Los años bajo fuego. Dietrich Angerstein. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Dietrich Angerstein
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789569946561
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empedrado, al que habíamos apodado “las piedras de Dünschel”. Si alguien osaba pasar por ahí para acortar camino hacia Triebelstrasse, su dueño salía disparado de la casa y lo insultaba con los agravios más ofensivos, lo cual incluso le trajo varias denuncias ante la policía. Los niños lo enojábamos particularmente y varias veces había llegado a tocar el timbre de nuestra casa para quejarse de nosotros, dado lo cual mi padre había resuelto prohibirnos pisar el famoso empedrado.

      Junto a Dünschel vivían su esposa y su hija, quienes tampoco se quedaban cortas en lo que se refería a palabrotas y amenazas. Durante el día se sentaban tras la ventana de la cocina, desde donde podían vigilar su plazoleta, mientras que a mediodía Dünschel se apostaba en el paradero para observar a todos quienes bajaban o subían al bus. ¡Era como si se tomaran turnos para hacerle la vida imposible a los peatones! Si alguien se atrevía a pasar por su lado o detrás de él, el viejo dejaba escapar un gas ruidoso que espantaba a todo el mundo. A nosotros, la verdad, eso nos parecía muy divertido. Pero mi madre, cuyo sentido del humor era diferente, estuvo a punto de denunciarlo a la policía de no ser por mi padre, que logró disuadirla.

      Para los niños del barrio, el tema Dünschel era motivo constante de risa. Lo molestábamos cada vez que podíamos, era muy fácil hacerlo picar el anzuelo. El sólo hecho de asomarnos a mirar por encima de su reja lo ponía fuera de sí. “¡Qué tienen que estar mirando, les voy a pegar!”, gritaba furioso desde la entrada de su casa. Si se nos llegaba a caer una pelota en su jardín, lo mejor era darla por perdida. Dünschel no devolvía nada, sin importar de dónde viniera.

      El año 1942 pasó, más o menos, como el anterior. Las molestias nocturnas no eran demasiadas, la Wehrmacht había sobrevivido al invierno y otra vez ganaba terreno en Rusia. En la radio, cada noche, celebraban los triunfos del general Erwin Rommel12 en África del Norte y los submarinos alemanes batían récords hundiendo barcos enemigos.

      Ese verano obtuve mi certificado de nadador, algo que en esos tiempos era un requisito obligatorio para todos los niños alemanes de diez años. Tuve que rendir una prueba no menor, que consistía en nadar estilo pecho durante quince minutos en la piscina Heuschkel. Ubicada al borde del río Saale, era una piscina pública construida encerrando un tramo del río con tablas de madera. Con gran orgullo y todavía tiritando un poco por lo helado del agua, recibí mi tarjeta oficial de nadador, otorgada por algo así como el ministerio nacionalsocialista de deportes.

      Inmediatamente después fui enviado por mis padres a una colonia de vacaciones para niños en Bad Dürrenberg. Ellos se habían ido a pasar unos días a Karlsbad y a mis hermanos los habían mandado a la casa de algún familiar. La colonia no me gustó mucho, todo era muy formal, la siesta era obligatoria y hasta los juegos estaban reglamentados. En ningún caso podía usar mis patines cuando yo quería, aunque había una pista de patinaje fantástica cerca del lugar. Con tantas normas, ¡me entretenía más en mi casa jugando con los niños del barrio!

      Después de un caluroso verano, comenzó la segunda mitad del decisivo año 1942. En agosto, el alto mando de la Wehrmacht celebró haber repelido los intentos de desembarco de las tropas inglesas y canadienses en Dieppe, pero la presión por parte de Estados Unidos siguió aumentando. Comenzamos a oír de ataques aéreos protagonizados, a plena luz del día, por aviones norteamericanos.

      Y entonces tuvo lugar la batalla de Stalingrado.

      Por supuesto que todos oímos al respecto, pero para los ciudadanos como nosotros, ubicados a miles de kilómetros de distancia y teniendo como única fuente de información la radio estatal y los periódicos, era imposible dimensionar lo que realmente estaba sucediendo allí. En el informe de la Wehrmacht hablaban de soldados alemanes rescatados por la Luftwaffe, así como de grupos que habían logrado reorganizarse a tiempo y establecer un nuevo frente, pero no se mencionaban las grandes bajas en Rusia, ni la pérdida de todas las unidades en África. Nadie, ni siquiera el más pesimista de nosotros, estaba en condiciones de anticipar lo que se venía.

