Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Серия: Colección Oro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418211201
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mi propio cerebro, y empecé a entrever de una manera vaga y confusa la verdad.

      —Todo esto les sorprende a ustedes —prosiguió Holmes— porque no llegaron a captar desde el principio de la investigación la importancia de la única clave auténtica que tenían delante. Tuve yo la buena suerte de aferrarme a ella, y todo cuanto ha ocurrido desde entonces ha servido para confirmar mi suposición primera, mejor dicho, no fue sino secuencia lógica. De ahí que las cosas que a ustedes los dejaban perplejos y que hacían que el caso se les presentase más oscuro, sirviesen para iluminármelo a mí y para reforzar las conclusiones a que había llegado. Es un error confundir lo extraordinario con lo misterioso. El más vulgar de los crímenes es, con frecuencia, el más misterioso, porque no ofrece rasgos especiales de los que puedan hacerse deducciones. Habría resultado mucho más difícil desenredar este asesinato si el cadáver de la víctima hubiese sido encontrado simplemente en mitad de la calle, sin ninguno de los detalles accesorios, excesivos y sensacionales que lo han convertido en extraordinario. Estos detalles raros, lejos de hacer más difícil el caso, han contribuido verdaderamente a hacerlo más fácil.

      El señor Gregson, que había escuchado esta plática con mucha impaciencia, no se pudo ya contener, y dijo:

      —Escuche, Holmes: estamos dispuestos a aceptar que es usted un hombre inteligente y que posee sus métodos propios de trabajo. Pero en este caso necesitamos algo más que teorías y sermones. De lo que se trata es de atrapar a ese hombre. Yo me había hecho mi composición del caso, pero estaba equivocado, según parece. No es posible que el joven Charpentier haya tomado parte en este segundo suceso. Lestrade salió en pos de su hombre, de Stangerson, y, por lo que se ve, también estaba equivocado. Usted ha ido dejando caer insinuaciones aquí y allá, y parece saber más que nosotros; pero ha llegado el momento en que nos sentimos con derecho a pedirle que nos diga sin rodeos todo lo que sabe del asunto. ¿Puede usted darnos el nombre del criminal?

      —Yo no puedo menos de creer que Gregson tiene razón, señor —hizo notar Lestrade—. Ambos lo hemos intentado y ambos hemos fracasado. Desde que entré en esta habitación no ha dejado usted de decir que poseía todos los elementos de juicio que le hacen falta. Estoy seguro de que no seguirá usted reservándoselos.

      —Toda demora en detener al asesino —hice notar yo— pudiera darle tiempo para perpetrar alguna nueva atrocidad.

      Al sentirse presionado de esa manera por todos nosotros, Holmes dio señales de irresolución. Siguió paseándose de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza caída sobre el pecho y con las cejas contraídas sobre los ojos medio cerrados, como solía hacerlo cuando estaba sumido en sus pensamientos.

      —No cometerá más asesinatos —dijo al fin, deteniéndose bruscamente y encarándose con nosotros—. Pueden hacer a un lado esa consideración. Me han preguntado si conozco el nombre del asesino. Lo conozco. Sin embargo, poco significa el conocer su nombre, comparado con la posibilidad de atraparlo, y yo espero poder hacer esto muy pronto. Tengo muy buenas razones para pensar que lo conseguiré gracias a las disposiciones que he tomado; pero es preciso actuar con mucha habilidad, porque nos hallamos ante un hombre astuto y desesperado, que cuenta con el apoyo, como ya he tenido ocasión de demostrarlo, de otro que es tan hábil como él. Mientras este hombre no sospeche que haya alguien que quizá tiene una clave, tendremos ciertas posibilidades de atraparlo; pero en cuanto adquiera la más ligera sospecha, cambiará de nombre y se esfumará instantáneamente entre los cuatro millones de habitantes de esta gran ciudad. Sin ánimo de herir las susceptibilidades de ninguno de ustedes, me veo obligado a decir que, en mi opinión, estos hombres son contrincantes con los que no puede luchar el personal oficial de la policía, y por esa razón no les pedí a ustedes ayuda. Si fracaso, recaerá sobre mí, como es lógico, todo el vituperio que merezco por esta omisión, y estoy dispuesto a cargar con él. Por el momento, prometo, sin dificultad, que me pondré en comunicación con ustedes en el instante mismo en que pueda hacerlo sin poner en peligro mis propias combinaciones.

