Cuentos africanos para dormir el miedo. Ernesto Rodríguez Abad

con el ritmo de las aguas. Era un juego emocionante:

      Uélé, Uélé, barambo makasi,

      Uélé, Uélé, barambo makasi,

      Apekisi pamba, apekisi pamba.

      Ongo Congo dio la vuelta al mundo en su barca. Vio animales nuevos, vio colores que nunca había visto. Cantaba. Encontró árboles y frutos extraños. Nadó con peces de escamas doradas. Inventó canciones nuevas. Habló con hombres de pelo amarillo como las playas del África, comió con hombres de pelos rojos como el fuego o con pueblos con la piel del color de los rayos del sol. Y cada vez que era feliz en alta mar, o cada vez que se encontraba solo, cantaba. Cantaba.

      Y un día, ya muy viejo, cuando los rizos de su cabeza se pusieron blancos, volvió a la tribu arrastrado por los vientos. Ongo Congo lloró de emoción, reconoció los árboles y las tierras y las gentes. Cantó quedo, con temblores en la voz. Lo que nunca pudo entender fue cómo los niños sabían su canción y la cantaban mientras remaban por el río:

      Uélé, Uélé, barambo makasi,

      Uélé, Uélé, barambo makasi,

      Apekisi pamba, apekisi pamba.

      Solo había que pararse en la orilla y escuchar. Las olas pueden hablar de tantas cosas, pueden encerrar tantas historias… El mar trae secretos difíciles de descubrir. En los atardeceres de colores las palabras que viajan en las olas quedan prendidas a las crestas de espuma y las podemos recoger entre las rocas, de la misma manera que atrapamos a los mariscos incautos.

      Kai

      Kai era una niña de nueve años. Estaba delgada y parecía que tenía solo seis, pero en su cabeza ya había ideas de mayor e incluso de anciana. Kai procedía de una tribu masái, pero desde hacía años vivía con sus abuelos, en las afueras de una ciudad ruidosa y sucia. Dormía acurrucada entre cartones y trapos, sobre un colchón raído. A veces, la despertaban las gallinas picoteándole el pelo. A veces, la despertaba el hambre como una mordida en el estómago. Comía en un plato de latón que había pertenecido a su madre. Iba a la escuela todos los días y jugaba con los demás niños y niñas entre las basuras y el polvo ardiente del descampado rodeado de chabolas.

      Kai había aprendido una canción en la lengua de sus antepasados. Le gustaba cantarla, aunque el día que aprendió lo que significaban las palabras se puso triste y pensó que parecía que hablaba de ella misma: “Mándame una carta tuya, Mamá. Aunque estoy aprendiendo en la escuela, te echo de menos y quiero regresar contigo”.