Los años bajo fuego. Dietrich Angerstein. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Dietrich Angerstein
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789569946561
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pronto, ¡era como si estuviéramos jugando siempre a las escondidas! Sólo en algunos cruces importantes de calles se instalaron faroles eléctricos, que en caso de alerta de ataque aéreo podían apagarse en pocos segundos. Por el contrario, todo el alumbrado público instalado antes de la guerra y que funcionaba a gas de cañería, fue desconectado definitivamente. Si alguien dejaba salir el más mínimo rayo de luz de su casa, era objeto de multa. La única excepción se hacía en época navideña, cuando el fuego cesaba y el enemigo nos daba un respiro. Entonces, en familia, podíamos celebrar.

      Un cambio importante fue el de los vales de alimentación, un sistema nuevo implementado pocos días antes de que se decretara la guerra. En Alemania, la gente estaba inscrita en registros municipales y los municipios estaban a cargo de asignarle, a cada persona, una determinada cantidad de vales para adquirir ciertos alimentos de primera necesidad, como el pan o la leche. Otras cosas, como la fruta y la verdura, se vendían en los almacenes sin inconvenientes. Así, cada cuatro semanas, los cupones eran distribuidos.

      Dependiendo del perfil, se podía acceder a ciertos beneficios. Los bebés, por ejemplo, recibían más leche, mientras que quienes hacían trabajos pesados se beneficiaban de vales extra. Había que ser inteligente y organizarse bien para que los cupones duraran todo el período.

      Casi a la par, se decretó la racionalización de la bencina en todo el país y nuestro padre, para ayudar en la crisis, decidió renunciar al combustible que le correspondía. No estaba bien desperdiciar la bencina moviéndonos de aquí para allá cuando en el frente era tan escasa. Con eso nuestro auto, un DKW, se guardó en el garaje y no salió más de ahí.

      Pese a las restricciones, nuestra familia aún podía darse algunos lujos. En 1940, como ya era tradición, emprendimos nuestro viaje anual de vacaciones de verano, sólo que esta vez no fuimos en auto ni en tren sino en los buses de línea de KVG Sachsen, que se dedicaba a movilizar pasajeros en zonas donde no había servicio de ferrocarriles.

      Ansiosos de disfrutar el verano y aprovechar a nuestro padre, que había vuelto sano y salvo de la última campaña, nos dirigimos a Wildenthal, en la cadena montañosa de Erzgebirge, muy cerca de la frontera de lo que había sido la región de los Sudetes, hoy en la República Checa. Fueron días mágicos, haciendo largos paseos por bosques y montañas. Una tarde hasta descubrimos a una familia de jabalíes salvajes revolcándose en el barro. Casi no pensábamos en la guerra, era como si estuviera muy lejos. O como si simplemente no estuviera ocurriendo.

      Ese año, se reorganizó todo el sistema escolar en Alemania y yo no pasé a séptimo año, como me habría correspondido, sino a segundo básico. Además se estableció que el período escolar ya no comenzaría después de Semana Santa, como hasta entonces sucedía; ahora tendría inicio justo después de las vacaciones. Hubo más modificaciones, como el abandono oficial de la antigua caligrafía alemana Sütterlin, mal llamada “letra gótica”, que fue reemplazada por la escritura latina del alemán. Este cambio no fue menor. Requirió aprender todo de nuevo y hubo gente, como nuestra Oma Ana, que nunca pudo acostumbrarse y se mantuvo fiel a la Sütterlin hasta el final de sus días.

      A fines de 1940, la Navidad ya estaba cerca cuando oímos desde nuestra pieza en la mansarda de la casa, un ruido de motor que sólo podía significar una cosa: ¡nos llegaría de regalo un tren eléctrico! Hermann y yo bajamos corriendo y encontramos a nuestro padre en el comedor, que sólo se usaba los domingos y festivos. Ahí estaba, jugando con el tren expreso de juguete marca Märklin, tamaño cero, igual que un niño más. Lo hacía avanzar por los rieles, parar frente a la estación como lo indicaba el plan de horarios y luego emprender la ruta otra vez. Incluso había en el tablero una señal ferroviaria reglamentaria que indicaba “vía libre” y una barrera que se subía y se bajaba con una luz roja que se encendía cuando se acercaba un tren al cruce. ¡Era una preciosura!

