Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Серия: Colección Oro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418211201
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el vuelo—. Dígame: ¿fue Dios quien hizo esta región?

      —¡Naturalmente que fue Él! —dijo su compañero, bastante sorprendido por la inesperada pregunta.

      —Fue Él quien hizo la región de Illinois, allá lejos, y el Missouri —prosiguió la niña—. Me parece que fue alguna otra persona la que hizo la tierra de estos parajes. No está ni con mucho tan bien hecha. Se olvidaron del agua y de los árboles.

      —¿Y si rezaras una oración? —le preguntó el hombre con recelo.

      —¡Pero si todavía no es de noche! —contestó ella.

      —No importa. No será una cosa normal, pero puedes estar segura de que a él no le importará eso. Reza las mismas oraciones que solías rezar todas las noches dentro de la galería, cuando cruzábamos Los Llanos.

      —¿Y por qué no reza usted alguna? —le preguntó la niña, con ojos de asombro.

      —Las tengo olvidadas —contestó él—. No las he vuelto a rezar desde que tenía la mitad de la estatura de ese fusil. Pero quizá nunca sea demasiado tarde. Rézalas tú en voz alta, y yo escucharé y entraré en la parte de los coros.

      —Pues tendrá usted que arrodillarse entonces, y yo también —dijo ella extendiendo el mantón con ese propósito—. Y tiene usted que alzar las manos de esta manera. Así parece que uno se siente más bueno.

      Fue un espectáculo extraordinario, si hubiese habido por allí alguien más que los busardos para contemplarlo. Los dos caminantes se arrodillaron el uno junto al otro sobre el estrecho chal, la niña parlanchina y el aventurero temerario y empedernido. La carita regordeta de la niña y el rostro macilento y anguloso del hombre se volvieron hacia el firmamento, sin nubes, en una súplica nacida del corazón al ser terrible ante el cual estaban cara a cara, y las dos voces, delgada y clara la una, profunda y áspera la otra, se unieron en la súplica de piedad y perdón. Una vez terminada la plegaria, volvieron a sentarse a la sombra del peñasco hasta que la niña se durmió, acurrucada sobre el ancho pecho de su protector. Este contempló el sueño de la niña durante algún tiempo, pero la naturaleza pudo más que él. Llevaba tres días y tres noches sin descansar ni concederse reposo. Sus párpados fueron poco a poco cerrándose sobre los ojos fatigados, y la cabeza fue hundiéndose cada vez más sobre el pecho, hasta que la barba agrisada del hombre se mezcló con las doradas trenzas de su compañera, y ambos durmieron con el mismo sueño profundo, vacío de imágenes.

      Si el caminante hubiese permanecido despierto otra media hora más, sus ojos habrían contemplado una visión extraordinaria. Allá, en el último extremo de la llanura alcalina, se alzó una nubecilla de polvo, muy tenue al principio y que apenas podía distinguirse de la neblina a semejante distancia, pero que fue creciendo gradualmente en altura y en anchura hasta formar una nube sólida y de contornos bien definidos. Esta nube continuó creciendo de tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía levantarla una gran muchedumbre de seres en movimiento. Si hubiera estado en zonas más fértiles, el observador habría podido concluir que se acercaba a él alguna de las grandes manadas de bisontes que pastan en las praderas. Pero esto era evidentemente imposible en tan áridas soledades. A medida que el torbellino de polvo fue aproximándose al risco solitario, encima del cual dormían los dos seres abandonados, fueron dibujándose por entre la bruma los toldos de lona de galeras y figuras de hombres armados a caballo, hasta que aquella aparición resultó ser una gran caravana que se dirigía hacia el Oeste. Pero ¡qué caravana! Cuando la cabeza de la misma había llegado ya al pie de las montañas, no se distinguía aún su retaguardia en el horizonte. El dilatado cortejo se extendía por toda la enorme llanura: galeras y carros, hombres a caballo y hombres a pie. Innumerables mujeres que se tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que caminaban con paso inseguro a un lado de las galeras, o que asomaban las cabezas desde debajo de los blancos toldos. Evidentemente, no era aquella una expedición corriente de inmigrantes, sino que parecía más bien un pueblo de nómadas obligado por circunstancias angustiosas a buscar un nuevo país donde residir. De aquella enorme masa de seres humanos se alzaba por el aire claro un estruendo y un sordo rumor, acompañado del chirriar de las ruedas y de los relinchos de los caballos. Pero no bastó aquel estrépito para despertar a los dos cansados caminantes que dormían en lo alto.