      En marzo de 1943, cuando la primavera comenzaba a instalarse en nuestra ciudad, llegó a la casa una orden dirigida a mí. En ella se me exigía que me apersonara de inmediato a servir en la división de niños de las Juventudes Hitlerianas, o HJ.

      Presentarse no era optativo: si te llamaban, había que obedecer. Los nombres y direcciones los obtenían a través de las bases de datos de municipios o colegios y los niños eran enrolados en cuanto cumplían diez años, tanto hombres como mujeres. Miércoles y sábados eran los días de asistencia obligatoria.

      Así, sin derecho a reclamo, me presenté en la oficina señalada, que quedaba en una barraca del RAD13 en el patio de mi colegio. Al llegar, como me sentía en casa, toqué la puerta, abrí sin esperar una respuesta y entré saludando con un amable “buenos días”.

      “¿Cómo se dice? ¡Fuera, todo de nuevo!”, me gritó el dirigente juvenil, sentado detrás del escritorio. Desconcertado, salí y volví a entrar. “¿Buenos días?”, saludé otra vez. “¡¿Qué?!” exclamó el tipo enfurecido. “¡Todo de nuevo!”, insistió.

      La escena se repitió varias veces, hasta que otro niño que estaba ahí me sopló al oído: “Noooooo, ¡tienes que hacer el saludo de Heil Hitler!” ¡Entonces me acordé! En ese tiempo, era obligatorio en la vida pública el uso del “saludo alemán”, que consistía en levantar el brazo derecho y exclamar “¡Heil Hitler!”. Sin embargo, en nuestra familia saludábamos a parientes, amigos cercanos, familia y visitas como siempre, dándonos la mano o, en el caso de los niños, con una reverencia.

      Esta vez, cuando volví a tocar la puerta y a entrar en la oficina, traté de juntar y hacer sonar los talones como había visto hacer a los soldados. Estiré el brazo lo más que pude y grité: “¡Heil Hitler!”. “Eso ya está mucho mejor, ¡repítelo!”, me indicó el dirigente de la HJ, visiblemente menos irritado.

      El tercer intento, por fin le pareció aceptable. A continuación me entregaron un papel y un vale para un uniforme que fui a comprar con mi madre a la tienda Dobkowitz en Merseburg, mientras el buzo con las insignias correspondientes me lo entregó mi nana Elfriede. Había pertenecido a su hermano muerto en batalla.

      Me indicaron que próximamente se me informaría si mi unidad –o Fähnlein, es decir “banderita”– sería la número treinta y cuatro, asentada en la población de los trabajadores de la fábrica de BUNA, o la número ocho, que se ubicaba en un antiguo convento. La incertidumbre se debía a que nuestra casa en la calle Triebelstrasse estaba justo en medio de las áreas correspondientes, por lo que no estaba claro a cuál banderita pertenecía yo. Como el aviso no llegó nunca, yo decidí esperar. Claramente, ¡no me moría de ganas de incorporarme a mi unidad! Prefería quedarme en mi casa, jugando con mi tren eléctrico.

      Un miércoles por la tarde, mis padres me enviaron con un encargo al centro, cuando un joven dirigente HJ me paró en la calle y me preguntó por qué andaba dando vueltas por ahí en lugar de estar cumpliendo con mi servicio. Merseburg era como un pañuelo: muchos HJ eran alumnos de mi colegio y sabían perfectamente que yo era “el hijo del Dr. Angerstein”. Traté de controlar mi nerviosismo y le expliqué al joven mi situación, pero a él no le interesaron mis excusas. Su respuesta fue tajante: “¡Te presentas de inmediato en la banderita treinta y cuatro!”. Las cartas estaban echadas. El 20 de abril de 1943, fui integrado a la división infantil de la HJ.

      Las jornadas de asistencia obligatoria consistían en eventos deportivos, salidas a terreno, noches de fogata, canciones y caminatas. Después de todo, no estaba tan mal. Era como unirme a los boy scouts, con muchos otros niños de mi edad. A veces nos llevaban a recorrer fábricas para conocer sus instalaciones y cómo operaban. Antes de Navidad, visitábamos un hogar de ancianos y les repartíamos regalos.

      Sin embargo, el adoctrinamiento también jugaba un rol en todo esto. Nuestros jefes eran estudiantes que venían de Berlín y estaban a cargo de darnos charlas; de enseñarnos, por ejemplo, que los judíos eran todos malos y feos, cosas así. A nosotros, por supuesto, no se nos permitía decir ni pío. En una ocasión,