      Gregson y Lestrade no quedaron ni mucho menos a gusto con esta seguridad ni con la alusión despectiva hecha de la Policía detectivesca. El primero de los aludidos había enrojecido hasta la raíz de sus cabellos blondos, mientras que los ojillos de abalorio del otro brillaban de curiosidad y de resentimiento. Sin embargo, ninguno de los dos tuvo tiempo de hablar, porque alguien dio unos golpes en la puerta y el joven Wiggins, portavoz de los vagabundos callejeros, introdujo su personalidad insignificante y desagradable.

      —Con permiso, señor —dijo, llevándose los dedos a la guedeja delantera—. Tengo abajo el coche.

      —Eres buen muchacho —dijo Holmes con benignidad—. ¿Por qué no adoptan este modelo en Scotland Yard? —prosiguió mientras sacaba de un cajón unas esposas de acero—. Fíjense en lo bien que actúan los resortes. Se cierran de una manera instantánea.

      —Con el modelo antiguo nos bastará si llegamos a dar con el criminal al que hemos de ponérselas —comentó Lestrade.

      —Está muy bien, está muy bien —dijo, sonriente, Holmes—. El cochero podría ayudarme a cargar mis maletas. Pídele que suba, Wiggins.

      Quedé impresionado al oír hablar a mi compañero como si fuera a salir de viaje, ya que no me había dicho una palabra al respecto. Había en la habitación una maleta pequeña, y esa fue la que sacó al medio y empezó a sujetar con la correa. Se encontraba activamente ocupado en esa tarea, cuando entró el cochero.

      —Oiga, cochero: ayúdeme, sujetando esta hebilla —dijo, poniendo la rodilla encima, pero sin volver ni un momento la cabeza.

      Aquel hombre se adelantó con expresión arisca y desafiadora y apoyó sus manos para ayudar. Se oyó de pronto un clic seco, un tintineo metálico y Sherlock Holmes volvió a ponerse en pie de un salto, exclamando con ojos centelleantes:

      —Caballeros, permítanme que les presente al señor Jefferson Hope, asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.

      Todo fue cosa de un instante. Tan inmediato fue, que ni tiempo había tenido yo para darme cuenta. Conservo como recuerdo vivaz de aquel momento el de la expresión de triunfo del rostro y del timbre de la voz de Holmes, de la cara atónita y furiosa del cochero al clavar su vista en las centelleantes esposas que habían aparecido como por arte de magia en sus muñecas. Durante uno o dos segundos habríamos podido pasar por un grupo de estatuas. Y de pronto, lanzando un bramido inarticulado de furor, se liberó de un tirón de las manos de Holmes, y se precipitó contra la ventana. Madera y cristal se quebraron por el golpe, pero antes que todo su cuerpo se proyectase fuera, Gregson, Lestrade y Holmes se tiraron a él como otros tantos sabuesos. Lo arrastraron hacia adentro, y entonces empezó una pugna terrorífica. Eran tales su fuerza y su furor, que una y otra vez se sacudió de nosotros cuatro. Se habría dicho que estaba dotado de la energía convulsiva de un hombre durante un ataque epiléptico. Tenía la cara y las manos terriblemente laceradas por los cristales rotos de la ventana, pero ni con la pérdida de sangre disminuía su resistencia. Solo cuando Lestrade consiguió meterle la mano dentro de la corbata, y retorciéndola hasta casi estrangularlo, logramos convencerlo de que eran inútiles sus forcejeos; y aun entonces no nos tranquilizamos hasta que lo tuvimos atado de pies y manos. Hecho eso, nos levantamos sin aliento y jadeando.

      —Disponemos de su coche —dijo Sherlock Holmes—. Así lo conduciremos hasta Scotland Yard. Y en este momento, caballeros —continuó sonriente—, estamos cerca de dilucidar nuestro misterio. Me pueden hacer las preguntas que deseen, que no escatimaré en contestarlas.

      Segunda Parte: El país de los santos

      Capítulo I: En la gran llanura de Álcali

      Hay un desierto árido y abominable en el centro del continente norteamericano, que fue durante muchos años una barrera al avance de la civilización. Se extiende en una región en que todo es desolación y silencio. Desde el río Yellowstone, en el Norte, hasta el Colorado, en el Sur, y desde la Sierra Nevada hasta Nebraska. Aunque la naturaleza no es igual en toda esa ceñuda zona: tiene desde valles tenebrosos y lúgubres, hasta altas montañas, coronadas de nieve. Hay ríos de rápida corriente que se precipitan por dentados cañones y llanuras enormes, que se blanquean de nieve en invierno, y que se agrisan en verano