Cuentos africanos para dormir el miedo. Ernesto Rodríguez Abad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Rodríguez Abad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788494877988
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y acciones del viejo. Sabía que el gesto, la acción y la palabra encerraban un significado mágico. Más tarde llenó la vasija con agua y pidió al muchacho que lo acompañase hasta el río, donde vertió el contenido.

      —Escucha cómo la tierra se mezcla con el viento. Descifra las palabras que dicen las aguas al arrastrar otras aguas.

      Estaba muy serio. Sabía que tenía que hacer comprender al muchacho la importancia de aprender lo que la tierra nos quiere contar.

      —Todo el mundo en África sabe que solo hay que escuchar a la tierra. Los cuentos están en ella. –Las palabras del viejo parecían quedarse prendidas a las ramas del gran baobab.

      En los cuentos se encierran secretos. Cada palabra sirve para algo más que para decirla y dejarla volar al viento. Las palabras pueden matar a las personas o pueden acariciar los oídos en las frías noches.

      Si maltratamos la naturaleza, se pierden los relatos.

      Es la tierra la que cuenta, pues las historias nacieron en ella, por eso decimos que en África se cuentan cuentos para dormir el miedo.

      Las estrellas titilan y en esa oscilación se percibe un tintineo de sonidos que vienen del pasado. En las épocas remotas nacieron las leyendas para contar al mundo cómo eran las cosas cuando las palabras no habían nacido.

      Babak

      Los niños se agruparon alrededor de la hoguera. Les gustaba oír la voz del viejo. Cuando el anciano Babak hablaba parecía que toda la selva se paraba a escuchar. Ningún animal mataba a otro, los árboles dejaban de crecer y hasta el inquieto conejo se quedaba agazapado, con las orejas puntiagudas recogiendo todas las palabras, los suspiros, los silencios.

      El viejo habló:

      Hace muchos siglos y milenios, cuando el mundo se estaba aún construyendo y nada era lo que parecía y ninguna cosa se mostraba como hoy la conocemos, sucedió una historia muy extraña en la antigua África. Era el continente más enigmático y el más desconocido. Sus tierras se diferenciaban de las de los otros continentes, en ellas moraban animales descomunales, indescriptibles y raros. Sus hombres hablaban lenguas de extraños sonidos. Sus dioses eran caprichosos e incomprensibles como el sonido de las palabras con las que hablaban.

      Ocurrió en aquellos días que el continente y el cielo estaban completamente pegados. Así aquella gran capa azul, con estampados de algodones suaves y húmedos, protegía a la tierra de las inclemencias de la naturaleza. Todo era agradable y tierno en aquellos tiempos en los que no estaba ni siquiera inventado el tiempo. Nadie sabía cómo eran los minutos, ni las horas, ni habían descubierto la división de los días y de las semanas.

      Si llovía mucho, los tiernos algodones de las nubes absorbían el agua que sobraba. Si el sol calentaba demasiado la tierra, la capa azul sudaba y cubría todo de una neblina agradable que hacía bajar la temperatura. Todo era perfecto. No había ni grandes calores ni fríos excesivos. La naturaleza se protegía a sí misma con esmero.

      Las gentes, sencillas y felices, cantaban a sus ídolos estas tonadas cuando paseaban o cuando trabajaban en los quehaceres domésticos:

      Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos,

      Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

      Si-ya-hamba, o-oh,

      Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

      Sucedió una mañana que dos mujeres estaban en plena selva preparando la comida para dar de almorzar a las gentes del poblado. Mientras majaban el mijo en sus grandes morteros cantaban a los dioses y hablaban sin cesar. Cada vez que levantaban con fuerza el mazo del almirez para majar daban duros golpes al cielo. En cada rebote sobre el grano hacían grandes agujeros a la tierra.

      El cielo se quejaba. La tierra protestaba. Ellas seguían cantando, cada vez más alto, sin escuchar:

      Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos,

      Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

      Si-ya-hamba, o-oh,

      Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

      Cuando golpeaban al cielo le hacían una herida incurable y la tierra se resquebrajaba en cada toque. Las mujeres, hablando, parloteando y cantando, no oían los gritos de dolor de la tierra y los alaridos del cielo.

      Así, para no sufrir, el firmamento y el suelo decidieron alejarse lo más posible. Se retiraron a los lugares en los que han permanecido hasta la actualidad.

      Los golpes sobre la tierra formaron cráteres que arrojan de vez en cuando lavas encendidas, para recordar a las mujeres parlanchinas el daño que le hicieron. Por las noches podemos ver los huecos que los golpes causaron en el cielo, dejando pasar los rayos de luz que la capa negra de la noche oculta. Hoy llamamos estrellas a esos agujeros en el cielo.

      El viejo Babak calló, las estrellas parecían más brillantes. Los niños y las niñas cantaron muy bajito y, sonriendo, caminaron hacia las cabañas de adobe y pajas. El conejo comenzó a hacer las picardías y travesuras de todas las noches.

      La historia viajera llegó de no se sabía dónde. Entre las aguas que dejan las nubes caer encontramos palabras que arrullan los oídos. Cantos del pasado que vienen a decirnos cómo nacieron las cosas.

      Ongo Congo

      X

      Hace muchos años vivió en un lejano poblado de África un niño llamado Ongo Congo. En aquellos tiempos todavía el continente se estaba formando y las cosas eran más grandes y majestuosas que ahora. A Ongo Congo le gustaba bañarse en el río y jugar con los cocodrilos pequeños, saltar desde la grupa de los hipopótamos o trepar por los cuellos interminables de las jirafas. Ongo Congo era un niño como todos los niños de su poblado, aunque, eso sí, un poco más arriesgado y valiente. Siempre inventaba juegos nuevos e historias, o hablaba de pueblos perdidos por la selva.

      Cuando creció, todos creían que querría convertirse en un fuerte guerrero o en jefe de la tribu o en gran brujo; pero, para sorpresa de la gente del pueblo, Ongo Congo decidió dedicarse a inventar instrumentos, utensilios raros o cosas que no servían para nada.

      Los padres, los amigos y los familiares estaban preocupados, pues pensaban que se convertiría en un ser inservible.

      Ongo Congo inventó de todo. Pasó días y días encerrado en su cabaña y cuando salió había creado unas piedras mágicas que producían fuego. Pero, como en la tribu tenían siempre la hoguera encendida, a nadie le pareció útil aquel invento. Luego diseñó los espantapájaros, pero los chicos se entretenían en tirarles piedras a los pájaros en los sembrados; así que a nadie le pareció que sirvieran para algo aquellos artefactos tan feos. Construyó ratoneras, pero los gatos del poblado se pusieron en huelga y las tiraron todas al río. Se encerró durante muchas lunas en su choza de pajas y ramas; cuando salió había confeccionado una barca con unos remos largos y grandes, más grandes y más largos que los que nadie había visto nunca. Todos se rieron de la máquina inservible que había fabricado Ongo Congo.

      Una mañana se fue hasta la orilla del río grande y echó la máquina al agua. Y con los grandes remos se adentró en la selva. Durante días se dejó llevar por la corriente.

      Vio paisajes, árboles y animales que nunca había visto. Fue feliz. Se dio cuenta de que podía inventar juegos y músicas con las palabras. Para no sentirse tan solo empezó a ordenar las sílabas, las palabras, las frases y los acentos, silbándolos en voz alta, hasta que balbuceó una melodía:

      Uélé, Uélé, barambo