      Con Hermann compartíamos una tremenda pasión por los trenes. ¡Nos fascinaban! Podíamos pasar horas mirando el trencito trajinar sobre los rieles miniatura o compitiendo por quién se sabía más modelos de memoria. Mi hermano Konrad, en cambio, tal vez por ser el mayor, tenía otros intereses. Su mundo parecía más bien volcado a su interior, ensimismado. Era el más tímido de los tres. Le gustaba salir a andar en su bicicleta a dar largos paseos, a los que a veces se le unía nuestro papá.

      Así llegó 1941 y el invierno alemán mostró su cara de siempre: mucha nieve, frío y nosotros deslizándonos en trineo por Steckners Berg, pese a la firme prohibición del alcalde. Debe haber sido en abril de ese año cuando nuestro padre fue llamado nuevamente por la Luftwaffe, pero no nos preocupamos demasiado. La última vez había regresado sin problemas, ¿por qué esta vez iba a ser diferente?.

      En un principio fue enviado a Innsbruck, en Austria, y más tarde a Sicilia. Italia aún se mantenía firme junto a Alemania, aunque en todos los frentes había que socorrerlos. Nuestro padre nos escribía a menudo contando que las cosas estaban bien y de vez en cuando enviaba, por vías no siempre regulares, botellas con un delicioso aceite de oliva. No era nada tránsfugo, simplemente no eran los mejores tiempos para hacer llegar encomiendas por correo regular a la familia. Nuestros estómagos, en todo caso, lo agradecían mucho.

      Un día llegó a la casa nada más y nada menos que un casco de soldado británico. Lo enviaba mi padre desde el frente, donde lo había recogido tras la retirada del enemigo ante las tropas alemanas. Debe haber pensado que a nosotros nos gustaría. ¡Tenía toda la razón!

      Por el boletín oficial que transmitía la radio diariamente, supimos que la Wehrmacht había tenido que incursionar en Grecia para ayudar a las tropas italianas. Mussolini había desembarcado allí sin acuerdo previo con su aliado Hitler, sufriendo bajas considerables. A fines de abril, paracaidistas alemanes tomaron por asalto la isla de Creta, que había sido hasta entonces un importante punto de apoyo militar para la flota británica en el mediterráneo. Y nos sorprendió, por aquel entonces, recibir una carta proveniente de Máleme. Era de nuestro padre. Había desembarcado allí sin problemas, con el primer transporte militar enviado desde Sicilia.

      Mientras tanto, la vida diaria seguía sufriendo cambios. Las autoridades germanas ordenaron cambiar la calefacción y las cocinas a gas licuado. Nosotros, por suerte, lo teníamos cerca, porque se generaba como subproducto del proceso de refinación de líquidos combustibles en la fábrica de Leuna.

      Nuestros padres decidieron regalarle una cocinilla a gas a la Tante Elise. Mi madre la compró en una tienda en Merseburg y, como pesaba varios kilos, Konrad y yo fuimos designados para llevársela a la tía hasta Alsleben, el pueblito donde vivía y trabajaba como profesora. Iniciamos el viaje con la pesada caja dirigiéndonos primero a Halle por el tranvía interurbano. Desde ahí debíamos continuar por tren. En ese tiempo, los trenes de pasajeros en Alemania se componían de varios coches de tercera clase, con duros bancos de madera, más uno o dos vagones de segunda, con asientos tapizados y mucho más caros. Nuestra madre, desde luego, sólo nos dio dinero para tercera clase, pero como nosotros nunca habíamos viajado en segunda decidimos hacer el esfuerzo y juntar todos nuestros ahorros para comprar esos pasajes.

      Ya la subida en la estación de Halle fue un espectáculo. Al vernos ingresar al vagón de segunda clase, unos dignos señores de traje oscuro nos gritaron al unísono: “¡Aquí es la segunda clase!”. Sin dudarlo, Konrad les respondió: “Entonces estamos bien”. Enojados, los viajeros llamaron al conductor, quien vino corriendo a ver qué pasaba. Le exigieron efectuar un control de los pasajes y cuando el funcionario examinó nuestros tickets verdes –los de tercera eran de color café– y sentenció: “Los señores tienen segunda clase”.

      A continuación nos ayudó a subir la pesada caja con la cocinilla y, durante el resto del viaje, tuvimos que escuchar los comentarios de los caballeros aún enrabiados por nuestra presencia. Exclamaban cosas como “¡educación absolutamente equivocada!”, “¿dónde vamos a llegar si la juventud está recibiendo este tipo de educación?”, o “nuevos ricos que tiran la plata a manos llenas”, pero a nosotros no nos importaba. Habíamos pagado los pasajes con dinero honestamente ahorrado y nada nos iba a arruinar tan soñada experiencia.