      Iban andando a la cabeza de la columna más de una veintena de hombres serios, de rostros férreos, vestidos de ropas de colores oscuros tejidas en casa y armados de rifles. Al llegar al pie del risco escarpado se detuvieron y tuvieron entre ellos una breve consulta.

      —Los pozos están hacia la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de boca enérgica, cara completamente afeitada y cabello enmarañado.

      —A la derecha de Sierra Blanca, y así llegaremos a Río Grande —dijo el otro.

      —No temáis que nos falte el agua —gritó un tercero—. Aquel que pudo hacer que manase de las rocas no abandonará ahora a su pueblo elegido.

      —¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos los del grupo.

      Iban ya a reiniciar la marcha, cuando uno de los más jóvenes y de vista más aguda dejó escapar una exclamación señalando hacia el risco escarpado que había encima de ellos. En su cima ondeaba un pequeño trozo de tela de color de rosa, resaltando brillante y fuertemente sobre el fondo de las rocas grises que había detrás. Al ver aquello se produjo un enfrenar general de caballos, y todos empuñaron los fusiles, mientras acudían otros jinetes al galope para reforzar la vanguardia. De todos los labios salió la palabra “pieles rojas”.

      —No es posible que haya por estos parajes un número apreciable de indios —dijo el hombre más anciano y que parecía ser el que tenía el mando—. Hemos dejado ya atrás a los pawnees y no hay otras tribus hasta que crucemos las grandes montañas.

      —Hermano Stangerson, ¿quiere que me adelante para ver de qué se trata? —preguntó uno de la partida.

      —Yo iré también. Y yo —gritaron una docena de voces.

      —Dejad vuestros caballos aquí abajo, y nosotros os esperaremos —contestó el más anciano.

      Los jóvenes echaron pie a tierra al instante, amarraron sus caballos y empezaron a trepar por la vertiente escarpada marchando hacia el objeto que había excitado su curiosidad. Avanzaron con rapidez y sin hacer ruido, con la seguridad y la destreza de exploradores experimentados. Los que los veían desde el llano vieron cómo pasaban de una roca a otra hasta que sus figuras se dibujaron contra el horizonte del cielo. Iba delante el joven que había sido el primero en dar la alarma. Los que le seguían vieron que alzaba de pronto sus manos, como sobrecogido de asombro, y cuando llegaron hasta donde él estaba experimentaron idéntico sentimiento en presencia del espectáculo que se ofrecía a su vista.

      En la pequeña meseta que coronaba el inhóspito montículo se alzaba un gigantesco risco solitario, y, pegado a ese risco, había un hombre de elevada estatura, barba larga y facciones duras, pero de una flaqueza extremada. La expresión de placidez daba a entender que se hallaba profundamente dormido. A su lado descansaba una niña pequeña, que tenía rodeado con sus blancos bracitos el cuello moreno y fuerte del hombre y que descansaba su cabeza de cabellos dorados sobre el pecho del chaleco de pana de este. Los labios rosados de la niña estaban entreabiertos, dejando ver la hilera bien formada de blanquísimos dientes, y una sonrisa retozona jugueteaba en sus facciones infantiles. Sus piernecitas regordetas y blancas, que terminaban en unos calcetines blancos y unos zapatos limpios de brillantes hebillas, ofrecían extraño contraste con los miembros largos y arrugados de su compañero. En el borde de una roca que dominaba a la extraña pareja se habían posado tres solemnes busardos que, a la vista de los recién llegados, dejaron escapar roncos chillidos de chasco y se alejaron aleteando adustamente.

      Los chillidos de los inmundos pajarracos despertaron a la pareja durmiente, que se puso a mirar con asombro a su alrededor. El hombre se alzó en pie tambaleándose y dirigió su mirada hacia la llanura, que era un desierto cuando cayó dormido, y que ahora se veía cruzada por aquel conjunto inmenso de hombres y de animales. A medida que contemplaba aquello fue tomando su rostro una expresión de incredulidad, y se pasó la huesuda mano por los ojos, diciendo