios o de los sugeridos por la instalación de Enrique Matthey. Los del oficio recordamos los dichos de Jameson: vivimos hoy en “una nueva vida de la sensación postmoderna”, en la que el “sistema perceptual del capitalismo tardío” experimenta como “estético” todo un conjunto de imágenes que provienen de la publicidad, de los medios de comunicación, del ciberespacio, de lo que sea: lo que se produce como “arte” queda reducido a un “trabajo de cámara”, cerrado sobre sí mismo para protegerse del avance inexorable de las imágenes que permean todo el espacio social. Se me ocurre que el título de la instalación, Cámara para la resistencia de materiales podría leerse también desde eso. Las artes visuales como resistencia, porfiándole, tal vez, a su propia obsolescencia.
V
Hubo un número reciente (100) de la revista neoyorquina October, que tuvo como leitmotiv la obsolescencia. Extraigo al sesgo algunas frases que sintonizan con lo que vengo diciendo. Lo primero, “la obsolescencia tiene aura”, dice la artista Tacita Dean; la frase remite a Benjamin otra vez, y a la ambigüedad de éste respecto de la tecnología: el avance de una “democratización” que incorpora una nostalgia culposa, y que da origen a una especie de “museo de la pérdida irreparable” (título de la obra de otra artista, Judith Barry, citada en la misma revista). Desde aquí, veo la instalación como una escenografía irónica: la de nuestros descompuestos amores con el arte. (Esto lo robo de un poema de Baudelaire, y no puedo resistirme a citar la estrofa, estirándola hasta darle al arte por destinataria: “Alors, o ma beauté, dites a la vermine/ Que vous mangera de baisers, / Que j’ai gardé la forme et l’essence divine/ de nos amours décomposés”1).
VI
Dice la revista October, en el editorial de ese número, que en torno a la condición de obsolescencia no basta con una “especie de poética intemporal de lo desgraciado”: que esta condición “puede tener un papel decisivo en este momento histórico”. Ese papel es el de la resistencia, parece. Como si los objetos de desecho —los “objetos encontrados”, como los de la obra— sirvieran para indicar, contrario sensu, la tiranía devoradora de los imperativos funcionales contemporáneos, y el vértigo de la sustitución casi instantánea. La multiplicidad de estos objetos, su aleatoriedad, su ser bajo la especie del débris, podría ser vista como una metáfora de cuanto fue alguna vez nuevo —tan brevemente— y queda, pero sólo como resto.
Tal vez la “colección” de objetos encontrados pueda pensarse como una variante —en la época de la reproducción mecánica— del antiguo género pictórico de las vanidades. Ahí, en la colección, la caducidad alcanza a los objetos hechos en serie, creando una especie de nuevo pathos degradado: al paso inexorable y rápido del tiempo se le agrega el de la trivialidad infinitamente sustituible de la propia memoria.
VII
Una obra anterior de Enrique Matthey se llamó La muerte de Narciso. Pienso en eso en relación con la frase de Benjamin citada antes: “sólo en la muerte se entiende al verdadero coleccionista”. Quizás el sentido de ésta tenga algo que ver con lo que dice Borges en el conocido epílogo de El hacedor, cuando imagina “a un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Pero, ¿qué imagen se traza cuando los que se encuentran, lo que se “coleccionan” son objetos cualesquiera, hechos en serie, y presentados con una solemnidad a todas luces sarcástica?
Tal vez sucede entonces algo que me viene a la memoria en relación con las “Fig.” de Marcel Broodthaers. Tal vez los objetos de estas colecciones están colocados a manera de ilustraciones, pero de ilustraciones de un relato inexistente e imposible. Y, estirando eso en relación con lo de la imagen de la cara, nos encontraríamos frente a un Narciso que se mira en el espejo para verlo “lleno por fin de su nada”, como dice un verso de Enrique Lihn. Nos encontraríamos, en esta instalación, con ecos de esa “Muerte de Narciso”.
VIII
El capitel corintio, que en obras anteriores de Matthey fue “emblema de la pérdida” (la frase es de Pablo Oyarzún) está aquí otra vez por los suelos. “Capitis diminutio”, pienso: en derecho romano, algo así como la inhabilitación legal, la “pérdida de la capacidad civil” en diversos grados; figuradamente, la humillación, la pérdida del nombre y del prestigio. El capitel por los suelos me recuerda las fotografías de enormes cabezas de Stalin o de Lenin, arrastradas, tras la destrucción